El derecho a tener una opinión propia probablemente es la base de cualquier derecho humano. Porque significa que al otro, se le reconoce como persona, capaz de reflexionar y de expresar sus ideas. No aceptar los pensamientos de las otras personas conlleva no reconocerle como persona y por ello no otorgarle el derecho a una […]
El derecho a tener una opinión propia probablemente es la base de cualquier derecho humano. Porque significa que al otro, se le reconoce como persona, capaz de reflexionar y de expresar sus ideas. No aceptar los pensamientos de las otras personas conlleva no reconocerle como persona y por ello no otorgarle el derecho a una vida digna. La negación del otro como persona con iguales derechos es la base del fascismo: el otro, que no piensa como yo, puede ser asesinado, torturado, desaparecido, ignorado, explotado, robado, bombardeado, encerrado, acallado, etc.
Cuando reconozcamos de verdad al otro como persona, tenemos que reconocerle con sus ideas y opiniones, y por ello tenemos que aceptar los conflictos como algo natural e ineludible. En el momento que dos personas se juntan, en una casa, en un pueblo, o en un estado, inevitablemente surgirán diferencias de opiniones, ideas, formas de vivir y convivir, conflictos. El grado de respeto mutuo depende de la forma en que las personas saben resolver los conflictos. En la medida que los conflictos son ignorados, eludidos o reprimidos, los derechos humanos son violados.
Reconocer al otro, pasa por reconocer el conflicto y conlleva solucionarlo, si es que las dos parte quieren convivir de alguna forma, aunque sea como vecinos. (Vivir unos al lado de otros, sin relacionarse, ya implica el reconocimiento del otro y su derecho de vivir como quiere aunque queramos ignorarle.)
Cuando dos personas conviven, no se trata entonces de querer o no querer solucionar los conflictos, sino de la esencia misma de la convivencia: si no se solucionan los conflictos, simplemente no hay convivencia entre personas que se respetan y se reconocen.
Un estado digno de ello, no se plantea ni siquiera si entrar o no en un proceso de solución (negociación) en caso de un conflicto (interno). Simplemente no es Estado si no entra en un proceso de resolución del conflicto porque pierde la base fundamental de su existencia: ser un instrumento de convivencia.
Cuando hablamos entonces de negociaciones entre dos partes para llegar a algún tipo de acuerdo, existen unas mínimas condiciones para que este proceso pueda llegar a un fin común. Sin estas condiciones se trata de un intento de una parte de imponerse sobre otra, o de dos monólogos destinados al fracaso.
La primera condición, aunque parezca obvia, es que se reconozca que existe un conflicto. Sin este reconocimiento, una parte simplemente querrá imponer su voluntad por la fuerza. En realidad, pocas veces se reconoce el conflicto mientras dure la ilusión de una parte de poder ganar por la fuerza. La represión, sutil (adaptación de las leyes destinadas a ‘ilegalizar’ o dominar al otro) o brutal (invasión o bombardeo), es la herramienta utilizada en este caso.
El diálogo como instrumento de resolución es inherente al reconocimiento del conflicto. Para que haya diálogo hace falta que las dos partes aceptan que la posición de la otra parte es una postura con lógica, con razones, que incluye parte de la verdad y por lo tanto incluye parte de la solución. Sin esa aceptación, simplemente no existe diálogo. Las reglas que se van a seguir para llegar a un acuerdo, por lo tanto, forman parte del diálogo. Si una parte, de antemano, impone las reglas del ‘juego’ o el marco en el cual se tiene que quedar la solución, simplemente no tiene voluntad de resolver el conflicto porque asume la posición propia como única valida.
Cuando dos partes han demostrado su incapacidad de resolver el conflicto, lo mínimo que deberían hacer es separarse y dejarse unos a otros en paz. Y si eso no es posible, deberían pedir ayuda externa. La mediación es una forma de acercar posiciones y un paso intermedio para reconocer al otro como parte del conflicto. Si es utilizada por una parte como herramienta sutil para convencer al otro, está destinada al fracaso.
La razón por la cual no se llega a una solución en caso de conflicto se debe en su mayoría a una posición fundamentalista de una de las partes. El fundamentalismo es la exigencia de sometimiento a una doctrina establecida, a unas ideas fijas o unas reglas (leyes) que se consideran por encima del respeto a los derechos humanos (el derecho a opinar) o de la vida de las personas. La parte fundamentalista suele ser la parte que más instrumentos de poder tiene a su alcance [porque puede permitirse ‘el lujo’ de ignorar o reprimir al otro], y no siempre es la parte que ejerce la violencia de forma más directa y visible. Desde Grecia y Roma, pasando por las colonias, hasta todos los pueblos actualmente ocupados por invasores, todo aquel que se resiste al poder establecido, fue, es y será llamado ilegal, extremista o terrorista. Es tan antiguo como el abuso de poder y la resistencia contra ello. Porque la resistencia simplemente no surge cuando no hay una fuerza o un sistema que ignora o reprime a las personas. Cuanto más represor, más violenta es la resistencia. [Hay que tomar en cuenta que la violencia de la resistencia no siempre está dirigida hacia el represor, pero puede ser derivada a otros grupos, o a uno mismo en caso de sometimiento o autodestrucción.]
En pocos estados y sociedades se aceptan realmente las ideas que cuestionan los poderes establecidos, por muy democráticos que aparenten ser. Porque entrar en el diálogo significa cuestionarse a uno mismo, y pocos estados y poderes establecidos se atreven a someterse a unas cuestiones básicas: de dónde han surgido, qué medios han utilizado para alcanzar estas estructuras y poderes y quiénes realmente se benefician de ello. La violencia, a veces en formas de represión o de guerra, a veces en forma de estructuras rígidas e intocables (la llamada violencia estructural) es la única manera para impedir estas preguntas, para impedir los cambios permanentes que surgen desde la sociedad como conjunto de personas vivas.
La negación de la resolución pacifica de los problemas a través del diálogo es fruto de la ilusión de que se pueden erradicar los conflictos por la fuerza. A veces se puede llegar a ‘erradicar’ las formas violentas visibles de un conflicto, pero sólo se habrá reprimido el conflicto, no se habrá resuelto. Y sólo será a costa de la represión de centenares de miles o de millones de personas.
Un estado que no es capaz de resolver un conflicto durante décadas es un estado fracasado, donde unos pocos prefieren la violencia para mantener sus privilegios y cuotas de poder (militar, político o económico). Mientras no se acepte que cualquier ley o frontera es una creación humana, al servicio de la convivencia, y no algo estático, ni permanente, se necesitará ejercer la violencia para suprimir los conflictos.