Cuando mi hija Irene tenía poco más de 2 años, un día, sorprendió en el suelo de la cocina a una solitaria hormiga. Fascinada la fue acompañando, a cuatro patas ella, a algunas más la hormiga, a lo largo de varias baldosas hasta que, cansada de la persecución, me preguntó: -Papá mira, una hormiguita… ¿La […]
Cuando mi hija Irene tenía poco más de 2 años, un día, sorprendió en el suelo de la cocina a una solitaria hormiga. Fascinada la fue acompañando, a cuatro patas ella, a algunas más la hormiga, a lo largo de varias baldosas hasta que, cansada de la persecución, me preguntó:
-Papá mira, una hormiguita… ¿La mato?
Ya ni recuerdo la razón por la que, solidario con la hormiga, intercedí por ella.
Irene, que no parecía dispuesta a aceptar mis alegaciones en favor de la hormiga, me propuso a cambio:
-Sólo un «chin-chin».
Un «chin-chin» en buen dominicano viene a ser un poco, un poquito… Irene sólo pretendía matarla un pedacito, un algo, un diez por ciento quizás.
Irene estaba entonces muy lejos de saber que las decisiones, las medidas que se adoptan en la vida, generalmente, no admiten paliativos.
Y lo cuento porque, aunque el secretario general de Naciones Unidas y los miembros de la comisión de ese organismo que durante meses ha investigado el ataque militar israelí en aguas internacionales contra la nave turca Marmara en su viaje a Gaza en mayo del 2010, tienen bastantes más años que los apenas dos con que contaba mi hija, o se manejan con la misma candorosa ingenuidad de Irene entonces o son unos canallas.
Concluir en el informe sobre la citada salvajada, en la que 9 activistas turcos fueron asesinados y decenas de cooperantes resultaron heridos, que Israel hizo un uso excesivo e irrazonable de su fuerza, en su cómplice desvergüenza, es un paso más que da esa institución, creada para procurar la paz, hacia el más absoluto descrédito. Y el problema de Naciones Unidas, a tenor de lo ocurrido en relación a Libia, es que tiene prisa, verdadera urgencia, por deslegitimarse.
El informe de la ONU define el asedio a Gaza como legal e imprescindible para garantizar la seguridad de Israel: «Israel enfrenta una verdadera amenaza a su seguridad por parte de grupos militantes de Gaza. El bloqueo naval fue impuesto como medida de seguridad legítima para evitar que las armas ingresaran a Gaza por mar y su puesta en práctica se hizo conforme con los requisitos del derecho internacional».
El único problema que Naciones Unidas advierte es ese uso «excesivo e irrazonable de la fuerza», además de algunas otras menudencias transformadas en «maltrato físico, hostigamiento, intimidación, incautación injustificada de pertenencias y la negación a prestar ayuda consular». Un «chin chin» que diría Irene.
Tampoco mi hija habría sido la única. Antes de que Naciones Unidas volviera a ponerse en evidencia ya lo habían hecho esos estados que gustan en llamarse «comunidad internacional» en relación a este criminal acto de piratería y a otros actos terroristas del estado israelí.
El propio presidente Zapatero, luego de que el ejército israelí, un año antes del ataque a la Flotilla de la Libertad, bombardeara Gaza y asesinara a centenares de palestinos, también se había sumado a la teoría de mi hija: «Israel es un amigo de España y por ello debemos decirle la verdad: su respuesta es desproporcionada».
Y los mismos reparos sobre la desproporción de la masacre habían manifestado los demás integrantes de la recua de países que gobiernan el mundo y todos los grandes medios de comunicación.
Claro que, ni unos ni otros, ni entonces ni ahora, son capaces de apuntar cuál sería la proporcionalidad correcta, qué proporción de fuerza es posible usar para que no resulte ni excesiva ni irracional. ¿Acaso 300 muertos en lugar de los 1.500 cadáveres que dejó la «desproporcionada respuesta» israelí tras sus bombardeos en Gaza? ¿Puede considerarse razonable un uso de la fuerza que sólo hubiera provocado un centenar de niños palestinos muertos en vez de los 400 asesinados? ¿Cabe como proporcionado el empleo de bombas de racimo? ¿Se ajusta a un uso parco y prudente de la fuerza bombardear hospitales, instalaciones de la Cruz Roja o de las propias Naciones Unidas como ocurriera en el asedio genocida a Gaza?
Tampoco en relación al infame acto de piratería contra la Flotilla de la Libertad apunta en su informe Naciones Unidas una medida que nos permita distinguir el uso comedido de la fuerza y, en consecuencia, comprensible, de su desproporcionado empleo. ¿Habrían sido suficientes, tal vez, 5 activistas asesinados en lugar de 9? ¿Se consideraría más prudente un cooperante asesinado?
Sólo el gobierno israelí ha dejado clara su necesidad de «defenderse» y justificar el terror, precisamente, por la templanza con que actuaron sus comandos. Al fin y al cabo, sólo asesinaron a 9 cooperantes sobre un total de 700 que componían el pasaje de la flotilla y ni siquiera hundieron a cañonazos sus barcos o los bombardearon con fósforo blanco.
A lo que tampoco las Naciones Unidas da respuesta es a la proporción de resoluciones que puede seguir ignorando el estado israelí sin que ello le represente sanción alguna, incluyendo una posible y, por supuesto, proporcional invasión, o a los años que debe seguir esperando Palestina para recuperar sus territorios ocupados. De hecho, 66 años han transcurrido desde la resolución 181 de Naciones Unidas, en 1947, conocida, curiosamente, como «resolución de la partición de Palestina», sin que semejante espera parezca lo suficientemente proporcionada como para que Palestina recupere su derecho a ser.
Irene ha crecido, y ya no se dedica a perseguir hormigas por la casa a las que aplastar moderadamente, para que el pisotón resulte proporcionado, haciendo un uso de la fuerza que no resulte excesivo ni irrazonable. Peor todavía, ahora se dedica a ver y escuchar los informativos, a leer los periódicos, y así ha acabado sabiendo que todo principio jurídico, ético, constitucional, que todo derecho humano o razón pura… cabe en un chin-chin.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.