Erik Olin Wright se radicalizó en los años sesenta y ya nunca dejó de ser marxista pues su brújula moral sencillamente no le permitió desviarse de esa senda. Con su muerte, la izquierda ha perdido a uno de sus intelectuales más brillantes
Erik Olin Wright en una conferencia organizada por la Fundación Rosa Luxemburgo en 2011. PATRICK STARY – RLS
El miércoles [23.01.2019] murió Erik Olin Wright, solo unos meses después de recibir un diagnóstico de leucemia avanzada. Durante los primeros días que siguieron al diagnóstico, se dedicó a dar los últimos retoques a su libro How to be an Anti-Capitalist for the Twenty-First Century, que se publicará a fines de este año.
Seguramente, si Wright hubiera sobrevivido, ese no sería su último libro. Aunque ya tenía setenta y un años, una edad en la que la mayor parte de los pensamientos de los académicos se concentran principalmente en el retiro, Wright ni siquiera había considerado tal intención. «Planeo ‘profesar’ el derecho hasta el final» solía bromear [haciendo un juego de palabras con el sentido de la palabra right]. Continuaba siendo increíblemente activo, produciendo profusamente nuevos textos, supervisando doctorados, viajando y dando conferencias.
Aun cuando nos deja una obra enorme escrita a lo largo de más de cuarenta años, uno no puede dejar de sentir que su agenda ha quedado abruptamente interrumpida. Quienes lo hemos conocido y amado hemos perdido a un querido amigo. Y la izquierda, que hoy muestra signos de revitalizarse tras años de retraimiento, ha perdido a uno de sus intelectuales más brillantes.
El carácter central de la clase
Erik será recordado como el más importante teórico de las clases de la segunda mitad del siglo XX y como el máximo sociólogo marxista de su tiempo.
Irónicamente, cuando presentó su tesis de doctorado en la Universidad de California en Berkeley solo tenía la intención de clarificar brevemente el lugar que ocupa el concepto de clase en la teoría marxista, para poder pasar a ocuparse de su verdadero interés que era la teoría del Estado. Pero pronto se dio cuenta de que el tema no admitiría un tratamiento somero. Y pensó que resolver las cuestiones de su estatus conceptual, sus pretensiones teóricas y sus predicciones empíricas le llevaría un poco más de tiempo… quizá algunos años.
De hecho, le llevó cuatro libros, decenas de artículos y la creación de un equipo de investigación diseminado por varios países, un proceso que se extendió a lo largo de un cuarto de siglo. Cuando Erik sintió que era el momento de avanzar hacia el siguiente proyecto, había refinado el concepto de clase mucho mejor que cualquier otro marxista anterior a él y había obligado a los representantes de las instituciones dominantes a reconocer, por primera vez en el siglo XX, su validez.
Si bien a menudo se le ha descrito como un «neomarxista» -una expresión que sugiere un distanciamiento de la tradición clásica-, la conceptualización de la clase propuesta por Erik O. Wright era completamente ortodoxa y se fundaba en tres proposiciones centrales.
En primer lugar, mientras las teorías de la corriente dominante consideran que la clase está conectada con el ingreso, Erik reflotó la opinión de Marx para quien la clase era una relación social fundada en la explotación. La explotación se da cuando un grupo hace derivar sus medios de vida del control del trabajo de otro grupo. De modo tal que lo que determina la clase de una persona no es su ingreso sino cómo gana ese ingreso. En segundo lugar, puesto que la clase se basa en la extracción forzada del trabajo, es necesariamente antagonista. Requiere que la clase dominante socave el bienestar de los grupos subordinados, lo cual, a su vez, tiende a generar la resistencia de estos últimos. En tercer lugar, en ciertas condiciones, ese antagonismo adquiere la forma de conflicto organizado entre las clases o la lucha de clases.
Pero esta formulación creó el rompecabezas central de todas las teorías de clase marxistas: ¿cómo explicar la existencia de la clase media? Si el capitalismo es un sistema económico en el que hay explotadores y explotados, ¿qué decir entonces de las personas que están en el medio, que parecen no pertenecer a un grupo ni al otro? Un ejemplo clásico es el de los comerciantes o el de los profesionales asalariados. ¿Son explotadores o explotados?
Muchos marxistas respondieron a este interrogante sugiriendo dos soluciones posibles. La primera, que el capitalismo mismo resolvería el problema de la clase media quitándosela de encima. El mismo Marx en algunas de sus formulaciones sugería esta posibilidad: con el tiempo, las personas pertenecientes a esa clase se sumergirían en la clase trabajadora o se elevarían a las filas de los capitalistas. El desafío conceptual tenía en sí mismo fecha de caducidad.
La segunda solución consistía en sugerir que, aun cuando muchas personas parecieran estar en el «medio», aquello era una ilusión que desaparecía cuando se observaba más atentamente su situación. Según este argumento, bien miradas, la mayoría de las personas pertenecientes a la «clase media», en realidad, era simplemente trabajadores y solo una pocas eran capitalistas.
De manera que, mientras la primera posición afirmaba que en algún momento del futuro habría solo dos clases, la otra sostenía que ya ahora había solo dos clases. Desde uno y otro punto de vista, el resultado era el mismo: solo dos clases.
Erik rechazó ambas posiciones. Primero, estaba claro que la clase media no era una categoría residual, condenada a desaparecer con el paso del tiempo. El capitalismo creaba activamente las ocupaciones que identificamos con ese estrato social: siempre habría tenderos, gerentes de nivel medio, profesionales asalariados, etcétera. Segundo, si bien es verdad que muchos «profesionales» solo son trabajadores altamente cualificados, hay otros que son mucho más que eso. Son personas que tiene auténtica autoridad sobre otros trabajadores, cuyos ingresos proceden solo en parte de un salario y que tienen control genuino sobre su propio trabajo. El poder y la capacidad de decisión de los que gozan parecen cualitativamente diferentes de los de un trabajador asalariado. Por lo tanto, la clase media existe. La cuestión es: ¿cómo la incorporamos al marco marxista?
La solución de Erik parece simple pero era profunda. Definía la clase media como aquellos grupos que contenían elementos de ambas clases: la del capitalista y la del trabajador. Los comerciantes comparten algunas cualidades con los capitalistas porque son los dueños de sus medios de producción, pero también con los trabajadores, porque tienen que ser participantes activos en el trabajo de la tienda. Los gerentes de nivel medio tienen algunos de los poderes de los capitalistas por cuanto ejercen poder sobre los trabajadores, pero, como estos, carecen de control real sobre las decisiones de inversión.
De ahí llegó Erik a su famosa conclusión: la clase media ocupaba posiciones contradictorias dentro de la estructura de clases. Lo cual, políticamente, significaba que esta clase tendía objetivamente hacia una y otra dirección, hacia el mundo del trabajo y el del capital. Pero no podía predecirse hacia cual de las dos irían a parar sus miembros. Esto dependería de cómo convergieran la política y las circunstancias en cada momento determinado.
Soñar de manera realista
Erik comprendió que, por más que los marxistas trataran la clase como un concepto científico, la clase tenía además un apuntalamiento normativo. Decir que el capitalismo se basa en la explotación es lanzar un acusación moral contra el sistema. Nos exige trabajar en pos de una sociedad que no se base en que un grupo subordine sistemáticamente a otro, una sociedad en la que el alcance del desarrollo individual no quede paralizado por las privaciones y la inseguridad.
Pero en las postrimerías del siglo XX, muchos progresistas habían perdido la confianza en la posibilidad de semejante alternativa. En los años felices de la izquierda, había habido dos fuentes de esperanza. Para muchos, fue la existencia de la Unión Soviética, que pareció la evidencia concreta de que era posible trascender el capitalismo. La segunda fuente de optimismo procedía del interior mismo del marxismo, de su teoría de la historia, que parecía prometer que el capitalismo, tarde o temprano, daría paso a un nuevo sistema económico, así como los sistemas que los precedieron habían engendrado formas más avanzadas de organización social.
Al finalizar el siglo, estas dos creencias andaban en harapos. El modelo soviético no solo se había derrumbado sino que su desaparición parecía desacreditar la idea misma de una sociedad poscapitalista. Y muchos marxistas, tal vez la mayoría, habían llegado a juzgar que el materialismo histórico ortodoxo era una teoría con profundos defectos.
El mismo Erik llegó a esta conclusión en un largo compromiso con la teoría, tal como la había desarrollado su buen amigo Gerald Cohen. No había ningún telos histórico que condujera a un futuro socialista. Amplios sectores de la izquierda no solo descreyeron de la posibilidad del socialismo sino que además ni siquiera tenían claro qué clase de forma institucional podría encarnarlo.
Reconociendo el efecto debilitante que tendrían estos sentimientos en la práctica política, Erik se lanzó al siguiente proyecto de su carrera: la serie de la Utopías Reales [Real Utopias series]. La idea básica era sencilla. Históricamente, los marxistas habían seguido el desdén que el propio Marx había manifestado por los proyectos detallados de la sociedad futura, que con demasiada frecuencia degeneraban en fantasías utópicas. Pero, como señaló Erik, este rechazo tradicional de los modelos sociales se había convertido en un lastre. Si pedimos que la gente se sacrifique y se arriesgue por un futuro mejor, tenemos que proporcionarles alguna idea de qué es aquello por lo que están peleando, algo más que un conjunto de principios. Las personas necesitan saber cuál podría ser la alternativa.
Erik lanzó el proyecto de las Utopías Reales para generar propuestas concretas para las instituciones que encarnaran los principios socialistas. Era utópico en el sentido de que procuraba impulsar ideas muy ambiciosas, suficientemente audaces para concebir formaciones sociales fundamentalmente diferentes del capitalismo, pero eran ideas sustentadas en la realidad pues se basaban en la experiencia real dentro del capitalismo.
El argumento básico del proyecto aparece expuesto en su libro Construyendo utopías reales , aunque, en gran medida como el proyecto anterior sobre la estructura de clase, fue un trabajo en colaboración y de alcance internacional. Durante más de quince años, este proyecto generó una media docena de volúmenes editados, cada uno de los cuales se organizó alrededor de una propuesta concreta -por una reforma legislativa, por la igualdad de géneros, por la democracia en los lugares de trabajo, etcétera- y contó con la participación de docenas de destacados académicos.
Resistencia moral
Erik estuvo inmerso en la teoría marxista y su desarrollo durante medio siglo. Se adhirió a ella a fines de los años sesenta cuando muchos de sus pares se radicalizaban en las universidades. Pero, aun cuando su generación se apartó de la política socialista y de la teoría marxista, él permaneció firme.
Lo más notable de esta decisión es que la tomó teniendo muy pocos de los apoyos sociales con que supuestamente cuenta uno en esos casos. Erik nunca formó parte de una organización política. Ni estuvo respaldado por un medio intelectual de izquierda como Socialist Register ni New Left Review. No participó de manera particularmente activa en la política local y hasta sus círculos sociales eran francamente típicos de la élite académica estadounidense. Nada en su contexto social e intelectual parecía impulsarlo a su largo compromiso de varias décadas con el marxismo.
La resistencia de Erik nacía del interior de sí mismo, de una singular integridad moral e intelectual. Fue uno de esos raros individuos que, una vez que han reconocido la verdad de una proposición, sencillamente no pueden abandonarla. Continuó siendo marxista porque su brújula moral no le habría permitido apartarse de esa senda. Tan simple como eso. Y precisamente por su simplicidad, tan sorprendente, la resistencia de Erik se inspiró en la fuerza pura de su personalidad, aun cuando el espectro de apoyos sociales y políticos no fuera suficiente para sostener el compromiso de tantos otros pensadores de su generación.
La misma integridad resplandeció en su relación con sus estudiantes. Casi es un cliché alabar a los académicos fallecidos por su dedicación a la enseñanza, pero en el caso de Erik la descripción es absolutamente exacta. A lo largo de su carrera, supervisó docenas de disertaciones sobre una asombrosa variedad de temas de estudiantes de todo el mundo.
Cuando alguno de ellos le acercaba un texto pidiéndole su comentario, la respuesta de Erik no se hacía esperar y, en ocasiones, tenía una extensión mayor que la del documento comentado. Tenía una sorprendente habilidad para captar de inmediato el meollo de un argumento y era habitual que lo reformulara de manera más clara y concisa que el original. En realidad, uno de los mayores favores que hacía a sus interlocutores era elevar sus argumentos a un nivel más alto y más exaltado, hasta ponerlos a la altura de una valiosa crítica.
Erik vivió una vida increíblemente rica y deja tras de sí un legado admirable pero se ha ido demasiado pronto. Ni siquiera había comenzado a desacelerar la marcha, mucho menos a perder potencia. Fue una de las personas más felices que he conocido. Cuando alguien le preguntaba cómo estaba con frecuencia le escuchaba responder: «Bueno, supongo que la vida podría ser mejor, pero no puedo imaginar cómo». Cuando el cáncer lo atacó, Erik luchó por equilibrar una visión realista con un impulso optimista, exactamente como hizo siempre con sus compromisos morales. Se sentía profundamente triste por la inminencia de la muerte, pero siempre tranquilizó a su familia y a sus seres queridos asegurándoles que no tenía miedo.
En uno de las últimas entradas subidas a su diario en CaringBridge, se negaba a entregarse a cualquier fantasía romántica sobre la vida después de la muerte. «Soy», escribió simplemente, «polvo de estrellas que aleatoriamente vino a parar a este maravilloso rincón de la Vía Láctea». Pero esto no es del todo exacto. Es verdad, la mayoría de nosotros no somos más que eso. Pero unos pocos, muy pocos, son algo más. Descansa en paz, Erik.
[Erik Olin Wright murió el miércoles 23 de enero. Entre sus publicaciones destacan Clase, crisis y Estado , Clases , Construyendo utopías reales y Comprender las clases sociales .]
Vivek Chibber es profesor de Sociología en la Universidad de Nueva York. Su ultimo libro es Postcolonial Theory and the Specter of Capital (Ediciones Akal, en prensa).