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Un cuento de Antonio Gala

Fuentes: Rebelión

Antonio Gala suele decir con ingenio que, para juzgar cualquier cosa, como muestra basta un botón A los pocos días de aparecer su libro Los invitados al jardín, ya se había encaramado, como esperábamos sus leales, al primer lugar en la lista de los más vendidos. Se trataba de un libro de cuentos, que, según […]

Antonio Gala suele decir con ingenio que, para juzgar cualquier cosa, como muestra basta un botón

A los pocos días de aparecer su libro Los invitados al jardín, ya se había encaramado, como esperábamos sus leales, al primer lugar en la lista de los más vendidos. Se trataba de un libro de cuentos, que, según se pudo leer profusamente en los periódicos, todos trataban sobre el amor, tema en el que -también se dijo mucha veces- el autor es experto. Yo he disfrutado tanto con el primer cuento, que no he podido continuar. Lo cuento.

Un tabernero muy guapo -morenazo y esbelto- va con su mujer a pedir trabajo para ella a otro tabernero que -precisa Gala- «era guapo también, con el pelo castaño y unos ojos azules sombreados por pestañas muy largas. Esbelto y alto, lo mismo que Gabriel» (Tabernero I). Se ve que Gala ignora que la esbeltez ya implica la estatura descollada, pero eso no tiene importancia. Lo bonito, lo original, es que nos encontramos con dos tipos, ambos taberneros, guapísimos, esbeltos, que comparten tantas cualidades físicas que uno llega a preguntarse si serán gemelos.

Tabernero II (Eugenio, dueño de Eugenio’s) da trabajo inmediatamente a Capilla, que así se llama la mujer de Tabernero I (Gabriel), quien, como es costumbre entre taberneros guapos, somete a su colega al tercer grado, aunque no con vulgares preguntas relativas al sueldo, el horario, las pagas extraordinarias, las vacaciones, etc., sino con otras mucho más lógicas y a propósito como: ¿Cuántos años tiene usted?, ¿Por qué no puedo hablarle de usted, si soy más joven?, ¿Para qué necesita una mujer aquí, si esto es muy chico? ¿Dónde vive usted? ¿Hay alguna cama ahí dentro? En fin, lo que se suele preguntar al patrón cuando se va a pedir trabajo.

Tabernero I (Gabriel) se arrepiente muy pronto de haber dejado que su mujer fuese a trabajar con Tabernero II (Eugenio), y razones tenía porque, «desde entonces, él no fue el mismo». «Se quedaba alelado en el trabajo», tanto que su jefe le reprochaba, como la reina Gertrudis a Hamlet: «Estás desconocido. Antes eras un polvorilla y ahora eres un muermo. Y todo por lo mismo».

Y ¿qué era lo mismo? Pues qué va a ser. Que la mujer trabajaba a las órdenes de un jefe del sexo opuesto y, como era lógico, sufriría acoso sexual y terminaría consintiendo, que para eso -no se dice expresamente, pero se da a entender- todas las mujeres son consentidoras y sucumben ante un guapo aunque estén casadas con otro guapo.

Tan seguro está él de lo que está ocurriendo, que más de una vez piensa en coger la moto y plantarse en Eugenio´s, «para sorprenderla in fraganti». Se ve que estaba en la idea de que el fraganti duraba las veinticuatro horas. Eso si no llegaba en un intermedio y lo que comprobaba es «que le era rigurosamente fiel». (Reconozcamos al paso que a pocos escritores se les ocurriría utilizar una expresión como «rigurosamente fiel», tan rotunda, tan burocrática, tan de Felipe González).

Tan clara está la cosa, tan normal resulta en una época en que quien no encorna o le encornan es un bicho raro, que los parroquianos no cesan de gastarle bromas y lanzarle pullas sobre su testuz y las incansables actividades sexuales de su mujer, quien, decente y fiel o no, se daba por sentado que cumpliría con sus obligaciones tabernerosexuales. Ni un cliente deja de ejercer de experto en indirectas muy directas y en hacer guiños a los otros, lo que constituía sin duda un claro síntoma de solidaridad parroquianil.

Quien haya frecuentado determinadas tabernas, conoce perfectamente la manera que tienen sus clientes de meterse en la vida de los taberneros, a quienes incluso instruyen sobre lo que les puede pasar si dejan que su mujer trabaje. Así ocurre en la página 15 del vibrante relato galiano: Un cliente se dirige al guapo tabernero de esta guisa: «Saluda a tu mujer… Dale recuerdos a tu mujer… ¿Cuándo os veis tu mujer y tú? ¿A qué hora la deja libre Eugenio?… Eugenio tiene muy buena mano con las hembras. Debe de estar haciendo un estropicio. No creo que quede ilesa ninguna mujer del barrio… Ilesa puede, pero lo que es intacta… ¿No te dice nada tu mujer de las hazañas de su jefe? Pieza que se le pone a tiro, pieza cobrada.» Sólo un gran escritor podría escribir este ingenioso parlamento. Sólo un genio de la pluma podría lograr que algo tan vulgar pareciese ciencia ficción. Sólo a alguien muy original se le podía ocurrir concluir esta escena sin que el tabernero le diese una hostia a su informador.

En fin, que el Gabriel empieza a vivir en permanente alteración del ánimo, a «aguardar la hora del cierre con el alma en vilo», «a no poder pasar bocado», a tener sudores fríos, a adelgazar, a no dormir, a sollozar en sueños, a tener pesadillas, a notar que el vellocino no se le empingorota, por lo que no puede servir a la Capilla que, por otra parte, él sospecha bien servida… En fin, y como metafóricamente expresa Antonio Gala, «a venirse abajo».

«Reconcomido, sin ganas ya de nada, ni siquiera de hablar…» más o menos se vuelve loco. Y claro: las cosas de los locos. Una noche coge una escopeta, la moto y se va muy decidido y -Gala no desaprovecha la ocasión de hacer literatura grande- «invadido, como un avispero, de aciagos presagios». Y ya es sabido que los aciagos presagios despiertan el deseo «de acabar de una vez».

Total, que llega a Eugenio’s, entra por la parte de atrás (es tan concienzudo el tío, que, llevado por la asociación de ideas que le suscita la escopeta, mientras sube la escalera, piensa en la mili, en la instrucción, en el sol insoportable, en la humedad del cuartel, en el sargento Hurtado…), empuja una puerta con violencia y se encuentra al Eugenio en la cama, entregado a las labores propias de su sexo, encima de una tirando a morenita aunque de dorada encarnadura. De tres escopetazos y sin pronunciar el clásico «¡Oh, traidores!» se los carga a los dos. Naturalmente -¿he de decirlo?-, la muerta no era Capilla, que castamente espera abajo y saluda sonriente cuando ve llegar a su marido.

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La distancia que hay entre Gabriel y Otelo es la misma que hay entre Antonio Gala y William Shakespeare. Dicho esto, juro por Dios y declaro por mi honor que Antonio Gala es un hombre inteligente, muy culto y que, cuando no se empeña en hacer literatura, escribe mejor que bien. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta de lo ridículo que es todo cuanto escribe en cuento o novela larga? ¿Cómo no advierte que el padre Coloma es un ultraísta a su vera? ¿Por qué traiciona el papel de intelectual que le habría correspondido, a cambio de firmar muchos ejemplares, no a la gente inteligente, sino a los descerebrados que arramplan con todo cuanto se exhibe en las mesas de los vips o del Cortinglés? Que escriban espantosas novelas Juan Luis Cebrián, Muñoz Molina, Javier Marías, Rosa Montero, Juan Manuel de Pradas, Rosa Regás, Juan José Millás, Maruja Torres, Elvira Lindo o Almudena Grandes es biológicamente lógico y ellos no tienen la culpa. Pero que lo haga un tipo como Antonio Gala, muy preparado, y que ha demostrado cierta soltura en la poesía y el teatro, es un verdadero crimen. Yo sólo me lo explicaría si se tratase de que, por alguna razón que a mí no se me alcanza, hubiese puesto todo su talento en el empeño de hacerlo mal.