La semana pasada murió Rafael Chirbes, autor de Crematorio y En la orilla, uno de los más importantes escritores españoles de la actualidad. Valenciano de nacimiento, hijo de un ferroviario que murió cuando Chirbes tenía apenas cuatro años, fue joven y de izquierda durante la Transición, proceso que no pudo digerir. Mucha de su obra procura desnudar ese reacomodamiento destinado al derrumbe, denunciar el pacto con el neoliberalismo que desembocó en el hundimiento de los últimos años, de los que también fue cronista, de la vereda de enfrente del triunfalismo de la Zona Euro y de España como destino y faro para América latina
«Se canta lo que se pierde», decía Rafael Chirbes en una entrevista reciente a propósito de uno de los personajes de En la orilla, su último libro, el que acabó por hacerlo bastante conocido en España, demasiado incluso para su gusto, porque pertenecía a esa especie en extinción que se resiste al deporte de hablar por hablar en los medios, y cada tanto se sentía molesto con él mismo por ceder a tanta entrevista. Tenía una mecánica: se guardaba a leer y a escribir (dos, tres, cuatro años), publicaba lo suyo, unos meses de exposición para bancar al libro, y vuelta al encierro en el pueblo en el que viviera. El período de fama empezó en 2007, cuando publicó Crematorio, el penúltimo, la novela que protagonizaba un constructor poderoso ante la muerte de su hermano, un trance desde el que se rebobina una historia que signa los fastos y la mierda sobre la que se erigió la burbuja inmobiliaria en Misent, ciudad de la costa valenciana: ahí están la corrupción gubernamental, el crimen que despeja el negocio, los matones ucranianos y el dinero lavado en Rusia, los distintos modos de las hipocresías familiares y las capas de basura sobre el amor, la presunción del arte y la cultura como coartada discursiva, la destrucción de sembradíos y montes y paisaje a favor del cemento, el banco y el crédito hipotecario. Crematorio coincidió con el comienzo de la crisis estructural en España, que desembocaría en desempleo galopante, emigración, achique, desahucios: es un libro que radiografía las raíces profundas de la sociedad española, de las farsas y las estafas en las que se montaba la ilusión primermundista. «He pensado que capitalismo y cocaína tienen algo en común. Construcción y cocaína tienen mucho en común, además de algunas cuentas corrientes engordadas de prisa. La hiperactividad, el empeño por luchar contra el tiempo. Capitalismo y cocaína, ese frenético no parar.» Eso reflexiona el hacedor, el protagonista, mientras mira cómo las excavadoras remueven los terrenos en los que jugó en la infancia, un revoltijo de ruinas, esqueletos de caballos y naranjos.
«Se canta lo que se pierde», citaba Chirbes a Machado. Dos sábados atrás, a las cuatro de la tarde, en el sinfín de Facebook leí: «Ha muerto Rafael Chirbes». Estupor, conmoción, por ahí anduvo el reflejo, esa paralización de un segundo a la que le sigue la oleada de sangre que ocupa otro segundo la cabeza, y luego el no puede ser. En el caos de mi biblioteca hay un estante de privilegio en el que están Walsh, Berger y Chirbes. Releer: el que posteaba la noticia era Emilio Silva, fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. «Ha muerto Rafael Chirbes. Aunque incluyó el tema en alguno de sus textos, nunca presumió de su lucha contra la dictadura franquista, ni de su paso por la cárcel de Carabanchel.» Los diarios españoles lo anunciaban también en sus primeras planas: un cáncer de pulmón fulminante, detectado hace un mes, o hace una semana. Tenía 66 años. Los diarios aquí casi no lo registraron: en Argentina se lo ha leído poco y es casi un desconocido. En Alemania, al contrario, era muy valorado, los críticos más importantes lo pusieron por las nubes y sus libros circularon muchísimo. De hecho, hasta que Crematorio y En la orilla hicieron sentido en el lector español y en la coyuntura de derrumbe, se lo leía más en Alemania que en su propio país. Había estado en Roma un mes atrás (sus dos últimos libros empezaban a leerse mucho en Italia también), como finalista del premio Strega, y fue una de sus últimas apariciones públicas. «Yo hago literatura de lo que veo, intento hacer las cosas como yo las veo, ese es el trabajo que hago y que me gustaría hacer -dijo entonces-. Siempre he intentado contar la historia paralela a lo que contaba el poder. Cuando no se quiso contar la Guerra Civil y se ocultaba, en los años ’80, yo me dedicaba a intentar recuperar la memoria de esos años.» Ahí se enmarcan novelas como La buena letra, Los disparos del cazador o La larga marcha. «Y cuando intentaron contarnos que el mejor de los mundos posibles era el de esta costa llena de apartamentos -seguía Chirbes-, escribí Crematorio.»
Se refería a la costa del Mediterráneo en general, con especificidad a la costa valenciana. Había nacido en Tavernes de la Valldigna en 1949, un pueblo equidistante entre Denia, ciudad referenciada en muchas de sus ficciones, y Valencia capital. En Mediterráneos, un libro que recoge algunas de las crónicas sobre ciudades y comidas y vinos que escribió para la revista Sobremesa, hay una postal preciosa que escribió del Mercado Central de Valencia, un sitio que adoraba, que conoció de la mano de su abuela, de sus tías y de su madre. «Para un niño pueblerino, la opulencia y variedad de productos, la cantidad de puestos, que por entonces desbordaban las escaleras del edificio modernista y prolongaban el mercado en el exterior, continuando la increíble oferta en las covachuelas que hay bajo la tribuna de la Iglesia de los Santos Juanes y también en las calles cercanas, los bajos de cuyos edificios estaban apretadamente ocupados por tiendas en las que se vendían salazones, especias, aperos, juguetes, figuritas de Belén, o telas, componían una fascinante cueva de Alí Babá, un abigarrado zoco cuya belleza y variedad de ruidos, colores y olores me llenaban de un aturdimiento que no volvió a capturarme hasta muchos años más tarde en mercados remotos: Fez, Cantón; o Tanjung Pinang, en el archipiélago de las islas Riau, cerca de Singapur.» Su padre, que era un trabajador del ferrocarril, murió cuando él tenía cuatro, así que desde muy chico le tocó educarse en internados para hijos de ferroviarios por León o Salamanca, lejos de la familia. Luego se fue a estudiar Historia en Madrid, trabajó en librerías, se consustanció con la izquierda. Incluso pasó una temporada encarcelado: «De eso no se habla en las entrevistas», contestó en una que publicó este suplemento. Las transas y reacomodamientos de la Transición le fueron indigeribles: buena parte de su obra procura desnudar eso, sus bases destinadas al derrumbe, el pacto con el neoliberalismo que desembocó en el hundimiento de los últimos años. Libros a contrapelo del triunfalismo de las Olimpíadas de Barcelona, los 500 años de la conquista con sede en Sevilla, España como faro para Latinoamérica, ejemplo de acople a la posmodernidad, etcétera.
En 2004 estuvo en Buenos Aires, ante unas veinte personas que fueron a escucharlo al Centro Cultural de España. Todavía no había acá libros suyos publicados, todavía España era destino deseado para la estampida Cavallo salvaje. «Ya estamos mayores y no estamos para correr, y además estamos cómodos -dijo aquella vez-, pero busco dejar constancia de cómo son las cosas: al mundo lo rigen cuarenta empresas de petróleo, cuarenta de comunicaciones, cuarenta de no sé qué, y los demás somos esclavos de ésos: votamos a los representantes encubiertos de los lobbies.» Un discurso muy a contramano de aquella democracia ejemplar, que sintoniza con lo que decía hace unos días en Roma: «En realidad quienes mandan son el FMI, el Banco Central Europeo, las multinacionales del dinero y sus siervos». Lo sorprendía que no hubiera una reacción mayor ante el recorte de derechos, y evaluaba que la Ley Mordaza, recién instaurada, era muestra del temor ante esa reacción. En sus novelas siempre hubo un cable, un pozo, escenas y voces ligadas a su lectura sociopolítico económica, con perspectiva histórica. Escribió en 1997, para unas jornadas de pensamiento crítico: «Hubo en España un activo grupo que declaró obsoleta la literatura con tema, el realismo: expulsó a la novela de la calle, mirando al género con la altivez intelectual de quien cree saber de sobra todo cuanto no le concierne, o ridiculizando las pretensiones de la novela de participar en el perpetuo debate para conseguir otros imaginarios, otras sensibilidades. Se la envió al salón de lo específicamente literario, a emprender una fantasmagórica revolución sintáctica (que recuerda la lucha de Don Quijote con los odres de vino). En un movimiento paralelo, con idéntico afán de vuelta a la normalidad, durante la Transición se fue enviando a espacios virtuales también a sindicatos, movimientos sociales y partidos políticos, para quienes se decretó igualmente normalizada la realidad a la muerte del dictador. Por fin, España y el mundo se encontraban, ajustaban sus relojes».
Decía que escribía para sí mismo, para salvarse. «En algún sitio he escrito que soy un novelista egoísta, que necesito contarme estas historias -explicaba-. Lo que siempre me ha gustado es la literatura. Y estoy perdido si no indago en mí mismo.» Y también decía que él era todos sus personajes. «Me gusta mucho que los personajes se defiendan por ellos solos, cargarlos a todos de razón, incluso a los que puedan parecer más indeseables -contaba-. Yo creo que todos los personajes tienen que tener sus razones y su justificación en la existencia, porque si no haces hagiografías, pero no novelas.» También decía que escribía contra sí mismo: «Todos los libros son Chirbes contra Chirbes». En aquella charla en el CCE se definió como «novelista pulga» o «liebre», que salta cuando lo ubican en un sitio. En 1992 publicó La buena letra, y en 1994 Los disparos del cazador, «años de banqueros y millonarios», decía; reeditó ambas nouvelles juntas en 2013, con el título Pecados originales, y entonces escribió: «La protagonista de La buena letra, Ana, perdedora de la guerra, no perdona que su hijo, mi coetáneo, animado por la codicia, se haya alineado con quienes traicionaron. Pero también Carlos, el narrador de Los disparos del cazador, un hombre poco escrupuloso enriquecido en la posguerra y en cuyas palabras descubrimos una buena dosis de doblez, se siente traicionado por sus hijos. Lo desprecian porque tiene las manos manchadas, cuando él sabe que, al ensuciárselas, les ha comprado la inocencia. También son coetáneos míos esos individuos resbaladizos, hijos del viejo régimen, que condenan al cazador pero no dudan en participar en el banquete en que se sirven las piezas capturadas».
Hay otra novela bárbara de Chirbes: Los viejos amigos. Unos cincuentones, que en los últimos años del franquismo fueron militantes comunistas, se reúnen para una cena: Chirbes pone a cada uno a narrar su monólogo interior y traza los caminos y los saltos de los que ahora son un constructor con inmobiliaria, un escritor frustrado, un pintor que es guardia en el Eurobuilding, una profesora, una publicista: ahí están sus miedos, sus fracasos, sus consuelos, sus reproches. Miradas sobre lo que fueron y lo que son, sobre sí mismos y sobre los otros: un fresco generacional. Y está Mimoum, su primera novela, de 1988, segunda mención del Premio Herralde (publicaba en Anagrama desde el comienzo, Herralde fue preciso cuando supo de la muerte de Chirbes: «Un mazazo»); Mimoum trata de un profesor español que se instala en Marruecos y planea armar una novela: en Marruecos se instaló Chirbes, para dar unas clases pero sobre todo para tomar distancia de lo que se fumaba en la Transición. Casi no conté de En la orilla: si Crematorio se centraba en la primera línea de edificación, Lo más enseñable, frente al mar, su última novela se hunde en el marjal, el pantano, el sitio en el que fueron tirándose los desechos tóxicos, la basura, los cadáveres de los asesinados: está protagonizada por un carpintero que, crisis mediante, despidió a sus empleados (cuyas voces también están) y anda agobiado por el fracaso, la culpa, el cuidado de un padre moribundo, del que heredó la carpintería. «Un personaje al que han ido moldeando las circunstancias -decía Chirbes-. Y entonces se pregunta si ha carecido de ambición, si fue un perezoso, si no pudo llegar, si le echa la culpa a la novia». Ausculta todo, aquí, Chirbes: matrimonios, cibersexo, periodismo e influencias, inmigración, prostitución, vejez, lujo, apariencias, negocios, dinero. Por este libro le dieron el Premio Nacional de Narrativa; éste y Crematorio recibieron los correspondientes premios anuales de la crítica.
Y queda tanto por decir. Estaba corrigiendo las pruebas de una novela llamada París-Austerlitz que, trascendió, se centraba en un amor homosexual. También parece haber un diario personal con vistas a publicarse. «Soy hijo de pobre, y creo que el rencor social es lo que más cuesta depurarse», decía. Se definía a veces como leninista proustiano y gustaba de releer a Galdós, a Max Aub, a Benjamin. «Yo soy muy pesimista en los grandes conceptos, y luego bastante práctico en las cosas de la vida, a las dificultades me las tomo como tarea -decía-. Tengo buena relación con la gente, bajo al bar y charlo con todo el mundo, me entretengo con nada. Pero a mi ser en el mundo lo llevo muy mal.» Manejaba con maestría, a la vez, la ironía y el sentido del humor. Un tipo lúcido, persistente y querible. Es así, esta vez, la canción: se canta lo que se pierde, Chirbes.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-10854-2015-08-23.html