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Un mundo donde todos podamos respirar

Fuentes: Rebelión

El 10 de diciembre, Día de los Derechos Humanos, representa las conquistas alcanzadas con lucha, a lo largo de la historia. Obreros que cayeron en las calles de Guayaquil, Quito, Esmeraldas y otros rincones del Ecuador y del mundo.

Un niño, con esa curiosidad inherente a quienes apenas comienzan a descubrir el mundo, se acercó a su padre con una serie de preguntas inquietantes:

—Papá, ¿por qué existen los derechos humanos? ¿Acaso hay derechos para los no humanos? ¿Y contra quién nos defienden esos derechos? ¿Eso significa que hay otros que, sin ser humanos, nos violentan?

El padre, cargado con la sabiduría que dan los años y la reflexión, tomó aire antes de responder. Sabía que la respuesta no solo debía satisfacer la curiosidad de su hijo, sino también sembrar en él una semilla de conciencia.

—Hijo mío, los derechos humanos existen porque la vida necesita ser protegida. La vida es el bien más preciado, algo que nos pertenece a todos y, a la vez, a cada uno de manera particular. Sin embargo, el mundo no es justo. Hay quienes dedican su existencia a acumular las riquezas que la naturaleza nos brinda, riquezas que deberían ser compartidas para el bienestar de todos. Estas personas, en su afán de tener más, incluso usan el poder del Estado para perpetuar las desigualdades, asegurando que sus privilegios sean intocables.

El niño escuchaba atento mientras su padre continuaba:

—Y cuando alguien se atreve a oponerse, cuando hombres y mujeres valientes exigen vivir con dignidad, se enfrentan al dolor, a la violencia, a la exclusión. Por eso, los derechos humanos no son un capricho ni una ocurrencia reciente. Son una necesidad para equilibrar un mundo desigual. Pero, hijo, algo muy importante que debes saber es que ninguno de estos derechos ha sido un regalo de los poderosos. Ningún gobernante los ha concedido por su generosidad. Cada derecho que hoy disfrutamos y celebramos es el fruto de luchas incansables, de sacrificios y, lamentablemente, de sangre derramada.

El niño, con los ojos abiertos de par en par, preguntó:

—¿Quiénes lucharon por ellos, papá?

El padre sonrió con melancolía antes de responder:

—Fueron muchos, hijo. Estudiantes, obreros, campesinos, mujeres, indígenas, afrodescendientes… Todos ellos, en algún momento de la historia, se organizaron y enfrentaron al poder establecido para reclamar lo que les correspondía por derecho. Cada conquista, como el derecho a la educación, a la salud, al trabajo, o a vivir sin discriminación, ha sido posible gracias a esas luchas. Lamentablemente, esas luchas también costaron vidas. Hubo quienes dieron todo para que hoy tú y yo podamos hablar de estos derechos como algo que nos pertenece.

El niño, reflexivo, murmuró:

—Entonces, los derechos humanos son como un escudo para protegernos de la injusticia.

El padre asintió.

—Exactamente, hijo. Pero no basta con saber que existen. Tenemos que conocerlos, defenderlos y exigir que se cumplan. La vida, en su esencia más pura, depende de que entendamos que mi felicidad depende de la felicidad del otro. Los derechos humanos nos enseñan que debemos luchar no solo por nosotros mismos, sino por todos, para construir un mundo más justo y humano.

Y así, entre preguntas y respuestas, el niño comenzó a comprender que la lucha por la dignidad y la justicia es un compromiso que debe asumirse con la vida misma.

El padre explicó que el enfrentamiento entre visiones del mundo ha existido desde siempre. Por un lado, están aquellos que buscan apropiarse de todo, cegados por la ambición de acumular, ignorando que la naturaleza no pertenece a nadie en particular. La tierra, los ríos y los frutos que esta genera no son propiedad exclusiva, sino bienes que la naturaleza ofrece generosamente para que todos podamos vivir. Por otro lado, están quienes comprenden que la vida en paz solo es posible si se construye desde la solidaridad, el trabajo colectivo y el reparto justo de los recursos.

La filosofía del Ubuntu nos enseña una verdad poderosa: «Soy porque somos». Este principio nos recuerda que no existe felicidad verdadera en lo individual si no se comparte en lo colectivo. Mis derechos terminan donde comienzan los del otro, y la riqueza, si no es compartida, se convierte en una carga que perpetúa el sufrimiento y las desigualdades.

Por eso, los derechos humanos no son una utopía inalcanzable, sino un ideal que debemos perseguir con nuestras acciones diarias. Es un llamado a reconocer al otro como nuestro igual, a construir juntos un mundo más justo. Desde la lucha por el pan de cada día hasta la defensa de la dignidad en todas sus formas, estos derechos nos invitan a recordar que lo que nos hace humanos es la capacidad de cuidar y de ser cuidados, de dar y de recibir, y de construir una felicidad que nos incluya a todos.

El 10 de diciembre, Día de los Derechos Humanos, no debería ser únicamente una fecha conmemorativa, sino un llamado urgente a la acción. Este día representa las conquistas alcanzadas con sangre, sudor y resistencia por quienes, a lo largo de la historia, se han levantado contra las injusticias. Obreros que cayeron en las calles de Guayaquil, Quito, Esmeraldas y otros rincones del Ecuador y del mundo; campesinos e indígenas que han defendido con valentía su tierra y su cultura; mujeres que, con firmeza, han exigido igualdad; y afrodescendientes que han luchado incansablemente por su libertad y dignidad. Cada derecho que hoy celebramos es fruto de estas luchas, nunca una concesión de quienes ostentan el poder.

Los derechos humanos no son conceptos abstractos ni palabras vacías. Son el derecho a la salud, a la educación, al trabajo digno, a vivir en un entorno libre de discriminación. En esencia, son el derecho a una vida digna para todas y todos. Sin embargo, estos derechos no se cumplen automáticamente: necesitan ser defendidos, exigidos, conquistados una y otra vez.

Empoderarse de los derechos humanos implica conocerlos, comprender su importancia y levantarse cuando son vulnerados. Solo entonces podremos aspirar a un mundo donde la igualdad y la justicia no sean meros ideales, sino realidades palpables. El Día de los Derechos Humanos debe recordarnos que la verdadera paz solo se alcanzará cuando cada persona pueda vivir con dignidad y cuando cada conquista social sea preservada y fortalecida por las generaciones futuras.

Vivimos en un mundo marcado por profundas contradicciones, donde las guerras, las violaciones a los derechos humanos, la muerte de niños y madres, y la destrucción del medio ambiente se justifican bajo el pretexto de una ambición desmedida. La venta de armas, el saqueo incontrolado de los recursos naturales y la indiferencia de quienes controlan los sistemas de poder son manifestaciones de un modelo económico y social basado en la acumulación y el lucro a toda costa. Este modelo, lejos de garantizar bienestar o felicidad, perpetúa el sufrimiento, profundiza las desigualdades y amenaza la existencia misma del planeta.

Frente a esta realidad, resulta imperativo transformar la arquitectura social de nuestras sociedades y del mundo entero. No podemos seguir construyendo sobre cimientos que priorizan la codicia y el privilegio por encima de la dignidad humana. Necesitamos un cambio que coloque en el centro a la vida, en todas sus formas, como el bien más preciado.

Este cambio requiere un regreso a principios fundamentales, como los que inspira la filosofía del Ubuntu: «Soy porque somos». Una visión de comunidad que nos invita a reconocer al otro, a compartir y a vivir en equilibrio con la naturaleza, entendiendo que la tierra no es una mercancía, sino un bien común que debemos proteger. Solo desde esta ética, basada en la solidaridad y el respeto mutuo, podremos construir un sistema sanador, justo y sostenible, donde la felicidad sea un derecho compartido y no un privilegio exclusivo.

El planeta se desangra bajo el peso de la codicia y la indiferencia, pero aún hay esperanza. No todo está perdido. Podemos construir una nueva realidad donde la solidaridad, el respeto y el trabajo colectivo se conviertan en los pilares fundamentales de nuestra existencia. Es posible imaginar un futuro guiado por un alabao purificador, un canto de sanación que nos devuelva al respeto por la vida, por la naturaleza y por nuestra humanidad compartida. Este canto no es solo una melodía, es una invitación a transformar nuestra forma de estar en el mundo, reconociendo que mi felicidad depende, inexorablemente, de la felicidad del otro.

Cantemos este alabao:

Toma mi mano, hermano, somos hijos de la misma tierra,
Somos constructores de paz y no de guerras,
La tierra es nuestra madre, y es nuestro lo que nos da,
Juntemos nuestras manos para juntos caminar,
para tomar los frutos de la felicidad.

El padre, con la sabiduría que nace del amor y la experiencia, concluye su conversación con el niño:
—Hijo mío, los derechos humanos existen porque hay quienes olvidan que todos somos parte de un mismo tejido. Existen porque la vida, el bien más preciado, debe ser protegida de aquellos que anteponen la ambición y el poder al bienestar común. Pero nunca olvides que el cambio empieza con nosotros: en cómo compartimos, en cómo cuidamos, en cómo trabajamos juntos. Sueña y lucha por un mundo donde nadie tenga que preguntarse: “¿Por qué son necesarios los derechos humanos?”.

Y así, bajo la sombra de ese canto purificador, ambos entendieron que la verdadera revolución empieza en el corazón de cada uno.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.