En una cultura básicamente permisiva, como la actual, en la que el mercado se apropia de todo aquello capaz de suscitar escándalo, se diría que la condición de «maldito» sólo alcanza a ganársela un escritor cuando se arriesga a contravenir el consenso sobre asuntos para los que, con unanimidad a menudo sospechosa, los medios de […]
En una cultura básicamente permisiva, como la actual, en la que el mercado se apropia de todo aquello capaz de suscitar escándalo, se diría que la condición de «maldito» sólo alcanza a ganársela un escritor cuando se arriesga a contravenir el consenso sobre asuntos para los que, con unanimidad a menudo sospechosa, los medios de comunicación han determinado cuáles son las actitudes correctas políticamente.
Un buen ejemplo lo brinda Peter Handke, con su cuestionamiento de la versión oficial sobre las llamadas guerras balcánicas, que tuvieron lugar en la antigua Yugoslavia entre 1991 y 1999.
Desde la publicación de las primeras crónicas de sus viajes por Yugoslavia, llenas de compasión por la población serbia, Handke no ha dejado de levantar controversias, que se han traducido en una de las más abrumadoras campañas mediáticas de difamación y de castigo desatadas en las últimas décadas contra ningún escritor, cualquiera sea su signo político. Son conocidas las ruidosas consecuencias de su presencia en los funerales de Slobodan Milosevic, en 2006. Pero lo es menos el precedente inmediato de esa decisión: el ensayo titulado «Las tablas de Daimiel», de 2005. Allí Handke relata la visita que hizo a Milosevic en la prisión de Scheweningen, en la Haya. Se trata de un texto impresionante, que prolonga otro anterior del mismo Handke, «Alrededor del Gran Tribunal», de 2003, demoledora crónica de su visita al Tribunal Internacional de La Haya en febrero de 2002.
Ni «Las tablas de Daimiel» ni «Alrededor del Gran Tribunal» habían sido publicados en español. Tampoco las «Anotaciones posteriores a dos travesías por Yugoslavia durante la guerra», de 1999. Esto último produce más extrañeza, dado que dichas «Anotaciones» enlazan con las de anteriores viajes de Handke a la zona, recogidas en los volúmenes titulados Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Moravia y Drina o Justicia para Serbia (1995) y Apéndice de verano a un viaje de invierno (1996), publicados con puntualidad en España. Pero es que, entretanto, el Viaje de invierno había destapado la caja de los truenos, y ya ninguna editorial parecía querer hacerse cargo de unos textos que se daban por apestados.
La Universidad Diego Portales, de Santiago de Chile, acaba de reunir estos textos en un volumen titulado Preguntando entre lágrimas. Lo ha hecho por iniciativa de Cecilia Dreymüller, responsable de la traducción y del prólogo, y una de las escasas voces que desde España ha salido al paso de las groseras descalificaciones de las que Handke ha sido víctima recurrente.
No será fácil para el lector español procurarse un ejemplar de este libro. Pero vale la pena que lo intente, más allá de las aprensiones que pueda abrigar hacia el autor y sus posiciones respecto a Serbia. Más allá, también, de su eventual impaciencia frente a las maneras digresivas, «desviadas», a ratos circunspectas (deliberadamente antiperiodísticas), que caracterizan a Handke como cronista. Y es que aquí no se trata tanto de Serbia como de las mentiras y medias verdades que no han cesado de acumularse sobre un episodio histórico tan lleno de horrores como de sombras. Se trata de la colosal maquinaria de destrucción puesta en marcha -sin el mandato del Consejo de Seguridad de la ONU- por el sonriente «matarife de la OTAN» (como Handke llama a Javier Solana), y del rodillo que, para ampararla, la prensa internacional ha pasado una y otra vez por la buena conciencia de la ciudadanía, desentendiéndose a menudo de la obligación de investigar sobre el terreno, de contrastar informaciones y argumentos. Todo ello con el concurso de un amplio sector del estamento intelectual que, cuando no ha tomado vehemente partido por la intervención militar, ha hecho gala de lo que Chomsky llama «ignorancia intencional».
La causa de Handke no es la de Serbia. Ni siquiera es la del pueblo serbio, con el que se solidariza. Es la de quien -como Karl Kraus hace ya tiempo, como Rafael Sánchez Ferlosio ahora mismo- reconoce en la guerra «el veneno de las palabras» e impugna la perversa alianza del periodismo y de las bombas, consumada en nombre de la Humanidad. Por errados que puedan ser sus alineamientos, las dudas de Handke, sus tribulaciones y sus cuestionamientos, son sin duda justos. Quienes sospechen de expresiones como la de «guerra humanitaria», empleada con frecuencia a propósito de los bombardeos de Yugoslavia; quienes recelen del maniqueísmo empleado por la prensa de toda Europa para relatar un conflicto cuya evidente complejidad -razas, nacionalidades y religiones secularmente mezcladas- reclama un lenguaje mucho menos burdo; quienes se pregunten sobre la legitimidad de un tribunal constituido y financiado por un organismo estrechamente vinculado a los países implicados en la misma guerra cuyos crímenes se juzgan, tienen una lectura pendiente. No se la pierdan.