Recomiendo:
0

La relación de Harold Pinter con el cine

Un rebelde, el cine inconforme y sus linajes

Fuentes: La Jiribilla

Si bien las últimas de las muy frecuentes incursiones de Harold Pinter en el cine se limitan al terreno interpretativo (ocasiónales intervenciones como actor episódico en El sastre de Panamá, 2001, de John Boorman y Mansfield Park, 1999, de Patricia Rozema), mayormente su aporte se ha dirigido al terreno de la elaboración del guión, la […]

Si bien las últimas de las muy frecuentes incursiones de Harold Pinter en el cine se limitan al terreno interpretativo (ocasiónales intervenciones como actor episódico en El sastre de Panamá, 2001, de John Boorman y Mansfield Park, 1999, de Patricia Rozema), mayormente su aporte se ha dirigido al terreno de la elaboración del guión, la dramaturgia, la trama, el diseño de los personajes o la adaptación al cine de sus propias obras teatrales, porque si bien nadie discute que Pinter es una de las figuras claves de la dramaturgia anglosajona en el siglo XX, sus aportes jamás se limitaron al mundo de las tablas, y trascendieron mundialmente mediante el cine.

En la coproducción británico-germana The Handmaid’s Tale o El cuento de la doncella, realizada en 1990 por Volker Schlöndorff, Pinter se dedicaba a la adaptación para la pantalla grande la novela futurista, distópica, de Margaret Atwood, sobre un porvenir amenazado por una suerte de retorno, en Estados Unidos, al calvinismo fundamentalista. A las mujeres arias, jóvenes y saludables se les lava el cerebro para que se conviertan en portadoras, sin voluntad, de los bebés procreados por una raza «pura y superior».

Igual pesimismo, pero en el área de las relaciones de pareja trasluce Betrayal o El riesgo de la traición (1983), de David Jones, para la cual Pinter escribió el guión a partir de su propia, y homónima, obra de teatro. El triángulo de intensidades que generaban Jeremy Irons, Ben Kinsley y Patricia Hodge se enreda y desenreda de modo que se patentiza, de manera bien evidente, el descreimiento del autor en relaciones amorosas duraderas y apacibles.

Similar desilusión habita en las múltiples imposibilidades que cercan a los cuatro personajes protagónicos de La mujer del teniente francés (1981), obra cimera del cine romántico dirigida por ese maestro del montaje que fue Karel Reisz. Filme consagratorio para Meryl Streep y para el propio Jeremy Irons, que interpretaban a una pareja de amantes en la Inglaterra victoriana, y también a la pareja de actores que desde el confortable siglo XX encarnaban la represiva sexualidad de aquella época, también se trataba en este caso de la adaptación de la novela de John Fowles, en un guión que, prodigiosamente, conseguía potabilizar una novela considerada imposible de llevar al cine por sus constantes referencias ensayísticas a Darwin, Freud o Marx. La adecuada dirección de Reisz, los dos actores protagónicos y la soberbia fotografía de Freddie Francis contribuyeron a darle entidad y presencia a un guión ya de por sí extraordinario.

También es un relato concebido por otro escritor, El último magnate (1976), de Elia Kazan, que se apoya en la novela inconclusa de Scott Fitzgerald sobre sus impresiones relativas al Hollywood de los años treinta. Con un elenco irrepetible donde destacan Robert de Niro, Tony Curtis, Robert Mitchum, Jeanne Moreau, Jack Nicholson, Ray Milland y Anjelica Huston, entre otros, el filme resultó algo así como un descomunal elefante blanco, raro, incomprendido y por momentos fascinante.

Pero si los guiones de Pinter atrajeron a directores tan respetados como Kazan, Reisz o Schlöndorff, fue el norteamericano naturalizado británico Joseph Losey el realizador que se especializó a fondo en la dramaturgia pinteriana, esa reveladora «de precipicios ocultos bajo la plática cotidiana», «de espacios cerrados y diálogos imprevisibles donde las personas están a merced unas de otras y las fachadas se derrumban». Losey dirigió dos de las mejores películas británicas de los últimos cuarenta años: Accidente, en 1967, y El mensajero, en 1971, ambas con guión de Pinter, la primera basada en una novela de Nicholas Mosley sobre seis personas que se destrozan verbalmente durante un verano en el Oxford de los irredentos y prodigiosos años sesenta. Con el Premio Especial del Festival de Cannes, El mensajero fue la cima del reconocimiento para cualquier filme firmado por Pinter. Inspirado en una novela de LP Hartley, Pinter y Losey construían un retrato demoledor de cuán destructivas y exterminadoras resultan las diferencias de clase y los sistemas de castas.

Los filmes con guión de Harold Pinter representaron lo que el filósofo Georg Lukacs llamaba la unión entre naturalismo y vanguardia. Pinter comenzó su extensa obra en 1957 con TheRoom (El cuarto), y desde entonces las habitaciones cerradas, con muy pocos personajes, son escenario de sus dramas críticos, agudos, naturalistas. En 1960 se estrenó The Caretaker, que se tradujo como El guardián, iniciaría su fama, sería llevada al cine cuatro años después por Clive Donner, y alcanzaría reputación como la más cómica y famosa de sus obras de teatro. El cine y el teatro de esta época se mixturaba en la generación de los llamados «angry young men» o jóvenes furiosos. Otras de sus obras teatrales llevadas al cine, siempre con guión suyo, serían Birthday Party, que dirigió William Friedkin en 1968, y The Homecoming, de 1973, conducida por Peter Hall. Las obras teatrales de los jóvenes airados, es decir, John Osborne, Shelagh Delaney, David Mercier y Harold Pinter, planteaban problemas como el puritanismo, los rezagos del imperialismo tradicional británico, y la marginación clasista, racial o sexual dentro de la discriminadora sociedad británica. Pinter no quiso conformarse. No quiere asumir como inmutables ciertas facetas voraces y desintegradoras de los seres humanos.