Semanalmente recibimos cuestionamientos y participamos en debates donde personas de distinguida formación buscan comprender los porqués de la oposición de elite, léase Partido de la Social Democracia Brasileña y Demócratas (respectivamente, PSDB y DEM), al gobierno de Luiz Inácio Lula de Silva y, específicamente, a la candidatura de Dilma, ambos del Partido de los Trabajadores […]
Semanalmente recibimos cuestionamientos y participamos en debates donde personas de distinguida formación buscan comprender los porqués de la oposición de elite, léase Partido de la Social Democracia Brasileña y Demócratas (respectivamente, PSDB y DEM), al gobierno de Luiz Inácio Lula de Silva y, específicamente, a la candidatura de Dilma, ambos del Partido de los Trabajadores (PT). Generalmente la pregunta es simple: ¿Por qué esta gente está reclamando tanto? Las cuestiones son expresadas con bastante perplejidad, lo que es muy razonable frente a los argumentos expuestos.
Para analizar a un gobierno y la sucesora por este indicada es preciso adentrarse en algunas variables. De éstas, las relacionadas con la estabilidad y evitar las incertidumbres son las más importantes para el mantenimiento de la división del poder, asegurando las ganancias opulentas de aquellos de siempre. Veamos:
Nadie con la conciencia perfecta puede decir que Lula profundizó la reforma agraria, disminuyó el lucro de los bancos, impuso una tasa el capital transnacional, acotó las grandes fortunas, redistribuyó los presupuestos de publicidad (liquidando a los opositores del oligopolio mediático nacional), o incentivó el aumento del nivel de protesta y organización popular. Ni aún atendió a cualquiera de las banderas históricas que dieron cara y cuerpo a su partido en la década de 1980, como la lucha por una sociedad socialista a partir de la movilización de la clase obrera.
Por el contrario, el presidente alcanzó una nueva base social, dio el beneplácito a los históricos adversarios sindicales (hoy representados en la Fuerza Sindical, una central sindical neoliberal montada con apoyos explícitos de los grandes empresarios nacionales e internacionales a finales de la década de 90) y tranquilizó a los movimientos sociales con subsidios y proyectos de infraestructura.
Lula ejecutó sus políticas sin aumentar la tensión social y fue disminuyendo paulatinamente el poder de los liderazgos populares aunque no el propio. Su gobierno desorganiza a la izquierda social y también la electoral, dejando a los que creen en esta vía (Partido Socialismo y Libertad – PSOL; Partido Socialista de los Trabajadores Unificado – PSTU; Partido de la Causa Obrera – PCO; y Partido Comunista Brasileño – PCB, este el partido de izquierda más antiguo del Brasil) con ínfimos índices de intención de voto, muchas veces ni siquiera apareciendo.
Si buscáramos en algunos de los hechos narrados arriba por el gobierno de Luiz Inácio, no veremos ninguna razón de interés material para la oposición más a la derecha. Pero, como la política no se hace sólo con la máquina de calcular, es obvio que el problema es de fondo. Cierta vez, uno de nosotros escribió en el blog del periodista Ricardo Noblat, que el precepto de la racionalidad de los emprendedores no estaba por encima de sus opciones ideológicas.
Parafraseando a James Carville, figura sellada en la CNN y estratega del Partido Demócrata americano durante la campaña presidencial de 1992, cuando Bill Clinton derrotó a George Bush Padre, se constata que: «¡Es la ideología, estúpido!». En el caso, estamos refiriéndonos a la saña de privatización de los neoliberales de Río Grande del Sur, uno de los estados brasileños, aunque esto implica el hipotético fin de su fuente de recursos casi exclusiva y la mayor parte de las veces atendiendo al neologismo de «préstamos a fondo perdido».
Los flujos de caja del estado no justifican la permanente ganancia política de desmontar toda y cualquier estructura que acordara el pasado positivista (en los gobiernos del Partido Republicano Río-Grandense -PRR- que se predisponía a regenerar a la sociedad con el cumplimiento de la orden a cualquier coste); el Estado Nacional-desarrollista dejado por el gobierno de Leonel Brizola entre 1959 y 1963; y profundizado por la dictadura a través de su modernización conservadora.
Es esta misma falta de «lógica» cartesiana que lleva a la desesperación a cualquier evaluador supuestamente sensato, como si eso existiera en el Juego Real de la Política. Es un problema de identidades y no de consecuencias societarias. Recordamos la fábula del sapo y del escorpión, cuando el primero lleva el arácnido sobre su dorso al atravesar el charco (o sería el «mar de lama»). Si el segundo pica el sapo a transportarlo, ambos morirían ahogados. Pero, como es de su «naturaleza» el ataque venenoso, el escorpión lo realiza, no importando las más funestas consecuencias. La suerte del piso de encima de la pirámide social brasileña es que el actual mandatario lleva otros bichos consigo, además de los que contra él combaten.
Veamos la paradoja. Cuando aún podían «marchar con Dios y la familia por la democracia», no lo hicieron, haciéndose menos competentes que los sectores reaccionarios de la sociedad brasileña que marcharon por la «libertad» antes del Golpe Militar de 1964. Ahora, imagino el arrepentimiento de los que apuestan en el todo o nada en la recta final de la primera vuelta. No tuvieron esta misma disposición en el auge de los testimonios, durante la crisis política de 2005, cuando casi acusan Lula de corrupción, y hasta podrían haber logrado alguna cosa. Pero ahora, en la recta final de la primera vuelta de la sucesión, todo les queda muy difícil, por no decir imposible.
Bruno Lima Rocha es politólogo (phd), docente universitario y periodista profesional; militante de la FAG (www.vermelhoenegro.org/fag) y editor del portal Estratégia & Análise (www.estrategiaeanalise.com.br)
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Rafael Cavalcanti es estudiante de periodismo y trabaja en la comunicación sindical; actúa en Estratégia & Análise
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