La carta firmada por treinta y cinco prestigiosos psiquiatras norteamericanos y enviada al New York Times causó estupor en estos días,porque es escozor lo que está viviendo el mundo con la irascibilidad de las declaraciones del presidente Trump, quien parece desconocer que la política es, entre otras cosas, algo que requiere de la simbolización, de […]
La carta firmada por treinta y cinco prestigiosos psiquiatras norteamericanos y enviada al New York Times causó estupor en estos días,porque es escozor lo que está viviendo el mundo con la irascibilidad de las declaraciones del presidente Trump, quien parece desconocer que la política es, entre otras cosas, algo que requiere de la simbolización, de la negociación y de la tolerancia. No es el único Presidente que parece desconocerlo. Quisiera extenderme sobre el núcleo de las observaciones de esos expertos en salud mental, que se han saltado un código interno sobre la evaluación profesional de personalidades públicas, y lo han hecho, según explican, porque «este silencio ha resultado en un fracaso para prestar nuestra experiencia a periodistas preocupados y miembros del Congreso en este momento crítico. Tememos que está en juego demasiado para permanecer en silencio». Qué pena que hablen tan tarde, qué pena que el propio Trump sea una burla a sus pruritos en materia de neutralidad profesional.
Pero antes, me permito detenerme en otra noticia de esta semana, cuya fuente fue la portavoz de la cancillería rusa, María Zajárova, quien llamo la atención sobre la información que ahora confirma el Mando Central de EE.UU. (CENTCOM), admitiendo el uso de proyectiles con munición de uranio empobrecido contra la población civil siria e iraquí. Zajárova recordó que Rusia denunció ese hecho violatorio de todas las convenciones al respecto en octubre del año pasado, pero que la diferencia es que entonces «estaba al mando un equipo encabezado por un Premio Nobel de la Paz». Vaya esta digresión para tener en cuenta que Trump, con toda su alienígena carga negativa, al mismo tiempo revela lo que los buenos modales demócratas no sólo callaban, sino lo que hacían. Esa es la basura que el capitalismo norteamericano ya naturalizó, y no sé qué opinarán esos psiquiatras sobre un Nobel de la Paz que invade países y aplasta a poblaciones civiles con armas prohibidas, es decir: si no consideran a los sirios y a los iraquíes también como personas que piensan diferente a un presidente norteamericano.
El núcleo al que me refería antes es el que señala, en el curso de la carta, que «el discurso y las acciones del señor Trump demuestran una incapacidad para tolerar opiniones diferentes a las suyas, lo que le lleva a reacciones de rabia. Sus palabras y conductas sugieren una profunda incapacidad para sentir empatía. Los individuos con estos rasgos distorsionan la realidad para adaptarla a su estado psicológico, atacando a los hechos y a quienes los transmiten». Terminaban diciendo «Creemos que la grave inestabilidad emocional indicada por el discurso y las acciones del señor Trump lo hacen incapaz de servir con seguridad como presidente». La carta fue también publicada en el blog personal de uno de los firmantes, el doctor Lance Dodes, analista emérito del Instituto de Boston y antiguo profesor de psiquiatría de Harvard. Es decir, hay algo más de fundamento que cuando teníamos por acá que escuchar las peroratas del síndrome de hubris.
Es interesante que se comience a hablar en términos de empatía o de hostilidad para explicar fenómenos políticos basados en mecanismos que se hunden en la psiquis de millones de personas y que hacen palanca sobre la necesidad de deshacerse del otro a cualquier precio y a localizar en el otro una amenaza. Para lograr sus objetivos, y lo hacen, deben quebrar cualquier impulso de empatía en sus audiencias. Con sus grandes dispositivos, logran clausurar un aspecto vital en quienes dejan que les destruyan sus posibilidades de empatizar con quienes los rodean. La empatía es precisamente la emoción básica que abre la grieta mundial. La fascinación que despierta Trump en amplios nichos racistas, homofóbicos, patriarcales, violentos, es precisamente la exhibición obscena de su falta de empatía. No es que su electorado no se dio cuenta. Lo votó por eso.
Más allá de creer, como dije al principio, que el análisis que se hace en esa carta sobre Trump es un acto valiente pero tardío, también es políticamente corto. Por eso di el ejemplo de los misiles con uranio empobrecido usado contra civiles que Obama negaba y ahora Estados Unidos confirma. Porque si hablamos de la empatía, hay que ir al hueso. Precisemos. Empatía siente el amigo por el amigo, los amantes entre sí, los miembros de una familia. Pero de lo que se trata es que ese sustrato emocional de contención y de acercamiento hospitalario sea el pulso de las relaciones sociales. Necesitamos como el aire sociedades más empáticas, y gente que sea capaz de ponerse no sólo en el lugar de alguien que conoce, sino de alguien que sufre lejos, en el de cualquiera que sufra. La empatía es una resistencia al dolor ajeno, y un impulso para modificarlo y hacerlo cesar.
No es solamente Trump, ese síntoma extraño, ese grano visible el que carece de empatía. Ahí hay un sistema entero fracasando. Un sistema capaz de hacer lo que sea necesario para mantenerse hegemónico. Un sistema complejo, porque en él también suceden cosas que nos hablan de la fuerza contraria, de la imperiosa necesidad de empatía que necesitamos las criaturas humanas para que la supervivencia del planeta continúe y para que nuestras propias vidas sean mejores. Decenas de veteranos de todas las guerras norteamericanas han decidido unirse como escudo de protección para los sioux de la Reserva Standing Rock, en Dakota, y defender a ese pueblo de los guardias armados de las empresas petroleras que ya tienen el visto bueno de Trump. Algunos de esos ex soldados que combatieron en Irak o Afganistán, dijeron que esta decisión es una especie de «sanación», porque «por fin hay militares estadounidenses que llegan al territorio de los sioux para ayudarlos, y no para atacarlos».
Hoy hay dos voces que portan los discursos dominantes y en pugna en este momento crucial de la historia, porque un rapto enloquecido podría acabar con todo y con todos muy pronto. Una es la de ese inestable emocional que no soporta que lo contradigan, y que quiere que los mexicanos se paguen su propia exclusión. La otra es la del Papa, que de una y mil maneras aboga diariamente a favor de la empatía, con los refugiados, con los indígenas, con las mujeres, con los pobres, con las víctimas de la trata, con los abusados, con los descartados. Un discurso expulsa y el otro invita a la hospitalidad. ¿Qué hacemos con el otro, que quiere negociar, que quiere algo de lo que tenemos porque a él se lo sacaron, que habla en un idioma que no entendemos, que tiene costumbres que no nos gustan? ¿Lo eliminamos o lo conocemos? Incluso desde el punto de vista de la seguridad, de los sistemas económicos, del diseño del mundo, ¿qué hacemos? ¿Lo perseguimos, lo bombardeamos, lo espiamos, lo acribillamos, o intentamos abrirnos a una asociación? ¿Respetamos la vida o invadimos Yemen o Irak? ¿Se puede creer que alguien respeta la vida porque es antiabortista pero apoya políticas de exterminio en países lejanos? ¿Concebimos un mundo para todos o le tiramos a la cabeza al que ponga un pie cerca de nuestra propiedad privada? Es la pregunta del principio de los tiempos.