Europa era un erial. La Gran Guerra había convertido el continente en una inmensa escombrera. Los campos de batalla, sembrados de cadáveres, fulminaron la inocencia histórica de la clase obrera. La burguesía sintió en su cogote el aliento portentoso de Octubre, la constatación fehaciente de que el socialismo era una amenaza temible. Había llegado la […]
Europa era un erial. La Gran Guerra había convertido el continente en una inmensa escombrera. Los campos de batalla, sembrados de cadáveres, fulminaron la inocencia histórica de la clase obrera. La burguesía sintió en su cogote el aliento portentoso de Octubre, la constatación fehaciente de que el socialismo era una amenaza temible.
Italia, estado joven y enfermizo, se encontraba en estado de emergencia. Las organizaciones de masas de la socialdemocracia, reverdecidas por los nuevos cuadros del bolchevismo balbuceante, movilizaban a sus efectivos en huelgas, ocupaciones de fábricas, manifestaciones, etc. El aparato administrativo fundado por el conde de Cavour se tambaleaba.
Con vistas a salir del atolladero cuanto antes, la Italia de los Saboya partió en busca de un condottiero. Sin un Ludovico Sforza o un César Borgia que llevarse a la boca, pronto repararon en el líder de un movimiento paramilitar y rompehuelgas, un personaje de ópera bufa que respondía al santo y seña de Benito Mussolini.
El histrión, el fantoche, el matón, el intelectual de revólver al cinto, el chulo de taberna, el socialista renegado, el fornicador incansable, el infame capaz de poner en cintura al proletariado, el tipejo encargado de devolver la tranquilidad a los hogares de buena familia. Víctor Manuel III, el monarca de supuesta estirpe liberal, el enano empechado de entorchados, le hizo jefe de gobierno en 1922.
Mussolini se convertía en el amo de la situación apenas una década después del congreso del Partido Socialista Italiano (PSI) en Reggia Emilia, a través del cual la extrema izquierda socialdemócrata, comandada por él mismo, se hizo con el control de la formación obrera. El intransigente Benito, partidario pertinaz de la autonomía del PSI, encarnizado rival de cualquier tendencia dispuesta a abrir el partido a la sociedad civil, era nombrado director del diario Avanti, órgano de expresión de los socialistas transalpinos.
La guerra del 14 significó una prueba de fuego para el movimiento obrero europeo. El atentado de Sarajevo desencadenó una espiral de acontecimientos inesperados que modificó todo lo imaginable. En cuatro años escasos de conflicto bélico, la vanguardia ideológica de los trabajadores fue zarandeada como un guiñapo, a capricho del curso de la historia.
Jean Jaurès, el insigne socialista francés, asesinado por la ultraderecha chovinista. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, apalizados hasta la muerte por sicarios de sus antiguos compañeros socialdemócratas. La revolución alemana, ahogada en el pozo de su ineficacia. Lenin y Trotsky conquistando el Palacio de Invierno y derribando el feudalismo zarista a golpe de soviets.
Benito Amilcar Andrea, el hijo del anarquista, dispuesto a casi cualquier cosa para alcanzar la gloria, defendió con ahínco la entrada de Italia en la guerra, contrariando la posición oficial del PSI. El cisma estaba abierto. Tras fundar el periódico Il Popolo de Italia, de orientación claramente nacionalista y antisocialista, es expulsado del partido y marcha al frente.
En 1917, fecha de ardoroso simbolismo, el MI5 le contrata como agente secreto al servicio de Gran Bretaña. Sir Samuel Hoare, diputado conservador y posterior embajador ante Franco, le encarga una misión bien remunerada. A cambio de cien libras semanales, Mussolini debía utilizar su periódico para evitar el descuelgue guerrero de Italia, además de enviar a sus muchachos a reprimir manifestaciones pacifistas. La sorprendente noticia fue desvelada hace poco más de un mes y pasó casi desapercibida para los profesionales de la desinformación masiva.
Inglaterra, la vieja raposa avarienta del poema de Léon Felipe, la pérfida Albión de nuestra historiografía nacionalcatólica, financió al creador del fascismo italiano, al colaborador sumiso de Adolfo Hitler, el pequeño cabo austríaco, protagonista de la mayor pesadilla del género humano. Una bomba informativa de este calibre debería haber provocado sesudas reflexiones, columnas mordaces, declaraciones de condena y arrepentimiento…
El gángster, el capo de una banda de criminales, el violento restaurador de la libertad manchesteriana, vino, vio y venció. El César de cabeza rapada y amantes a gogó, no tuvo ningún Bruto* que impidiera su dictadura personal.
La cuna de la Revolución Industrial, la patria de Adam Smith y David Ricardo, amamantaba al lobo fascista, a la jauría de camisas negras prestos a someter a los esforzados militantes de la causa obrera. En San Petersburgo, el crucero Aurora remontaba el río Neva para liberar al hombre de la explotación del dinero.
*Su yerno, Galeazzo Ciano, intentó representar ese papel a partir de la invasión aliada de Sicilia en 1943, cuando ya todo estaba perdido. La insubordinación le costó la vida.
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