-I- Cuando Thomas Carlyle (1795-1881), el gran historiador inglés, preparaba en 1845 su biografía y su selección de escritos y discursos de Oliver Cromwell (1599-1658), decía que había tenido que extraer a su biografiado de debajo de una enorme pila de perros muertos. Con esto Carlyle se refería a que la labor del historiador, con […]
-I-
Cuando Thomas Carlyle (1795-1881), el gran historiador inglés, preparaba en 1845 su biografía y su selección de escritos y discursos de Oliver Cromwell (1599-1658), decía que había tenido que extraer a su biografiado de debajo de una enorme pila de perros muertos. Con esto Carlyle se refería a que la labor del historiador, con más frecuencia de la debida, es ingrata y no retribuye siempre con el éxito los esfuerzos que aquel hubiere realizado para recuperar procesos y personas, que se encuentran enterrados bajo montañas de prejuicios, mitos y maledicencia, los cuales tienen poco que ver con la pequeña dosis de verdad que se pueda recuperar luego de tan tremendo tirón de la voluntad.
Porque se requiere voluntad, amor y dedicación, a pesar de las grandes desilusiones y frustraciones que trae consigo la investigación histórica, para devolverle a personas y procesos de civilización el perfil justo y verdadero que merecen en un determinado momento. Por eso, también, alguien decía que cada época cuenta con sus propios historiadores, y con sus propias formas de escribir y de investigar la historia. Hoy, Carlyle nos recuerda, igualmente, que la labor del historiador está sujeta a los vaivenes de sus juicios morales, ideológicos y políticos, sin los cuales sería muy difícil construir un argumento que permitiera retratar a un hombre, una mujer o una época, viajando por encima de lo que dictan y establecen las fuentes documentales. El método de indagación histórica descubierto por Marx vino a darles a estas últimas, una fuerza desconocida y una capacidad de explicación que sigue siendo un misterio en nuestros días.
-II-
Algo similar a lo acontecido con el trabajo biográfico de Cromwell escrito por Carlyle, les sucede a ciertos historiadores del presente, cuando tratan de biografiar a Lev Davidovich Trotsky (1879-1940), el gran dirigente de la revolución bolchevique (1917), asesinado por el dictador ruso Josef Stalin (1879-1953), en México, el 21 de agosto de 1940. Uno no acaba de sorprenderse de la tremenda masa informe de prejuicios, mentiras, deformaciones y simple maledicencia que todavía algunos historiadores, académicos supuestamente serios y respetados, siguen haciendo circular por esos mundos de Dios, con la evidente intención de sacar a Trotsky de la historia a cualquier costo.
La sorpresa es mayor cuando, solamente en el mundo editorial anglosajón, desde el 2003 se han publicado seis biografías y estudios biográficos de Trotsky, con diferente fortuna y con muy diversos impactos en el mundo académico y político [1]. Bien sabemos que, sobre todo después de 1991, la producción editorial en ruso, en español y en francés, junto a la mencionada en lengua inglesa, ha crecido de forma exponencial, para no acabar de sorprendernos sobre las abrumadoras masas de nuevos documentos que se vierten sobre una discusión que busca, ante todo, mandar al desván de los trastos viejos a uno de los revolucionarios e intelectuales más influyentes del siglo veinte. ¿Qué se busca con esta impresionante nueva oleada de biografías no sólo de Trotsky sino también de Lenin y de Stalin? ¿Hay algo nuevo en ellas, verdaderamente revelador sobre aspectos inéditos de los biografiados y de los acontecimientos históricos que les tocó vivir? ¿Hay una intencionalidad política de nuevo cuño en el estudio de procesos revolucionarios que tuvieron lugar hace casi cien años? Las respuestas a estas preguntas pueden tener múltiples texturas, pero sí hay algo que es irrebatible: el renovado interés por la figura de Trotsky es al mismo tiempo, un nuevo y vigoroso renacer del pensamiento revolucionario, inspirado en el marxismo, de sus figuras más connotadas y de los procesos sociales y políticos que les dieron sentido.
-III-
La recuperación del pensamiento y del quehacer revolucionario de Trotsky, pasa por la actualización y la puesta al día de uno de los cuerpos teóricos y prácticos de filosofía política más sólidos y consistentes del siglo XX. La teoría de la revolución permanente tiene hoy una potencia política inigualable, en vista de que muchos de los pronósticos hechos por Trotsky y la oposición de izquierda en la era estalinista, se cumplieron a cabalidad y generaron resultados imprevistos incluso para sus mismos creadores. Ahora bien, si el lugar de Trotsky en la historia del siglo anterior y en la de los movimientos revolucionarios de los últimos dos siglos no puede ser cuestionado fácilmente, ¿por qué han surgido tantas biografías y estudios políticos que buscan desnaturalizar ese lugar histórico ocupado con justicia por el revolucionario ruso? ¿Por qué tanto esmero en destruirlo política e históricamente?
En vista de que no pretendemos convertir este ensayo en una columna crítica bibliográfica de las obras mencionadas arriba, tampoco podemos dejar que se nos vaya la oportunidad de anotar que casi todas ellas, con la excepción del trabajo escrito por David North, pretenden «desmitificar» el papel histórico, político e ideológico jugado por Trotsky en un momento decisivo para el desarrollo civilizatorio de la humanidad, nos referimos a la revolución rusa. Son obras en las que se sostiene, particularmente en la de Service, que la gran biografía de Trotsky escrita por Isaac Deutscher, y publicada entre 1954 y 1963, creó un mito, una interpretación falsa y sin sustento histórico, de una persona la cual en realidad no jugó el rol protagónico que se le atribuye en dicha revolución. El historiador inglés, quien casi no cita a Trotsky para probar o desautorizar los argumentos de éste, ya fuera acerca de su papel en la revolución rusa, o de su ingente labor intelectual y como activista político, buscó servirse de cualquier instrumento cognitivo con tal de demoler, según él, el mito creado por los adoradores de Trotsky tales como Deutscher o Pierre Broué.
Trotsky y su obra política e intelectual nunca necesitaron de una defensa irracional o puramente visceral. Su enorme prestigio como escritor, como analista político y como historiador está fuera de toda duda. Una obra del calibre de Historia de la revolución rusa, seguirá siendo, les guste o no a sus biógrafos anglosajones, un punto de referencia ineludible para toda persona interesada seriamente en ese proceso que estableció la naturaleza social de la primera parte del siglo XX, de forma incuestionable. Así lo han demostrado investigadores de otro nivel y rango académico como Sir Edward Hallett Carr, quien también escribiera una de las historias de la Rusia soviética (1917-1929) más originales de los últimos cincuenta años.
Para los nuevos biógrafos de Trotsky, parece que las decenas de volúmenes escritos por él, así como los papeles, cartas y otros documentos dejados en custodia en las universidades de Harvard y Stanford, jamás hubieran existido, porque el manejo que hicieron de estas fuentes archivísticas fue tan superficial, que cualquiera termina sorprendido ante tanta frivolidad. Robert Service pretendía desmontar el mito construido por Deutscher y Broué, aunque ello significara tomar una obra como Mi vida y desvirtuar casi cada una de sus páginas, con valoraciones, juicios y comentarios llenos de sarcasmo, ironía y subestimaciones sacados del profundo odio que le inspiraba el biografiado, la cual es una de las contradicciones más absurdas en que pueda incurrir un historiador, pues se esperaría de éste cierto grado de empatía hacia el personaje sobre el cual está escribiendo.
El esfuerzo que han hecho estos biógrafos por abatir a Trotsky el revolucionario, el hombre, el intelectual, el político y el dirigente militar, es digno de encomio, en virtud de que la mayor parte de sus supuestos argumentos históricos reposan sobre rumores, prejuicios, interpretaciones mal intencionadas, e ideológicamente deformes. Se trata de estudios en los cuales todo lo que las ciencias históricas han avanzado durante los últimos dos siglos rueda por el piso. Ni aún la novedad y la riqueza de los archivos rusos abiertos después del colapso de la URSS en 1991, lograron que estos historiadores remontaran sus esquemas preconcebidos, y pudieran acercarse a la figura histórica del revolucionario ruso de forma reposada y serena.
Pero todo este penoso asunto es comprensible en un primer momento, porque la personalidad política de Trotsky genera pasiones, odios y rencores en todos aquellos que defienden no sólo al sistema capitalista como totalidad, sino también en quienes fueron responsables de haber destruido y malversado una de las revoluciones más radicales y profundas de que tenga registro la historia. Trotsky es también vilipendiado porque se atrevió a denunciar los crímenes de una dictadura que superó sus propios estándares de represión y despotismo, al firmar un pacto de no agresión con los nazis en 1939, dejando al mundo entero boquiabierto y congelado. Los crímenes de Stalin, que no fueron solamente perpetrados contra su propio pueblo, sino también que llegaron hasta China y España, y hacia todos esos lugares del planeta donde se impulsaran proyectos revolucionarios auténticos e independientes, fueron crímenes que respondían a un esquema ideológico y político perfectamente bien estructurado: se trataba de aniquilar a la revolución bolchevique, su herencia, sus mentores, sus resultados y promesas.
No obstante, Stalin buscaba demoler el socialismo como utopía, como posibilidad histórica. En ese sentido los estalinistas se sirvieron de toda la fuerza de que fue capaz su siniestra imaginación para aniquilar personas, instituciones, organizaciones obreras y partidos políticos, como lo demuestra su turbia participación en la guerra civil española entre 1936-1939. Los cuatro hijos de Trotsky (dos mujeres y dos hombres), su primera esposa y muchos de sus más cercanos colaboradores fueron asesinados o conducidos hacia el suicidio por los matones de Stalin, cuando el dictador se sintió amenazado por ellos. Hay que recordar que Ramón Mercader, el asesino de Trotsky pasó veinte años en una prisión mexicana, y luego fue recibido con beneplácito en la URSS, donde recibió el Premio Lenin, que se otorgaba solamente a los héroes y creadores de la revolución.
-IV-
Trotsky fue uno de esos héroes que produjo la revolución rusa. Para cuando la etapa heroica de esta revolución se había agotado, se agotó también el perfil heroico de Trotsky, y así le cedió terreno a una banda de inescrupulosos que, dirigidos por Stalin, estaban listos para asaltar el poder y saquear la revolución. Esta supuesta ingenuidad o soberbia de Trotsky, es muy bien utilizada por sus biógrafos de nueva generación, pues al poner el énfasis en las sinuosidades políticas de Stalin y sus seguidores, abultan la falta de malicia del primero, y tratan de pintarlo como un incompetente, un arribista y un individuo «eternamente quejoso y malhumorado» (el revolucionario eterno de Volkogonov). Cuando los marineros anarquistas se sublevaron entre 1918 y 1921, en Ucrania, lo que constituiría la primera amenaza seria contra el poder construido por los bolcheviques en Rusia, Lenin y Trotsky utilizaron todo el poder y la autoridad a su disposición para deshacerse de un proceso de radicalización de la democracia soviética, que no estaban dispuesto a tolerar, en virtud de las terribles condiciones que estaba sufriendo el pueblo ruso al final de una revolución y de una guerra civil cuyo costo humano y material ya eran enormes [2]. La represión de este movimiento, considerada por Trotsky una verdadera, pero necesaria tragedia, fue luego utilizada, no sólo por los estalinistas para llenar de estiércol el nombre de Trotsky y hacerlo aparecer como un verdugo, sino también por los historiadores posteriores, que, como hemos visto, han tratado de evitar que el fantasma de Trotsky los acose de nuevo, y con fuerzas renovadas.
Ahora, los sabihondos biógrafos se lucen de forma inadmisible. En una de las tantas ceremonias de presentación de su libro, Robert Service se soltó la tremenda boutade de que, si el zapapico de alpinista de Ramón Mercader no había realizado por completo la tarea, él esperaba haber aniquilado históricamente a Trotsky con su biografía. Este comentario, que destila vulgaridad por todos sus poros, no debería sorprendernos, porque la biografía de Service forma parte de una embestida del pensamiento reaccionario que busca demoler, con los recursos disponibles, a los grandes pensadores revolucionarios de todos los tiempos. Service, entre otras artimañas, se sirve de la autobiografía de Trotsky (Mi vida) para dejar escurrirse su mal disimulado anti-semitismo contra el pensador ruso, y, junto a la imponente cantidad de errores históricos que registra su libro, el autor se dedicó con buen sistema a mostrar su profunda antipatía por el biografiado, algo que, otros historiadores, a quienes no puede acusarse de trotskistas, o ni siquiera de marxistas, le han señalado [3].
A la mayor parte de estos escritores e historiadores anglo-sajones los ha poseído el sambenito de que, argumentando objetividad, dicen escribir sobre sus biografiados con la intención de recuperar el lado humano, histórico y muy personal de sus protagonistas. Lo mismo ha sucedido con la última biografía de Marx, escrita por el profesor norteamericano Jonathan Sperber, quien sostiene, entre otros grandes descubrimientos, que Marx pertenece al siglo XIX y que ahí debería quedarse [4]. En esta biografía también, como en las escritas sobre Trotsky y otros dirigentes y pensadores revolucionarios, se pone un gran interés en los aspectos racistas de los biografiados, dizque para recuperar el lado individual y cotidiano del personaje en cuestión. Si se consideraba a Trotsky, como a Marx, pensadores de «épocas remotas», porque dedicar ocho años de estudio e investigación y escribir un texto de más de quinientas páginas sobre un perro muerto.
Es que nada de este asunto es gratuito, en vista del importante auge que ha retomado el marxismo y el pensamiento revolucionario, luego de que el neoliberalismo mostrara su lado más oscuro y siniestro. Porque si Marx debiera quedarse en el siglo XIX, lo mismo podría decirse de Adam Smith y David Ricardo, los cacharros de jardín a quienes vuelven constantemente los teóricos e ideólogos más connotados del neoliberalismo. Es esa vigencia de Marx y de Trotsky, la que incomoda a los pensadores de la derecha conservadora, nostálgica de otras épocas y momentos cuando, por santas razones de Imperio, les era posible hacer y deshacer a su antojo en cuestiones políticas y económicas. Esta nostalgia imperialista hace que Robert Service y Jonathan Sperber quieran sepultar, de forma desesperada, no sólo a Trotsky y a Marx, sino a todos aquellos que todavía creen en las posibilidades reales del socialismo. Esta cuestión, como puede verse, no meramente académica, sino, por encima de todo, política.
-V-
Por esta razón, es decisivo, de enorme importancia releer a Marx, a Lenin, a Trotksy, porque en ellos se encuentran las cajas de herramientas requeridas, para entender por qué, aparentemente, de la noche a la mañana, un puñado de académicos conservadores, se dedica con tesón y disciplina a «desmitificar» un pensamiento revolucionario que todavía hoy los sobrecoge y los angustia. No es haciendo uso de recursos historiográficos decimonónicos, valga decir el chisme y el rumor infundados, como se adquiere objetividad en la construcción biográfica de un determinado personaje histórico, aunque el historiador de marras, diga servirse de los últimos recursos archivísticos, de acuerdo con lo que sostienen Service y Sperber en sus respectivas biografías. La cantidad de argumentos contra-factuales (léase contra los hechos), como los desarrollados por Service, solo revelan sus intenciones políticas ocultas. Hoy no tiene sentido preguntarse qué hubiera pasado si Trotsky y no Stalin, hubiera sucedido a Lenin en la construcción de la Unión Soviética. La biografía escrita por Service está repleta de esta clase de preguntas, cuando él sabía de antemano que las respuestas serían miríadas y no conducirían a ninguna parte. Sperber, por su lado, se dedicó a tratar de demostrar los prejuicios contra los negros que tenía Marx. ¡Qué desesperación tan ridícula por impedir que Marx les hale las cobijas durante la noche!
La reedición en el 2012 de Mi Vida, de León Trotsky, por IPS Editores de Argentina, obra escrita entre 1928 y 1929, es un acierto en toda la línea, pues forma parte de este esfuerzo notable por contrarrestar la nueva embestida procedente de una historiografía anglo-sajona que busca impedir, a toda costa, que el pensamiento revolucionario retome el vuelo, y le haga ver a la gente, la gigantesca pila de sufrimiento, explotación y humillación que trae consigo el sistema capitalista. Está visto que, ni aún con todos los recursos disponibles estas editoriales podrán opacar algo inocultable, es decir, la evidencia contundente de que el pensamiento y la acción revolucionaria han retomado un nuevo aire en algunos países de América Latina, pero sobre todo en la vieja Europa, cuna de las mayores revoluciones de que tenga memoria la historia humana.
La crisis capitalista en los países europeos como España, Grecia, Italia, Portugal, no puede esconderse escribiendo biografías difamatorias y distorsionadas sobre los grandes creadores del pensamiento revolucionario. Por más esfuerzos que hagamos para decirle al lector que Marx era un judío racista, víctima de todos los prejuicios del siglo XIX, y de que Trotsky era un judío iluso que pertenecía a la primera mitad del siglo XX, vamos a desviar la vista de ese mismo lector, ante el espectáculo que ofrece el sistema capitalista, en su avance a pasos agigantados hacia su propio vertedero.
Rodrigo Quesada (1952), historiador costarricense y catedrático jubilado de la UNA, Premio Nacional (1998) de la Academia de Geografía e Historia de Costa Rica. Ha publicado varias obras sobre historia económica y social de América Central y del Caribe. Su último libro se titula América Latina. 1810-2010. El legado de los imperios (San José, Costa Rica: EUNED. 2012) 430 páginas.
Notas:
[1] Ian D. Thatcher. Trotsky (Routledge. 2003) 240 páginas. Geoffrey Swain. Trotsky (Pearson Longman. 2006) 237 páginas. Robert Service. Trotsky (Harvard University Press. 2009) 600 páginas. Bertrand Patenaude. Trotsky. Downfall of a revolutionary (Harper Collins. 2009) 370 páginas. David North. In Defense of Leon Trotsky (Mehring Books. 2010) 190 páginas. Dmitri Volkogonov. Trotsky. The Eternal Revolutionary (The Free Press. 2006) 525 páginas.
[2] Lenin & Trotsky. Kronstadt (New York: Pathfinder. 1979).
[3] Joshua Rubenstein Leon Trotsky. A Revolutionary´s Life (Yale University Press. 2011) P.9.
[4] Jonathan Sperber. Karl Marx. A Nineteenth-Century Life (New York: Liverigth Publishing Corporation. 2013) 650 páginas.
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