Como quien pasa bruscamente de la oscuridad a la luz del sol o de la luminosidad a la oscuridad, ha de ir adaptando la pupila al grado de luz o de penumbra, así pasó mi generación de un régimen a otro; con los ojos entornados, observándolo todo con curiosidad y expectación al mismo tiempo, pero […]
Como quien pasa bruscamente de la oscuridad a la luz del sol o de la luminosidad a la oscuridad, ha de ir adaptando la pupila al grado de luz o de penumbra, así pasó mi generación de un régimen a otro; con los ojos entornados, observándolo todo con curiosidad y expectación al mismo tiempo, pero también con cierto aturdimiento y temor a lo que podría seguir. Los militares transmitían con su silencio una atmósfera de tensión que recorría el sistema nervioso de todo el país. Se hablaba de estar redactándose una Constitución. Pero al final, lo que supimos es que ninguno de sus siete redactores procedía del pueblo llano. Por lo que no podríamos abrigar mucha esperanza de que la concepción general de lo que luego llamaron pomposamente Carta Magna (como si estuviésemos en los albores de la rendición de la realeza a la aristocracia en 1215 en Inglaterra), incluyese la oferta de una reconciliación simbólica que de algún modo reparase el daño de postguerra causado por la dictadura a los perdedores de la guerra. Pero en España, del curso de la historia nunca puede esperarse esa clase de grandezas.
El caso es que los de mi generación, en términos generales, cuando llegó el día cumbre, ya estábamos situados en la sociedad. La mayoría, quizá todos, teníamos una vivienda en propiedad, un empleo sólido, pues entonces no había apenas paro, hijos y confort. Lo que hubiese de suceder en el plano político, tan acostumbrados estábamos al absoluto ayuno de política, lo mismo que de sexualidad, exclusivamente subrepticia, casi nos resultaba indiferente. Lo único que sabíamos por vía de intuición es que pronto habría tres cosas importantes: divorcio, libertad sexual y libertad de expresión. Y eso, de momento, nos bastaba. Porque, con la ingenuidad del inexperto, del que no ha vivido todavía lo suficiente ni ha pasado por semejante trance, de lo que estábamos seguros es que aquella Constitución, monarquía incluida, con el tiempo pasaría a mejor vida. Pues las condiciones en que se manifestó la volonté general en las urnas eran espantosas. Estaban tan viciadas que no era posible que aquella suerte de pacto social votado casi de modo espasmódico, fuese a ser definitivo. Sobre todo una monarquía restaurada de repente. Pero aquellos no era el momento de leer el articulado y menos analizarlo. Lo que importaba era dejar atrás cuanto antes el «Movimiento». Lo que sí observábamos algunos es que el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, políticos y jueces, eran hijos bastardos del Régimen que creíamos íbamos ingenuamente a superar al completo. Desde luego, nadie en sus cabales en 1978 podía imaginar que el texto constitucional de una nación nueva redactado en tan dramáticas circunstancias, fuese a ser para siempre. Y menos aún que cuatro décadas después, ahora, fuese a ser interpretado, en cualquier materia pero sobre todo en la territorial, con la convulsa rigidez de los fanáticos capaces de encarcelar casi de por vida a quienes en un conflicto político territorial no hab¬an empleado en absoluto la violencia material.
Se había remodelado un poco la organización político-administrativa de las regiones y provincias, pero las delegaciones de gobierno en cada Autonomía no bastaban a los cocineros. Las Diputaciones, fiscalizadoras de cada Autonomía, reforzarían el principio franquista de la «una, grande y libre». Los países de la Europa Vieja y la CEE, que se sepa, ni oficial ni oficiosamente, naturalmente, se inmiscuyeron pero tampoco se pronunciaron acerca de aquella Constitución que la mitad de España, probablemente al igual que ellos, consideraba sólo de circunstancias. Se conoce que debieron darse también por satisfechos al haber cesado por vía natural la vergüenza al sur del continente de un dictador fascista, después de haber librado ellos aproximadamente por las mismas fechas en que éste se apropiaba del poder en España, una pavorosa guerra contra otro militar de su ralea y ganarla. Más adelante, un más que seguro simulacro de golpe de Estado frustrado en España tendría el objetivo de robustecer la figura regia, cada día de peor reputación por la escasa dignidad mostrada en su comportamiento como rey, como hombre y como esposo. Su comparecencia en la televisión como «salvador» de una posible nueva dictadura militar, en un montaje en toda regla con la colaboración de los medios de comunicación, consiguió recomponer un poco su figura y con ello se afianzó la monarquía. Ahí es nada. En realidad, si yo hubiese sido un pícaro o un fullero como ellos, también hubiera sugerido la artimaña. Por otro lado, de la Unión Europea, en concepto de fondos de cohesión, España empezó a recibir ingentes cantidades de dinero. Con todo ello se consolidaba el flamante Régimen, pero para muchos como una democracia de mala muerte. Desde luego, gran parte de la ciudadanía, la habitualmente perdedora, se veía más asistiendo a una farsa que al supremo comienzo del verdadero gobierno del pueblo para el pueblo. Como decía Simón Bolívar: «más que por la fuerza, nos dominan (ahora) por el engaño». Y así seguimos hasta ayer…
En todo caso, lo que que al menos media España no podía imaginar es que pasado un tiempo prudencial, una, dos o tres décadas, dadas las condiciones extraordinarias en que se promulgaba la Constitución, enterrada ya aquella turbia Transición, no se tomasen dos decisiones institucionales a cual más deseada: la apertura de un proceso constituyente (o al menos la reforma profunda de la Constitución) y el referéndum monarquía/república. Pues bien, han pasado más de cuatro décadas y no sólo no se han oído propuestas y ni siquiera mención a ninguna de las tres, es que asoma todo lo contrario. Pues, de los dominadores políticos que provienen por vía genética de los centros neurálgicos de la dictadura, cada día que pasa con más redobles, se escuchan tambores de guerra que anuncian el camino a no muy corto plazo de una nueva y grave involución. De momento, sólo se limitan a insultar al Parlamento y a la Justicia europeos a los que pertenecemos. Menos mal que, en principio, parece ésta atemperar a la justicia española, a la que por ahora pone en evidencia su discurrir y proceder respecto a los miembros del gobierno catalán disparatadamente condenados…