¿Serás, amor, / un largo adiós que no se acaba? (Salinas) Madera dulce de la luz: estría / triste del día que se va. Nos vamos. / Más que lavar el alba, sombreamos / el abanico de la noche fría (Blas de Otero) Por favor, no la impregnen con su halitosis. No empleen su verbo lenguaraz […]
(Salinas)
triste del día que se va. Nos vamos. /
Más que lavar el alba, sombreamos /
el abanico de la noche fría
(Blas de Otero)
Por favor, no la impregnen con su halitosis. No empleen su verbo lenguaraz para hablar de «Mar adentro», toda una estética de la dignidad, para soltar sobre ella una sarta de topicazos y de garrulerías. Me importa un rábano que al estreno de esta película de Amenábar haya acudido ZP. Me tira de las suelas de los zapatos que algunos señores de la derechona más rancia y apolillada se escandalicen, no viendo más allá de su ideario tan rígido y rijoso. La historia que se nos presenta es, ante todo, una declaración de amor a la vida. Hay toda una estética, toda una poética, en la que el protagonista se prepara y se emplea a fondo para despedirse de ella, de la vida. En los momentos que se roza lo sublime, y son varios, lo que se pone ante la pantalla es un canto de cisne, un ceremonial de adioses, que va dirigido a ella, a la vida.
A ella, a la vida, digo, que, como no podía ser de otra manera, tiene para el personaje que encarna Bardem rostro y cuerpo de mujer. Rostro y cuerpo de una actriz que, con los años y con el dramatismo del papel que protagoniza, gana lo indecible en hermosura. En esos ojos arrasados por el dolor, en ese rictus de amargura, en esos cigarrillos compartidos, Belén Rueda está espléndida. Es el dolor quien la esculpe. Es el amor quien la forja. Es lo imposible lo que la hace embellecerse hasta el estremecimiento. Hay momentos en la vida, tan duros, como los golpes de los que habla César Vallejo. Hay momentos en la vida en los que se pierden las fuerzas y aquello que nos sostuvo hasta ese mismo instante deja de hacerlo ya. Se arroja la toalla. No, no hablo de suicidio, sino de situaciones anímicas.
Yo estoy seguro de que muchos médicos, a la hora de referirse a enfermos que se les han muerto, más allá de los diagnósticos propiamente dichos, apuntarían que la ventosa a la que sus pacientes estuvieron adheridos dejó de cumplir su función. Otro tanto de lo mismo podrían atestiguar familiares de fallecidos que asistieron al momento en que el apego por la vida perdió toda su consistencia. Ésta y no otra es, a mi juicio, la tesitura en la que se incardina «Mar adentro». En el caso de Ramón, lo que hace es forjar una estética de la dignidad que deriva en una despedida de la vida, cuyo proceso, es, como vengo diciendo, un canto de cisne. Los donaires de los que Cervantes se despide en el estremecedor prólogo del Persiles son los que invoca el protagonista de esta película, donaires que no pueden ser disfrutados en su caso por las limitaciones de su terrible enfermedad. Un canto de cisne en un escenario de ensueño.
La luz de Galicia, su niebla. El verdor de su paisaje, la fuerza imparable de su mar, elementos todos éstos que para un asturiano son ciertamente próximos. Un canto de cisne que modula el erotismo más sobrecogedor, aquel que recuerda, aquel que soñó, aquello que fue tan suyo y lo agarró con tamaño empeño a la vida. Hay alguien que no puede evitar sobrecogerse ante esta estética de la dignidad y lo acompaña en su recorrido. Es ella, es su amiga. Es tan real y tan metafórica como la vida. Es la mujer en la que se vuelca y en la que se vacía a golpe de versos escritos desde la boca, fervorosa metáfora de ese clamor y de ese amor. Porque los únicos revolcones posibles de esta historia de amor y de deseo no pueden ir más allá de lo que permite el bolígrafo que la boca sujeta, desgarrado y sobrevenido muñón de una mano que tocó y acarició la vida. Es la lucidez y la ensoñación de un hombre que enamoran con todos los tintes épicos y líricos a una mujer, a un cuerpo de mujer que siente y padece, a quien le duele un deseo tan vehemente como imposible de ser satisfecho.
Canto de cisne que se torna antorcha que ilumina el pasado y lo convierte en llamarada, en zarza ardiendo. Canto de cisne que vuelve vivas las huellas, que las hace perceptibles a la vista por su intensidad y al olfato por su frescura. Amor, amor intenso, el que sigue la senda de esas huellas, que cuenta con tantas alusiones en la literatura, en la Odisea homérica sin ir más lejos. Amor no menos intenso visualizado en huellas es el que describe con precisión conmovedora la actriz María Casares en su libro de Memorias. Amor, amor a la vida. A una vida de la que el protagonista quiere despedirse con un adiós que es canto de cisne. Canto que cautiva y estremece a un tiempo. Estética de la dignidad que deviene en declaración de amor. ¿Acaso podía derivar y naufragar en algo mejor?