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Uber, tras la pista del dinero

Fuentes: El Salto

La empresa Uber, a la que algunos inversores han llegado a llamar «estafa piramidal», se financia gracias a fondos de inversión y otras empresas tecnológicas tras las que también se encuentra Arabia Saudí.

Concentración de taxistas contra Uber en Portland en el año 2015. Foto Aaron Parecki

El futuro del transporte en las ciudades no es tan hermoso como lo pinta la plétora de expertos en marketing al servicio de las firmas tecnológicas. De hecho, tratar de «poner el mundo en movimiento» ha llevado a Uber a registrar las mayores pérdidas en su breve historia (5.236 millones de dólares, entre enero y junio), a contemplar cómo se desacelera su crecimiento y a levantar sospechas entre los inversores sobre su capacidad para generar rentabilidad a largo plazo.

Las dudas sobre esta firma pueden remontarse hasta su primer ejercicio en los mercados bursátiles. Cuando sonó la campana que marcaba el cierre de la bolsa en Nueva York, el valor de Uber en su primer día era mucho menor de los 120.000 millones de dólares estimados por Wall Street (en efecto, es la banca quien aún la mantiene al alza). Entonces las acciones de Uber se colocaron en 41.57 dólares, adquiriendo la empresa un valor de 76.000 millones. En teoría las salidas a bolsa de las startups son un buen momento para que los inversores privados obtengan ganancias sobre su inversión inicial mediante primas, pero Uber, al contrario que Facebook, Amazon o Airbnb en su momento, no generó beneficios al capital financiero que respalda su expansión mundial. Desde luego, el circuito del dinero es distinto a como lo describiera Marx.

Si la revolución industrial desplazó el coste de las infraestructuras ferroviarias a los incipientes Estados capitalistas europeos, la transformación digital ha colocado a los fondos multimillonarios asiáticos en el origen del desarrollo tecnológico. El ejemplo más notable es Softbank, una compañía de telecomunicaciones que cotiza en Tokio con unos beneficios operativos cercanos a los 9.000 millones de euros gracias a los 372.000 usuarios que pagan por sus servicios. Dado estos enormes flujos de caja, los cuales le permiten obtener un poder enorme sobre los mercados extranjeros, Softbank creó hace dos años un vehículo de inversión llamado Vision Fund. Un ejemplo: Softbank también ha entrado en el accionariado de los competidores directos de Uber: casi dos mil millones en Didi (China), la misma cantidad que en Grab (Sudeste asiático), 250 millones en Ola (India) y 100 millones en 99 (Brasil). El objetivo parece sencillo: conquistar el mercado mundial del transporte.

Dirigido por Masayoshi Sun, quien fundó Softbank con 24 años, este gigante financiero ha invertido en más de 81 compañías tecnológicas, muchas de ellas ubicadas en Silicon Valley, y se ha convertido en el principal accionista de Uber, con un 15 por ciento (antes de su salida a bolsa). Huelga señalar un dato: la mitad de los 100.000 millones de dólares con los que cuenta para invertir en el sector tecnológico durante los cinco próximos años ( toda la industria de capital de riesgo recaudó solamente 55.000 millones de dólares en total el año pasado ) proceden de Arabia Saudí.

Por otro lado el Gobierno saudí (vinculado con el asesinato del periodista Jamal Khashoggi) ha creado a su vez un fondo soberano propio para invertir en el sector tecnológico. De hecho, en 2016 gastó directamente tres billones y medio de dólares en una participación del 5% en Uber. A modo de matiz: las conexiones entre Estados Unidos y Arabia Saudí no se limitan a la industria tecnológica, ni siquiera a la venta de armas. Durante un viaje oficial de Donald Trump al país, el fondo anunció una inversión de 40.000 millones de dólares en un proyecto de infraestructuras en colaboración con BlackStone (el que más operaciones mueve en España con la compraventa de ladrillo y suelo). Por su lado el Departamento de Justicia estadounidense respondió autorizando la fusión entre T-Mobile y Softbank, que tiene a la propiedad del 80 por ciento de la infraestructura de telefonía estadounidense.

No es ningún secreto: detrás de los viajes baratos en Uber se encuentra la ambición de los fondos billonarios por explotar el suelo sobre el que se erigen las ciudades, cada vez más sometidas a los procesos de valoración que impone el capital financiero. A continuación, un breve recorrido cronológico sobre el vínculo entre la gran banca y las grandes tecnológicas.

Tras la fase de captación de inversión que inició su fundador Travis Kalanic con una cantidad de 200.000 dólares, Uber consiguió en solo dos años 37 millones de dólares. Monlo Ventures, Goldman Sachs y el propio Jeff Bezos hicieron posibles los ambiciosos planes de Kalanick: expandirse a dos ciudades al mes. «Los servicios ofrecidos a los ciudadanos eran los mismos que hace 50 años. Ahora la tecnología está disponible para ofrecer un tipo diferente de servicio a los usuarios», señaló cuando sólo tenía 60 coches circulando en la carretera.

Aquellas avenidas europeas preñadas de barbarie serían recorridas por Uber algunos siglos después para extraer todo tipo de datos sobre la experiencia de los ciudadanos en las urbes modernas y después conquistar los futuros mercados del transporte. Como ha señalado Toni Norfield, esta es una «visión parasitaria» por la cual una suerte de rentistas tratan de asegurarse grandes beneficios financiando el aumento en la escala de las compañías que tienen como eje las tecnologías de las comunicaciones. Dado que el coste de levantar la plataforma es prácticamente independiente del número de usuarios que la utilicen, a medida que penetre en más ciudades, menores serán los costos por cliente y, por tanto, los ingresos crecerán.

Por este y otros motivos, muchos grandes capitales, que tras la crisis necesitan poner su dinero a circular, se han subido al unicornio californiano en los últimos años. Desde 2014 hasta 2016, Uber recaudó 17.000 millones de dólares procedentes de inversores de lo más variopintos. Gestores de activos financieros como BlackStone, bancos de inversión entre los que se encuentran Goldman Sachs, Citigroup, Barclays o Morgan Stanley, fondos más reducidos como Sherpa Capital, empresas asiáticas como Baidu o Tata, e incluso fondos directamente vinculados al Gobierno de China, a saber, Guangzhou Automobile Industry Group. Incluso la empresa de medios Axel Springer obtuvo una participación en 2017 (al igual que lo hizo cinco años con Airbnb).

Una década después de lo que Adam Tooze denominara «la primera crisis global», provocada por buena parte de los inversores de Uber, el capital financiero ha fluido hacia Palo Alto. En 2018, la compañía californiana recibió una nueva inyección de 9.000 millones; la mayoría procedieron de SoftBank, el resto de un consorcio de inversores que incluían a su competidor chino Didi, Tencent y Sequoia Capital. Un dato paradigmático: un año anterior había perdido exactamente la mitad de esa cantidad. Estamos ante una suerte de fraude, camuflado gracias a distintos foros sobre el futuro de la movilidad en las ciudades.

El inversor Hamish Douglas llegó a denominar la estrategia de recaudación de capital de Uber un «esquema ponzi». Esto es, una estafa piramidal por la cual los primeros inversores reciben sus ganancias una vez que entra el capital de los últimos. Un ejemplo: Goldman Sachs ha participado en tres rondas de inversión de Uber (2011, 2015 y 2016). Independientemente de cómo le llamemos, y pese a que WeWork es un ejemplo más preciso de la pirámide Ponzi, el capitalismo digital es capitalismo financiero con mejores teléfonos móviles.

Un ejemplo algo menos mediático. En abril, Arabia Saudí anunció que había entrado en conversaciones con la gran banca para recibir un préstamo de 8.000 millones de dólares que le permitiera continuar con sus inversiones. La realidad es que Citigroup, Goldman Sachs y Morgan Stanley (todos inversores de Uber), junto con JPMorgan o HSBC (responsables del gran robo financiero de 2008) ofrecen capital barato para soportar el enorme gasto de Arabia Saudí en OVNIs financieros del estilo de Softbank, que a su vez soporta las enormes pérdidas de Uber, quien sigue teniendo una valoración sorprendentemente elevada en el mercado.

Digamos que uno de los países que más se ha beneficiado de las dos últimas crisis capitalistas (en la primera, gracias a sus reservas de petróleo; en la segunda, invirtiendo las ganancias derivadas en comprar deuda) coloca ahora sus activos líquidos como garantía para emprender sus planes de diversificación. Uber sólo es la punta del iceberg de «la economía de la turbulencia global» (Akal, 2009), como la denominara Robert Brenner. Arabia Saudí, para tratar de reducir su dependencia sobre el gas y el petróleo (supone casi la mitad de su PIB), aprovecha que desde 2008 las tasas de interés se encuentran estancadas, o en cifras negativas, para crear un fondo de inversión en el marco de su plan Saudi Vision 2030 y extraer enormes retornos sobre su inversión en el sector tecnológico.

La nueva estrategia saudí es entrar en las compañías tecnológicas capaces de privatizar los nuevos servicios públicos como la salud o la educación digital, explotar aún más las infraestructuras de las ciudades e integrarse en los mercado de la recreación o el turismo. O, simplemente, infestar de dinero a empresas que favorecen a sus intereses estratégicos. Por ejemplo, el pasado miércoles, SoftBank invirtió 110 millones de dólares en la startup de energía renovable suiza Energy Vaul, que utiliza un sistema similar a la de las plantas hidroeléctricas, pero reemplazando el agua con una torre de ladrillos que almacena energía de fuentes solares y eólicas, no fósiles. Además de ganar dinero a largo plazo con la transición energética, esta tecnología solucionaría los problemas de abastecimiento de agua en Arabia Saudí, que carece del recurso.

¿Qué pasará cuando utilice las nuevas tecnologías que financia para solucionar otro tipo de problemas, si quieren políticos, relacionados con la oposición a su régimen? A este respecto, el ejemplo más quijotesco son los planes del príncipe heredero saudita Mohammed bin Salman para construir una ciudad-estado en las lindes de su reino que supere a cualquier otro centro urbano existente, tanto en opulencia como en última tecnología.

Sus planes pasan por invertir 500.000 millones de dólares en un plan urbano para crear una ciudad-estado, al más puro estilo ‘The Jetsons’, llamada Neom en la que existirían coches voladores, dinosaurios robotizados y una nube de inteligencia artificial. Bienvenidas a la posmodernidad en la era de la geoingeniería, las cámaras de reconocimiento facial y los sensores ubicuos que monitorean a los disidentes en cada momento.

Estas distopía en la que las tecnologías sirven a sistemas totalitarios puede sonar lejana (tanto como los 7.000 kilómetros que tantas empresas españolas recorren para llegar al territorio saudí), pero si Uber pierde tanto dinero en parte es porque ha invertido ingentes cantidades en hacerlo posible. Claro que en las hojas contables aparece como gastos en capital fijo.

En 2018 Uber destinó 457 millones (un tercio de su gasto total en investigación) a desarrollar las tecnologías que marcarán el futuro del transporte urbano, sea pedestre (vehículos autónomos), o aéreo (aviación, con un helicóptero llamado VTOL). De un lado, las últimas noticias que nos llegan son que Uber ha anunciado, en colaboración con Volvo, la tercera generación de un que coche que por primera vez podrá funcionar sin un humano detrás del volante (el modelo SUV XC90). De otro, en el marco de un partenariado con Aurora Flight Sciences (compañía subsidiaria de Boeing) y otras cinco firmas, Uber (gracias a su partenariado con la NASA y AT&T para usar redes 5G) ofrecerá la movilidad urbana aérea como servicio en ciudades como Melbourne, Dallas o Los Ángeles en 2023. El mercado será grande, (Francia ha anunciado que implementará estos vehículos para lidiar con las olimpiadas), los competidores escasos (sólo Boeing, en colaboración con Rolls -Royce ha anunciado planes de ambición similar).

Desde luego la industria cultural que nos ha acercado a esta realidad (juegos tan macabros como el GTA Vice City o refinadas ficciones como Regreso al futuro) no nos permite entender la complejidad de la cuestión a la que nos enfrentamos. Tampoco la filosofía económica de Tomás de Aquino, a quienes algunos en la academia han invocado para quejarse de que los modelos de aumentos de precios de Uber no se justifican de acuerdo a los principios éticos. Más bien, como alguien señalara en palabras de Giovanni Arrighi, la visión de futuro de esta firma implica monopolizar el territorio y eliminar a los trabajadores precarios. Así, tras «convertir el terreno en capital», «sentar las bases para una nueva forma de financiarización».

No cabe duda que plataformas como Uber pueden resultar un vehículo perfecto para automatizar el neoliberalismo. De hecho, existen ejemplos de sobra conocidos en cuanto a cómo han profundizado en la desregulación laboral que iniciaron dichas políticas (el más reciente, con el fin de engrosar su futuro «ejército industrial de reserva», ha iniciado conversaciones para comprar la española Glovo«) o la manera en que extienden las finanzas hacia el cuerpo social (el BBVA ya ofrece una tarjeta de débito especial que permite a los conductores de Uber acceder a préstamos o recibir descuentos en gasolina y además la firma colabora con Facebook para lanzar su nueva moneda Libra). Sin embargo, no son tantos quienes alertan de que el objetivo último de Uber es extender el dominio de las finanzas sobre los servicios públicos.

Una comparación obscena: Uber es una empresa de transporte que en su salida a bolsa recaudó una inversión privada similar al presupuesto público que destina el Ministerio de Fomento a esta materia. Sus presupuestos fueron objeto de importantes recortes durante los años posteriores a la crisis. Ocurrió en 2010 con el objetivo de que España se sometiera al Plan de Estabilidad del euro. Entonces Rafael Simancas advirtió desde la oposición de que ello destruiría 170.000 puestos de trabajo. La situación, ahora que gobierna su partido, no ha cambiado: el Ejecutivo debe seguir la senda de los recortes y políticas conservadoras. Lo único que ha cambiado son las tecnologías que permiten implementarlas.

En cierto modo, los medios de automatización que desarrolla Uber gracias al dinero de los fondos extranjeros podrían contribuir al ahorro de muchos gobiernos, endeudados, obligados a cumplir con los techos de gasto de por vida y reducir costes superfluos (Masayoshi Son ha advertido de que en 30 años los robots reducirán el coste económico humano). También inhibirlos a levantar infraestructura digitales propias o diseñar políticas de movilidad públicas (a día de hoy, vanguardistas). A este respecto, los foros más socialdemócratas llevan cuatro años aconsejando a los burócratas usar las tecnologías de esta empresa para poner límites algorítmicos a la cantidad de conductores en carretera durante los tiempos de congestión y modernizar el transporte.

Egipto, otro país caracterizado por la represión, trata de acceder a los datos de Uber para reducir la congestión o calcular los precios de la gasolina. Denver, Boston y Sydney ha integrado sus servicios públicos de transporte en la aplicación. Muchas otras ciudades dependen de la plataforma para asegurar la movilidad de sus ciudadanos, ya sea debido al dominio de la empresa sobre los patinetes eléctricos, los coches, autobuses e incluso trenes (SNFC, empresa pública francesa, ya trabaja con Uber para que los pasajeros acudan del punto A al B tan solo pulsando un botón, el sueño de su CEO Dara Khosrowshahi).

En suma, todos estos fondos de inversión están esperando que Uber haga dependiente de sus servicios a buena parte de las ciudades del mundo para después ofrecer la movilidad o el transporte como un servicio privado mediante todo tipo de tecnologías de última generación. ¿No sería mejor diseñar servicio públicos que innovadores a la hora de conectar digitalmente a los ciudadanos de manera sostenible, eficiente y a través de un tejido público de empresas de transporte? En efecto, que esta última sea la realidad en las ciudades del futuro es una decisión política, aunque no sea una pregunta que se hagan los partidos de izquierdas, como Podemos. Ello implicaría estrategias mucho más ambiciosas para atacar la movilidad del capital financiero que posar ante las cámaras en las manifestaciones que el sector del taxi ha protagonizado.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/uber/uber-tras-pista-dinero