El nuevo «desorden global» adopta la forma de una confrontación muy parecida a la del período de entreguerras del siglo XX, salvo por una diferencia crucial. Antes, el conflicto enfrentaba a dos revoluciones: una fascista y otra comunista, que el capitalismo amenazado trataba de cooptar o frenar a su favor. Ahora, en cambio, no hay […]
El nuevo «desorden global» adopta la forma de una confrontación muy parecida a la del período de entreguerras del siglo XX, salvo por una diferencia crucial. Antes, el conflicto enfrentaba a dos revoluciones: una fascista y otra comunista, que el capitalismo amenazado trataba de cooptar o frenar a su favor. Ahora, en cambio, no hay ninguna alternativa real al capitalismo. Los límites de la imaginación son el mercado o la propia comunidad identitaria.
El conocido paleontólogo Stephen Jay Gould formuló en los años 90 del siglo pasado la teoria del «equlibrio puntuado», que se ajusta a los registros fósiles mejor que el ortodoxo gradualismo darwiniano. Este modelo describe largos periodos de estasis o estabilidad de las especies biológicas bruscamente «puntuada» por breves períodos de cambios rápidos, intensos y decisivos; a escala geológica, por supuesto, los períodos de estabilidad duran millones de años mientras que los de cambio abarcan decenas de miles, cifras en cualquier caso insasibles para la imaginación humana. La vida evoluciona a trompicones, alternando las largas siestas (compuestas, eso sí, de luchas y tumultos) con los acelerones trágicos y las catástrofes vertiginosas. Añadamos que en este modelo ni la estabilidad ni el cambio concentran mayor verdad, justicia o progreso natural que su contrario.
Si se nos permite la licencia de extrapolar este modelo a la escala antropométrica, podríamos decir que la historia humana se comporta de la misma manera. La última siesta de la historia se llamó Guerra Fría y, como para confirmar que estabilidad y paz no son sinónimos, produjo cien guerras y millones de muertos; contenía, en todo caso, una regla geopolítica y social que, a partir de 1990, se ha ido descomponiendo muy deprisa. Algunas veces lo he contado de esta manera: el rápido deshielo de la Guerra Fría, puntuado de reivindicaciones democráticas a nivel mundial (las «revoluciones de colores», sí, pero también el ciclo progresista latinoamericano) tuvo su última expresión en el «mundo árabe», congelado desde la Segunda Guerra Mundial, donde se habían atrincherado las últimas dictaduras del planeta. En respuesta a la larga sacudida popular de 2011 -de Marruecos a Bahrein- distintas «contrarrevoluciones» enfrentadas entre sí acabaron chocando en Siria, con un enfrentamiento multinacional por vía interpuesta que reveló la debilidad de EEUU como potencia hegemónica y abrió paso a un «nuevo desorden global». Tiene razon el intelectual sirio Yassin Al-Haj Saleh cuando insiste en la centralidad de Siria en este acelerón y desplazamiento de marco geopolítico, y no sólo por los cambios que ha introducido sino por los que ha iluminado: de algún modo hacía falta la «guerra siria» para que tomáramos nota de las esperanzas fallidas y de las transformaciones ya acaecidas.
Este nuevo «desorden global», que ha restablecido en el «mundo árabe», bajo formas nuevas, el viejo círculo vicioso y sin salida (dictaduras/ intervenciones/ yihadismo), ha revelado asimismo la crisis política y civilizacional de Europa y de los EEUU y ha invertido el impulso popular democrático de 2011 en un proceso de des-democratización general que, con la elección de Donald Trump como presidente de EEUU, parece cerrar definitivamente un ciclo e inaugurar otro dominado ahora por el autoritarismo, la contracción identitaria y la erosión dramática de los Estados de Derecho. La transición rapidísima, preñada de otros mundos posibles y fallidos, ha desembocado -también muy deprisa- en un marco nuevo en el que todo lo que aún nos resulta familiar es peligroso y todo lo que nos resulta desconocido es por eso mismo amenazador.
En términos geopolíticos podemos decir que la tentativa de aplicar los viejos esquemas de la Guerra Fría a un estallido cuya lógica era puramente interna dañó al mismo tiempo las esperanzas populares y la fortaleza de las potencias implicadas. Todas ellas reaccionaron con los atavismos reflejos de la política de bloques y, si echaron por tierra los cambios democráticos en la región «árabe», lo hicieron a costa de la propia estabilidad interna y externa en un mundo privado de pronto de verdadero hegemón. El caso, por ejemplo, de la América Latina progresista es ejemplar: en la periferia de un conflicto en el que siempre fue a remolque, abandonó a los pueblos en rebeldía para alinearse de manera instintiva en un «bloque» que no existía ya y que esa misma rebeldía cuestionaba. El posicionamiento de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Cuba, etc. al lado de los dictadores «anti-imperialistas» no sólo facilitó en Oriente Pŕoximo la respuesta contrarevolucionaria de los «imperialistas» sino que aceleró en el continente americano el fin del llamado «ciclo progresista». El marco nuevo en el que hoy celebran sus cumbres Putin y Trump o Maduro y Erdogan es un mundo fluido y casi subatómico en lo que atañe a las alianzas y muy pétreo, uniforme y sombrío en su calidad democrática. En lugar de bloques hay cristales caleidoscópicos muy provisionales; en lugar de «socialismo del siglo XXI» tenemos retoños inquietantes del siglo XIX. Como he escrito otras veces, estamos retrocediendo más de cien años, a los comienzos de la centuria pasada: nos enfrentamos a un Weimar global de conflictos inter-imperialistas no ideológicos, como en la Primera Guerra Mundial, pero ahora con armas de destrucción masiva, crisis ecológica y nuevas tecnologías que aceleran los cambios al mismo tiempo que promueven la iusión de cambio como motor a su vez de nuevos cambios.
Si dejamos a un lado los pueblos, el gran perdedor de este acelerón es Europa. Tanto la des-democratización como la reconfiguracion caleidoscópica de las alianzas debilitan la posición semi-hegemónica de Europa. El Bréxit, la guerra comercial desde EEUU, la rusofobia institucional y el destropopulismo neofascista amenazan la existencia misma de la UE y condenan a Europa a un papel cada vez más periférico. La respuesta, estrictamente neoliberal y crecientemente autoritaria, acelera esta disolución entrópica. Habría que detenerse en un minucioso análisis económico y antropológico, pero la cuestión decisiva es ésta: en algún sentido la «regla de cambio» gouldiana que regía la historia de Europa desde 1789 se ha quebrado. Por contarlo de una manera sencilla y banal, podemos decir que desde hace doscientos años la juventud europea transformaba -o intentaba transformar- la sociedad cada treinta años a través de una triple experiencia: una guerra, una revolución y un movimiento poético. Los movimientos poéticos han desaparecido en el seno de las nuevas tecnologías, cuyo proceso constituyente ininterrumpido hace imposible la mínima estabilidad que necesita todo estilo y toda ruptura estética con el pasado. En cuanto a las guerras, que vuelven a lamer la periferia (primero los Balcanes, ahora Ukrania), el esfuerzo que se ha hecho por mantenerlas fuera es inseparable de la experiencia misma de la UE, pero también ahora de su quiebra. Por fin y respecto de la revolución, el modelo «francés» dominante durante dos siglos murió precisamente en Francia en 1968. Quizás esta muerte sea buena además de inevitable -la discusion sería larga y no nos pondríamos de acuerdo- pero lo cierto es que la «regla de cambio» no es ya la histórica que asociaba juventud a revolución. En los últimos cncuenta años la juventud europea ha quedado absorbida en el imaginario del mercado al mismo tiempo que expulsada del mercado laboral, contradicción que hace tan necesaria como imposible la revolución; y que -por cierto- deja fuera de juego a la izquierda, al menos a la realmente existente, en la construcción de cualquier nuevo marco de transformación que excogitemos.
En ausencia de «regla de cambio» que haga efectivo el cambio social que la crisis demanda, la des-democratización de Europa -y de buena parte del mundo- adopta la forma de una confrontación muy parecida a la del período de entreguerras del siglo XX, salvo por una diferencia crucial. Hace noventa años el conflicto enfrentaba a dos revoluciones, una fascista y otra comunista, que el capitalismo amenazado trataba de cooptar o frenar a su favor. Hoy no hay ninguna alternativa real -ni buena ni mala ni regular- al capitalismo y tampoco ninguna revolución en marcha. O mejor dicho: la única revolución real es precisamente la del neoliberalismo, con la devastación de los territorios -colectivos e íntimos- que acompaña su ininterrumpido proceso constituyente; y la única alternativa real al capitalismo es la de una demanda de seguridad, muy conservadora e identitaria, de la que se han apropiado los destropopulismos y los neofascismos. Frente al capitalismo y sus horrores, los europeos no quieren democracia ni Estado de derecho; los europeos no quieren tampoco Europa; no quieren desde luego una revolución socialista o un «hombre nuevo»; quieren seguridad y bienestar en los límites de su imaginación. ¿Y cuáles son los límites de su imaginación? El mercado y la propia comunidad identitaria (nación, barrio o militancia especializada).
En resumen: desde un punto de vista geopolítico, a los bloques ha sucedido un desorden global caleidoscópico de conflictos inter-imperialistas sin ideología; en términos políticos una confrontación entre revolución capitalista y comunitarismo destropopulista que alimenta, cualquiera que sea el resultado, la des-democratización global y deja fuera de juego a la izquierda, tentada unas veces por el progresismo neoliberal y otras por el comunitarismo autoritario. La batalla que se ha perdido es la de los límites -materiales- de la imaginación.
Fuente: http://nuso.org/articulo/un-desorden-global-sin-alternativas/
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