En este artículo el autor reflexiona sobre el resultado de las elecciones del 2 de octubre, echando una vista atrás… y al futuro.
La paridad en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil obliga a una segunda ronda en cuatro semanas (el 30 de octubre), postergando así el camino de restauración de la democracia, de reconstrucción y desfascistización del país. Para ganar en primera vuelta, el ex presidente Luiz Ignacio Lula da Silva necesitaba más del 50 por ciento de los votos para dejar en el camino al actual mandatario, el ultraderechista Jair Bolsonaro: le faltó poco más del dos por ciento.
Esta vez la oligarquía, la derecha, logró evitar, o al menos postergar, el retorno de Lula a la presidencia, aunque entre las hipótesis que se manejan para el futuro mediato también están las de un golpe de Estado militar o un atentado contra la vida del candidato progresista, el ex presidente Lula, quien ganó la primera vuelta por un diferencia estrecha, en un escenario de altísima polarización que las encuestas previas no dibujaron.
¿Y ahora qué? El ultraderechista Jair Bolsonaro tomó segundos aires. El lulismo tratará ahora que los candidatos de centro (Simone Tebet y Ciro Gómez, que juntos suman alrededor del 7 por ciento de los votos), eliminados en la primera vuelta, ofrezcan su apoyo a Lula, pero eso no es para nada seguro.
Para cualquier análisis de futuro hay que partir de la realidad, porque la sociedad brasileña no es la misma que la de hace 19 años, cuando aquel ex obrero metalúrgico de Sao Bernardo do Campo y dirigente de la Central Única de Trabajadores (CUT), conduciendo una ola de esperanza, llegó al gobierno. ¿Y al poder?
Mucho pasó en estas últimas dos décadas. Las urnas demuestran que los más pobres de los pobres de las periferias urbanas no necesariamente votaron por el PT y su candidato. Y como demostración de eso, difícil será gobernar con una minoría en el legislativo.
Apuntemos en ese ciclo la politización de las iglesias evangélicas –que tomaron el lugar que los curas católicos fueron abandonando-, el uso de las redes sociales como formador del imaginario colectivo y movilizador de masas y la crisis que fortaleció a la extrema derecha ante un centroizquierda que se quedó sin mensaje.
En la última década, ni Lula ni el Partido de los Trabajadores, pleno de intelectuales, lograron elaborar una propuesta acorde a las realidades. Solo se parapetaron detrás de la (¿mítica?) figura del cacique y se abstuvieron de hacer la autocrítica necesaria y forjar cuadros capaces de gobernar el país. A la derecha no le interesó presentar propuestas: se conformó con atacar impiadosa y continuamente a Lula.
Lula jugó en la campaña para la primera vuelta con el recuerdo del pasado –de “no meu governo”-, de aquel tiempo donde había esperanza. La estrategia fue construir una alianza que confrontara democracia contra neofascismo, escapando así de la polarización tradicional de izquierda contra derecha.
Hoy podemos hablar del ciclo lulista, contando los dos gobiernos sucesivos de Lula entre 2003 y 2010 y el primero de Dilma Roussef, donde Brasil gozó de estabilidad política, crecimiento económico, notables avances de inclusión social, tanto material como simbólica: 35 millones de personas superaron la pobreza para ingresar a la nueva clase media durante estos gobiernos.
No obstante, durante los gobiernos lulistas no se avanzó en una reforma política (lo intentó Dilma Rousseff, y de hecho fue uno de los motivos de su caída). Dilma, que se promocionó como heredera de Lula, llevó a Michel Temer de vicepresidente. Cuando llegó el momento, Dilma fue desplazada del poder mediante un juicio político parlamentario amañado, teñido de irregularidades. Apenas unas manifestaciones públicas como reacción.
Todo tiene su contraparte. La alianza con las grandes empresas le impidió avanzar en una reforma impositiva progresiva que cambiara la distribución del poder; la legislación laboral, salvo en el caso del empleo doméstico, se mantuvo inalterada, y las ganancias del sector financiero batieron todos los récords. Pero también desde el poder se alentó una desmovilización de la militancia.
La enorme elección de Bolsonaro (43%), empaña la victoria de Lula, que quedó a apenas a dos puntos del 50%, y le da aires al actual presidente para coquetear con lo que amenazó durante su campaña: golpes militares y desconocimiento de resultados, en caso de que no le gusten. Empieza la previa al alargue que se jugará en cuatro semanas, cuando el debate será solo contra Bolsonaro, y no de seis candidatos contra él.
Además, cuando Lula empiece a gobernar de nuevo, es cierto que lo hará en el contexto de una segunda ola progresista en Latinoamérica, pero Lula gobernará sin sus “socios” de principios de siglo, Hugo Chávez, Evo Morales o Néstor Kirchner.
Aram Aharonian es periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Creador y fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).
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