Terminaba mi artículo de la semana pasada prometiendo un nuevo artículo sobre la emigración y reconociendo una obviedad: que el problema es extremadamente complejo, como complejos y dramáticos son los de la pobreza, la desigualdad y el sufrimiento. La mayoría de las personas se sienten conmovidas ante las tragedias humanas y, en mayor o menor […]
Terminaba mi artículo de la semana pasada prometiendo un nuevo artículo sobre la emigración y reconociendo una obviedad: que el problema es extremadamente complejo, como complejos y dramáticos son los de la pobreza, la desigualdad y el sufrimiento. La mayoría de las personas se sienten conmovidas ante las tragedias humanas y, en mayor o menor grado, pretenden aliviarlas, pero todos, en mayor o menor medida también -quizás algunos con mala conciencia- establecen límites a su solidaridad y se quedan muy lejos de ese mandato evangélico de «Ve, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme». Solo algunos, muy pocos, como San Francisco de Asís, se tomaron en serio el precepto. He sentido siempre una gran admiración por aquellas familias que se atreven a adoptar un niño del Tercer Mundo, aun cuando puedan tener los suyos propios. Me parece un acto heroico. Son conscientes de las complicaciones que casi siempre acarrea. Pero incluso ellos saben también que su solidaridad tiene un límite y el número de hijos que pueden adoptar también.
Dentro del mundo religioso y más concretamente de la cultura cristiana a la que pertenecemos, han surgido en la Historia movimientos que han pretendido que la sociedad en su conjunto adoptase el mandato evangélico. A lo largo de la Edad Media se multiplicaron las sectas (cátaros, valdenses, albigenses, fraticelli apostolici, dulcinistas, etc.), que intentaron generalizar, incluso imponer, la pobreza y el reparto de bienes. Más tarde, en un ambiente ya secularizado, surgen distintas teorías que se conocen como socialismo utópico, y a las que Carlos Marx (que acertó en muchas cosas y se equivocó en otras muchas) criticó y despreció. Religiosas o secularizadas, todas estas doctrinas tienen un denominador común: su aplicación fue imposible y muchas de ellas en la práctica generaron consecuencias peores que las que trataban de evitar.
En un mundo de enorme miseria e hirientes desequilibrios regionales, todos los países, hasta los que como EE.UU. se han formado por oleadas de emigrantes, se han visto en la necesidad, antes o después, de controlar y limitar los flujos migratorios, del mismo modo que todas las economías domésticas limitan su solidaridad, por muy elevados que sean sus sentimientos humanitarios. Para que no haya confusión, dejemos claro sin embargo antes de continuar, un hecho olvidado frecuentemente por el nacionalismo, que la política redistributiva generada por el Estado social no tiene nada que ver con la solidaridad, sino con la equidad, con la necesaria corrección de la injusta distribución de la renta que el mercado realiza en una unidad política, comercial y monetaria.
Los efectos de la emigración inciden de forma muy desigual sobre los distintos ciudadanos, según sea el grupo social al que pertenezcan. El coste suele recaer en las clases bajas y posiblemente en mayor medida cuanto más bajas sean. Por el contrario, a los estratos altos y medio altos de la sociedad apenas les incomodan los inmigrantes o inclusive puede ser que les produzcan beneficios (véase mi artículo del 21 de junio pasado). Es por esa razón que, a veces, resultan sospechosas ciertas posturas humanitarias y dadivosas cuando no cuestan nada al que las adopta, especialmente si van acompañadas de alarde y de cierta jactancia. El peligro se encuentra en que la mayoría de los políticos, incluyendo a los de izquierdas, pertenecen ya a aquellos grupos sociales para los que la emigración no constituye coste alguno. Ese divorcio entre ellos y las capas sociales perjudicadas explica muy posiblemente que aparezcan en las sociedades, cada vez con mayor intensidad, posturas críticas y protestas que en muchos casos no tienen porque tener un origen xenófobo, sino que suponen una mera reacción autodefensiva. Es muy significativo que estos movimientos se nutran en buena medida de ciudadanos que tradicionalmente fueron votantes de izquierdas.
Más significativo aún resulta que los mayores defensores de la inmigración sin control y sin límites sean fieles adictos al neoliberalismo económico. El joven economista Juan Ramón Rallo, conocido por sus intervenciones rabiosamente neoliberales en algunos medios de comunicación, el pasado 6 de agosto en el diario El Confidencial publicaba un artículo titulado «Por qué Pablo Casado se equivoca con la inmigración», en el que, tras calificarle de «un soplo de aire fresco frente a la naftalina socialdemócrata montoril que previamente había contaminado al partido», le censura abiertamente por la posición que mantiene en el tema de la emigración basándose en el tuit que el actual presidente del Partido Popular había emitido sobre este tema: «No es posible que haya papeles para todos ni es sostenible un Estado de bienestar que pueda absorber a los millones de africanos que quieren venir a Europa, y tenemos que decirlo, aunque sea políticamente incorrecto. Seamos sinceros y responsables con esta cuestión».
Tras una serie de divagaciones sobre si el número de emigrantes que atraviesan nuestras fronteras es elevado o no, que no resulta demasiado trascendente, el señor Rallo pasa al fondo de su argumentación que, resumiendo, se reduce primero a mantener que no hay porqué defender el Estado Social, sino más bien desmantelarlo; y segundo, que los inmigrantes colaboran a la riqueza nacional insertándose en el proceso productivo. El primer punto es un apriorismo ideológico que no es el momento de discutir, pero el señor Rallo comprenderá que haya otros que, aunque sean del PP, partan de una premisa diferente. El segundo punto es que el joven economista olvida -o quizás prefiere ignorar- que existen tres millones y medio de parados, y lo que él llama «incardinarse en el proceso productivo» otros lo pueden denominar engrosar el ejército de reserva que tire hacia bajo de los salarios, lo que será seguramente muy conveniente desde el punto de vista empresarial, pero pernicioso para los parados actuales e incluso para una proporción elevada de los asalariados. Y no se diga que los emigrantes realizan las tareas que no quieren los nacionales, porque es posible que no las quieran tan solo al salario que pretenden pagar los empresarios.
Resulta también muy revelador que para reforzar esta posición haya venido a sumarse una organización con un pensamiento económico tan progresista como el FMI, aunque lo haga con argumentos aparentemente de mayor veracidad, pero que son igual de falsos. La institución que preside Christine Lagarde, preocupada siempre de los problemas de nuestra Seguridad Social, plantea como solución recurrir a la inmigración, llegando a defender la conveniencia de la entrada de aquí hasta el 2050 de 5,5 millones de extranjeros. Al margen de que pronosticar a más de treinta años vista es una osadía más propia de una pitonisa que de un organismo serio, lo peor son los argumentos que maneja: «Las migraciones aumentan el número de trabajadores, elevan también el número de contribuyentes al sistema de pensiones, y relajarían sensiblemente, por tanto, la tasa de dependencia». El FMI no puede ignorar que cuando hay una elevada tasa de desempleo las migraciones, por sí mismas, no aumentan el número de trabajadores ni el número de contribuyentes, sino el número de parados, de manteros y de perceptores de subsidios y servicios sociales, con lo que, lejos de aliviar, incrementan la tasa de dependencia, al menos en sentido amplio, incluyendo no solo los pensionistas sino también los perceptores de ayudas sociales.
Con todo, lo más grave son las razones aducidas por el Gobierno con la finalidad de justificar sus actuaciones o de responder a las críticas de Ciudadanos o del PP, pues manifiesta un enorme despiste sobre el funcionamiento de la economía e incluso de la Seguridad Social y del sistema de pensiones. Octavio Granado, secretario de Estado de la Seguridad Social, ha declarado que «los extranjeros son más una oportunidad que una amenaza, una oportunidad de reponer la pirámide de población», «el sistema de protección social necesita que haya millones de cotizantes». Después de tantos años de ocupar ese puesto, Granado debería saber que, mientras se mantenga una tasa tan alta de desempleo como la actual, la entrada de inmigrantes no incrementará el número de cotizantes y que de nada valdrá reponer la pirámide de población, en tanto la oferta de puestos de trabajo no sea capaz de absorber la demanda existente. El efecto será el contrario, se deprimirá el sistema de protección social, englobando otras prestaciones diferentes de las pensiones.
Por otra parte, parece que el señor Granado continúa siendo presa de una concepción de la Seguridad Social en la que el sistema público de pensiones tiene poco futuro, aquella dimanante del Pacto de Toledo, que fija su viabilidad en las cotizaciones sociales y, por lo tanto, en el número de trabajadores. Lo importante para garantizar las pensiones no es el número de los que producen, sino cuánto es lo que se produce y la capacidad fiscal del Estado para apropiarse por las distintas vías impositivas de parte de lo producido. Juegan aquí los incrementos de productividad y mientras esta aumente es muy posible que con menos trabajadores se obtengan mayores recursos, una parte de los cuales puede ir a la Hacienda Pública, y garantizar, entre otras muchas prestaciones, las pensiones. Eso sí, siempre que hagamos tributar al capital y no únicamente a los asalariados.
Mayor gravedad tienen sus referencias acerca de lo que ocurrió en 2005. Según Granado, la llegada de emigrantes permitió constituir el Fondo de Reserva y gracias a este se pudieron pagar las pensiones en los años de la crisis. Por una parte, confiere una relevancia a la llamada hucha de las pensiones de la que, desde el punto de vista financiero y económico, carece. Es un puro artificio contable de los que se empeñan en separar el Estado de la Seguridad Social. La constitución o no del Fondo no cambia en absoluto las variables estratégicas de las finanzas públicas ni de la economía. En las épocas en las que la Seguridad Social tiene superávit, ya sea con Fondo o sin Fondo se integra en el saldo de las Administraciones Públicas, permaneciendo igual el resultado consolidado. La deuda pública en manos del público (nacional o extranjero) tampoco se modifica, porque si bien es verdad que si se constituye la cacareada hucha, el Estado debe emitir más deuda, no es menos cierto que esta queda congelada en manos de la Seguridad Social. Desde el punto de vista consolidado, por lo tanto, la situación es idéntica. Lo mismo cabe afirmar cuando la Seguridad Social tiene déficit, ya que este se integra en el de las Administraciones Públicas, sin que le afecte lo más mínimo la existencia o no de una hucha. La deuda en manos del público tampoco sufre cambio alguno, porque es verdad que, sin el Fondo de Reserva, el Estado para financiar el déficit de la Seguridad Social se verá obligado a emitir deuda; pero si el Fondo existe, este tendrá que vender la deuda que está en su poder y el efecto económico y financiero será exactamente el mismo.
Por otra parte, Granado haría bien en no poner como ejemplo el infausto 2005, año en el que él ya estaba de secretario de Estado, porque precisamente fue en ese año y en los inmediatamente anteriores y posteriores cuando se generó el crack que sufrimos a partir de 2008. La crisis no cayó del cielo sino de nuestra pertenencia a la Unión Monetaria y a la desastrosa gestión del PP y del PSOE de aquella época. Aquel crecimiento y aquel empleo eran engañosos (eran a crédito) porque si bien redujeron la deuda pública, incrementaron astronómicamente el endeudamiento privado, ese endeudamiento privado que a Zapatero, según dijo él mismo, nadie le había hablado. Deuda que en parte se transformó pronto en pública, y que nos arrastró a una recesión y a unas tasas de desempleo como nunca habíamos tenido. La mayoría de esa mano de obra extranjera de la que tan orgulloso se siente el secretario de Estado se vio abocada de forma masiva al paro y a engrosar el ejército de reserva (que no es precisamente lo mismo que el Fondo de Reserva). Incluso muchos de ellos prefirieron retornar a sus países de origen. Y fueron también muchos españoles los que acompañaron a los inmigrantes a engrosar las colas del INEM. Si las pensiones no se redujeron más (porque disminuir, disminuyeron) no fue gracias a la hucha de las pensiones, tal como afirma el secretario de Estado, sino a que no continuó gobernando Zapatero, y que el siguiente Gobierno, a pesar de muchos errores tuvo algún acierto, se resistió al rescate por Bruselas, que hubiera impuesto condiciones mucho más duras sin importarle un ápice el que existiese o no el Fondo de Reserva.
Ciertamente la inmigración puede tener un impacto correctivo sobre nuestra envejecida pirámide de población, pero tal modificación solo tendría un efecto positivo sobre la sociedad y sobre la economía si las tasas de desempleo se mantuviesen en niveles moderados, de ajuste estructural; pero mientras estas conserven los desmedidos niveles actuales, abogar por la entrada masiva de inmigrantes no se puede hacer desde la necesidad ni siquiera de la conveniencia económica, a no ser que seamos adictos al neoliberalismo económico y consideremos algo positivo incrementar el ejército de reserva. Desde cualquier otra óptica, para justificar la inmigración hay que recurrir a la ética, a la solidaridad, a los sentimientos humanitarios, a la generosidad, incluso a la justicia, con el límite que cada uno esté dispuesto a poner, puesto que no caben las demagogias o el buenismo, especialmente cuando el coste va a recaer sobre los demás. Particularmente, los líderes de los partidos de izquierdas deberían ser realistas y conocer hasta dónde están dispuestos a llegar en su altruismo, sus seguidores y votantes, sobre todo aquellos que pertenecen a las clases bajas, y no dejarse llevar por el voluntarismo o por su afán de alardear de un falso progresismo. De lo contrario, la reacción social puede conducirnos a consecuencias muy negativas.
El hecho de que la limitación se sitúe en las tasas de paro y en la capacidad del mercado de trabajo para absorber mano de obra nos da también una pista acerca de la desigual capacidad de las Comunidades Autónomas para acoger inmigrantes. Puesto que España constituye una unidad política, la distribución debería hacerse de manera equitativa, y el Gobierno debería imponerla. No es lógico que los inmigrantes se agolpen en Andalucía, Ceuta y Melilla con tasas de desempleo del 23,1, 29,5 y 28,0%, respectivamente, mientras otras Comunidades tienen tasas mucho más bajas tales como Navarra (9,9), País Vasco (11,1), Islas baleares (11,2), Cataluña (11,4) o Madrid (12,1) y se encuentran en muchas mejores condiciones para acogerlos, y no solo a los que vienen en barcos que son noticia y se prestan al postureo.
La pertenencia a la Unión Europea añade nuevos parámetros al tema de la emigración. La Unión Europea debería ser la solución, pero me temo que se convierta más bien en el problema. Pero esta cuestión da para otro artículo. Quizás la semana que viene.
Fuente: https://www.republica.com/contrapunto/2018/08/30/un-discurso-capcioso-sobre-la-inmigracion/