Fatah tuvo suerte: solo perdió una pierna, allí donde lo sorprendió el fuego cruzado entre los combatientes de la resistencia y las fuerzas de una invasión que, como regalo fastuoso, destinara el Tío Sam también a los niños de Iraq. Solo que, como niño de Iraq, Fatah tiene ahora que rumiar el bocado de la […]
Fatah tuvo suerte: solo perdió una pierna, allí donde lo sorprendió el fuego cruzado entre los combatientes de la resistencia y las fuerzas de una invasión que, como regalo fastuoso, destinara el Tío Sam también a los niños de Iraq.
Solo que, como niño de Iraq, Fatah tiene ahora que rumiar el bocado de la desesperación y hasta crecerse ante el aluvión de burlas que su andar de medio pollito -¿el cuento estará traducido al árabe?- concita entre coetáneos como salidos de las páginas de El Señor de las Moscas, aquella terrible novela de William Golding sobre la deshumanización que incluso experimentan los infantes, porque nadie es bueno per se, y las condiciones sociales influyen más de lo que acepta uno que otro heraldo del determinismo biológico, genético.
Deshumanización que, de existir entre los compañeros de Fatah, sería otra culpa de los gobernantes gringos. Digo, si alguna vez los asistiera eso que llaman cargo de conciencia. Y si quieren enterarse de que proliferan los niños iraquíes con miembros amputados, como resultado de la guerra y de la consiguiente violencia diaria. Guerra y violencia con causa en las apetencias de legionarios impávidos ante lo evidente: «Cada explosión, cada ataque aéreo, cada enfrentamiento, o cada ataque a objetivos en Iraq tiene como resultado a un niño herido. Además, no podemos olvidar los restos de artillería sin estallar, la mayoría de cuyas víctimas son niños».
Claro, esta situación, denunciada por numerosas entidades humanitarias, constituye una bagatela insertada en el contexto: «Si sumas todos esos niños deben de ser miles, y no podemos soslayar que el número de niños muertos desde abril de 2003 (comienzo de la invasión coligada) a causa de enfermedades, explosiones o balas ha alcanzado la cifra de 260 mil».
Sí, 260 mil muertecitos. Todo un record, Sam. Por eso perdonemos la risa que se ceba en Fatah el cojito. Los psicólogos han advertido que Iraq -más bien el gobierno cipayo, anuente a Washington- no dispone de fondos para programas que ayudarían a aceptar la discapacidad a las pequeñas víctimas, y quizás a corregir el pecado venial de la burla infantil. La burla como defensa.
Mas a Fatah, a más de una pierna, y dos brazos para las muletas, le queda Rand Mohamad, diligente señora que no ceja en la búsqueda de socorro. Y que, aunque todo lo que ha conseguido son cinco kilos de arroz, no renuncia a la esperanza.
-Cuando le pedí a la ONG o al Gobierno una silla de ruedas para mi hijo, o que le pagasen una operación o una pierna artificial, me dijeron que la gente muere todos los días y que otros se convierten en desplazados, y que no tienen tiempo de preocuparse simplemente de un niño -responde presta a quien la interroga.
Pero, mal que le pese, de cierta manera llevan razón los duros funcionarios y las filantrópicas ONG. La estiba de cadáveres y la cantidad de niños en la calle, sin un allegado que interceda por ellos, constituye el bosque que no permite reparar en el arbolito podado. Por cierto, «la violencia está desgarrando a las familias y destruyendo la economía del país», dos factores que, conforme a especialistas citados en el sitio web IraqSolidaridad, están «haciendo surgir una gran cantidad de niños de la calle marginales».
Y estos pueden caer fácilmente en manos de bandas implicadas en drogas, violencia y prostitución. Pueden caer, no; de hecho caen. En Iraq, al menos, muchos se han unido a grupos criminales para conseguir el dinero que les alivie de la abstinencia del pegamento o vapores de líquidos como pintura con cuya inhalación tratan de olvidar la sinrazón de la soledad.
Si esto que escribo sirviera a Fatah. Si este supiera que, en 2006, más de 300 mil pequeños participaron en conflictos armados, y que muchos de los más de 200 millones de niños que trabajan en el mundo son objeto de violencia sistemática. Si conociera que son cientos de miles los que pasan por pollitos cercenados ante los ojos de sus coetáneos ligeros, y de mayores demasiado ocupados como para mirar con suficiente atención hacia una escueta sombra que anda a saltos.
Imagino la mirada huidiza de Fatah mientras trato de consolarlo. Y que se me pierde en el jolgorio de amigos, que ya no se burlan – intento creerlo- y juegan con él no solo al dominó, como se mofaron en cierta ocasión, mientras la madre, Rand, viene hasta ellos con una silla de ruedas, una pierna artificial.
¿Me creería Fatah si le jurara que tuvo suerte, o pensaría que cruzo los dedos a mi espalda por jurar en falso?