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Una historia corta sobre la Guerra Fría y el anticomunismo

Fuentes: Killinghope.org

Traducido para Rebelión por Rodrigo Santamaría

Nuestro miedo a que el comunismo pudiera

apoderarse del mundo no nos dejó ver

que de hecho, el anticomunismo ya lo había hecho

Michael Parenti1

Fue en los primeros días de la guerra de Vietnam cuando un oficial del Vietcong dijo a su prisionero americano: «Erais nuestros héroes tras la Guerra. Leíamos libros americanos y veíamos vuestras películas, entonces lo que más deseábamos era Ser tan rico y sabio como un americano. ¿Qué ocurrió?»2

Lo mismo le podían haber preguntado un guatemalteco, un indonesio o un cubano durante los diez años anteriores, o un uruguayo, un chileno o un griego en la década siguiente. La buena voluntad y la credibilidad internacional de la que disfrutaban los Estados Unidos al fin de la Segunda Guerra Mundial se fue disipando, país por país, intervención tras intervención. La oportunidad de construir de nuevo un mundo arrasado por la guerra, de establecer las bases para la paz, la prosperidad y la justicia, colapsó bajo el horroroso peso del anticomunismo.

Este peso venía incrementándose desde hacía algún tiempo; de hecho, desde el primer día de la Revolución Rusa. En el verano de 1918 unos 13.000 soldados americanos se encontraban en la recién nacida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Dos años y miles de bajas después, las tropas americanas se fueron, fallando en su misión de «matar nada más nacer» al estado bolchevique, como Winston Churchill lo denominó3.

El joven Churchill era entonces ministro de Gran Bretaña para la Guerra y el Aire. Poco a poco, fue él el que dirigió la invasión de la Unión Soviética por los Aliados (Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Japón y muchas otras naciones) unidos en la contrarrevolucionaria «Armada Blanca». Años después, Churchill el historiador recogería sus opiniones de este hecho singular para la posteridad:

«¿Estaban [los aliados] en guerra con la Rusia Soviética? Desde luego que no, pero disparaban a cualquier ruso soviético que estuviera a la vista. Estuvieron invadiendo tierra rusa. Armaron a los enemigos del gobierno soviético. Bloquearon sus puertos, hundieron sus acorazados. Desearon y planearon su caída con gran interés. ¿Pero guerra? ¡Inaceptable!, ¿Interferencia? ¡Vergonzoso!. Era, repetían, una cuestión completamente indiferente para ellos la manera en la que los rusos llevaban sus asuntos internos. Eran imparciales ¡Bang!»4

¿Qué había en esa revolución bolchevique que alarmó tanto a las naciones más poderosas del mundo? ¿Qué les llevó a invadir una tierra junto a la que habían luchado codo con codo durante más de tres años, y que había sufrido más muertes que cualquier otro país de ambos bandos en la Guerra Mundial?

Los bolcheviques tuvieron la audacia de hacer la paz en solitario con Alemania para apartarse de una guerra que veían como imperialista, y de ningún modo su guerra; y para así poder reconstruir su terriblemente devastada Rusia. Pero los bolcheviques tuvieron la audacia mucho mayor de derrocar un sistema capitalista-feudal y proclamar el primer estado socialista en la historia mundial. Esto era una osadía inaceptable. Este fue el crimen que los Aliados tenían que castigar, el virus que había que erradicar antes de que se extendiera entre su gente.

La invasión no consiguió su propósito inmediato, pero sus consecuencias fueron lo suficientemente profundas y persistentes como para llegar hasta nuestros días. El profesor D. F. Fleming, historiador versado en la Guerra Fría de la Universidad de Vanderbilt, escribió:

«Para el pueblo americano no existe la tragedia de las intervenciones en Rusia, o como mucho es un incidente insignificante ocurrido hace mucho tiempo. Pero para las gentes soviéticas y sus líderes ese periodo fue un tiempo de asesinatos continuos, saqueo y rapiña, plaga y hambre, sufrimientos desmedidos para millones de personas – fue una experiencia que quedó grabada a fuego en el alma de la nación, inolvidable durante muchas generaciones. Durante un gran número de años, la dureza del régimen soviético puede justificarse por el miedo a que los poderes capitalistas volvieran a terminar el trabajo. No es extraño que en su conferencia en Nueva York, el 17 de septiembre de 1959, el primer ministro Krushchev nos recordara esas intervenciones diciendo: hubo un tiempo en que mandasteis tropas para exterminar nuestra revolución5.»

En lo que puede considerarse un portento de la insensibilidad de una superpotencia, un informe del Pentágono de 1920 acerca de la intervención dice: «Dicha expedición es uno de los ejemplos más perfectos de trato generoso y honorable… bajo circunstancias extremas, ayudamos a aquella gente a conseguir una nueva libertad»6.

La historia no nos cuenta cómo sería hoy en día una Unión Soviética desarrollada de manera «normal» por propia elección. Sabemos, sin embargo, la naturaleza de una Unión Soviética atacada en su cuna, arrasada y abandonada en un mundo hostil y que, tras sobrevivir y llegar a la madurez, fue arrasada de nuevo por la máquina militar nazi, con la bendición de las potencias occidentales. Las inseguridades y miedos resultantes han deformado su carácter, al igual que lo harían en cualquier ser humano que hubiera pasado por lo mismo.

Nosotros en Occidente nunca nos hemos permitido el lujo de olvidar los defectos políticos (reales e inventados) de la Unión Soviética; mientras que nunca recordamos la historia que hay detrás. La campaña de propaganda anticomunista comienza incluso antes de la intervención militar. Antes de que terminara 1918, expresiones como «Peligro rojo», «asalto bolchevique a la civilización» y «amenaza visible de los rojos en el mundo» se habían hecho normales en las páginas del New York Times.

Durante febrero y marzo de 1919, un Subcomité Judicial del Senado de los Estados Unidos realizó audiencias donde se narraban «Terribles historias sobre los bolcheviques». Se puede adivinar el carácter de los testimonios si echamos un vistazo al (generalmente apático) Times, el 12 de febrero de 1919:

DESCRIPCIÓN DE LOS HORRORES BAJO EL RÉGIMEN ROJO. R.E. SIMONS Y W.W. WELSH CUENTAN A LOS SENADORES LAS BRUTALIDADES DE LOS BOLCHEVIQUES – DESNUDAN A LAS MUJERES EN LA CALLE –. GENTE DE TODA CLASE SOCIAL EXCEPTO LA ESCORIA ESTÁN SUJETAS A LA VIOLENCIA DE LAS MULTITUDES.

El historiador Frederick Lewis Schuman escribió: «El resultado de esas audiencias […] fue mostrar a la Rusia Soviética como una suerte de caos habitado por esclavos abyectos a las órdenes de una organización de maníacos homicidas cuyo propósito era destruir todas las trazas de civilización y llevar a la nación de vuelta al barbarismo»7.

Ninguna historia sobre los bolcheviques era demasiado atrevida, bizarra, grotesca o perversa como para no ser impresa y creída ampliamente (se llegó a decir que comían bebés). «Historias sobre mujeres lascivas, la engañosa idea de la propiedad estatal, el matrimonio compulsivo, el amor libre, etc. se difundieron por todo el país a través de miles de medios», escribió Schuman. «y quizás fue lo que mejor consiguió grabar en las mentes de la mayoría de los americanos que los comunistas rusos eran unos criminales pervertidos»8. Estas historias continuaron teniendo bastante aceptación hasta incluso después de que el Departamento de Estado fuera obligado a anunciar que se trataba de un fraude (que los soviéticos se comían a sus hijos continuó promulgándose en la Sociedad John Birch hasta al menos 1978).9

Al final de 1919, cuando la derrota de los aliados y de la Armada Blanca parecía algo probable, el New York Times dirigía a sus lectores titulares como los siguientes:

30 Dic. 1919: «Los Rojos buscan la guerra con América»

9 Ene. 1029: «Departamentos oficiales clasifican la amenaza bolchevique en el medio oeste como muy importante»

11 Ene. 1920: «Oficiales y diplomáticos aliados prevén una posible invasión de Europa»

13 Ene. 1920: «Círculos diplomáticos aliados temen una invasión de Persia»

16 Ene. 1920: Titular de página completa, con 8 columnas de extensión: «Gran Bretaña se enfrenta a la guerra con los Rojos, llamando a Concilio en París». «Diplomáticos bien informados» esperan una invasión militar de Europa al mismo tiempo que su avance en Asia del Este y del Sur.

A la mañana siguiente, sin embargo, se podía leer: «No hay guerra con Rusia, los aliados comerciarán con ella».

7 Feb. 1920: «Los Rojos preparan una armada para atacar la India»

11 Feb. 1920: «Miedo a que los Bolcheviques invadan territorio japonés»

Los lectores del New York Times tenían que creer que todas esas invasiones iban a venir desde una nación que había sido destrozada como pocas naciones en la historia; una nación que todavía estaba recuperándose de una horrible guerra mundial; en un caos extremo debido a una revolución social desde los cimientos; metida en una guerra civil brutal contra fuerzas apoyadas por los mayores poderes del mundo; con sus industrias en ruinas; y el país en manos de una hambruna que amenazaba con dejar millones de muertos a su paso.

En 1920, la revista The New Republic presentó un extenso análisis de las noticias cubiertas por The New York Times sobre la revolución rusa y la intervención. Entre otras muchas, observaba que en los dos años siguientes a la revolución de 1917, el Times había afirmado al menos 91 veces que «los soviéticos estaban apunto de caer, si no lo habían hecho ya»10.

Si ésa era la realidad presentada por el «periódico modelo» de los Estados Unidos, uno se puede imaginar el tipo de brebaje con el que el resto de periódicos de la nación alimentaban a sus lectores.

Así que ésta fue la primera realidad presentada a los americanos sobre un fenómeno social nuevo que había llegado al mundo, ésa fue su educación introductoria sobre la Unión Soviética y esa cosa llamada comunismo. Los estudiantes nunca se recuperarían de tal lección. Tampoco lo haría la Unión Soviética.

La intervención militar terminó, pero, con la única y parcial excepción de la Segunda Guerra Mundial, la propaganda ofensiva no paró nunca. En 1943 la revista Life presentó un artículo entero a honrar a la Unión Soviética, llegando a decir que Lenin era «probablemente el mayor hombre de los tiempos modernos»11. Dos años más tarde, sin embargo, con Harry Truman sentado en la Casa Blanca, tal fraternidad no tenía opciones de sobrevivir. Truman, después de todo, era el hombre que, el día después de que los nazis invadieran la Unión Soviética, dijo: «Si vemos que Alemania va ganando, debemos ayudar a Rusia, y si es Rusia la que gana, debemos ayudar a Alemania, y de ese modo dejar que se maten tanto como sea posible; aunque en cualquier caso no quiero ver a Hitler victorioso bajo ninguna circunstancia»12

La maquinaria propagandística fue exprimida al máximo tras el tratado soviético-alemán de 1939, sin citar en ningún momento que los rusos estuvieron forzados a dicho pacto tras el rechazo repetido de los poderes occidentales, particularmente los Estados Unidos y Gran Bretaña, a unirse con Moscú para enfrentarse a Hitler13; como rehusaron en ayudar el gobierno pro-socialista español en el asedio de los alemanes, los italianos y los fascistas españoles que comenzó en 1936. Stalin se dio cuenta de que si Occidente no salvaría a España, ciertamente no iban a salvar a la Unión Soviética.

Desde la Amenaza Roja de los años 20 al McCarthismo de los 50 a la Cruzada Reagan contra el Malvado Imperio de los 80, el pueblo americano ha sido objetivo de un adoctrinamiento incansable anticomunista. Está embebido en la leche de sus madres, dibujado en sus cómics, deletreado en sus libros de escuela; sus diarios ofrecen titulares que les cuentan todo lo que necesitan saber; los sacerdotes lo añaden a sus sermones, los políticos hacen campaña con ello, y el Reader’s Digest se hace rico con ello.

La convicción producida inevitablemente por este asalto insidioso sobre el intelecto es que una gran maldición se ha extendido por el mundo, posiblemente el mismísimo demonio, encarnado en personas; personas no motivadas por las mismas necesidades, miedos, emociones o moral que gobierna al restos de las razas, gente involucrada en una conspiración internacional extremadamente inteligente y monolítica, dedicada a hacerse con el mundo y esclavizarlo; por razones no siempre claras, pero el mal no necesita justificación aparte del mal en sí mismo. Más aún, cualquier apariencia o afirmación de que esas personas son seres humanos racionales buscando un tipo de mundo o sociedad mejor es una mentira, un complot para engañar a otros, y lo único que prueba es su inteligencia; la represión y las crueldades que ha sufrido la Unión Soviética son prueba eterna de la falta de virtud y de las malvadas intenciones de esa gente en cualquier país en el que se encuentren, bajo cualquier nombre que tengan; y, lo más importante de todo, la única elección posible para cualquiera en los Estados Unidos es entre el modo de vida americano y el modo de vida soviético, no hay nada entre ambos o más allá.

Así es como pinta el tema para el habitante medio de EEUU. Es más, uno se da cuenta de que, bajo el sofisticado lenguaje académico, para la elite intelectual el mensaje es exactamente el mismo.

Para una mente cuidadosamente educada de la niñez hasta la madurez en los Estados Unidos, las verdades del anticomunismo son evidentes, como evidente era antiguamente que el mundo era plano, como evidente era para los rusos que las víctimas de las purgas de Stalin eran realmente culpables de traición.

Esta porción de la historia americana debe tenerse en cuenta si se intenta comprender la política exterior americana desde el final de la Segunda Guerra Mundial, específicamente si queremos ordenar, como presentamos en este libro, lo que ha hecho a las gentes del mundo el ejército de los Estados Unidos, la CIA y otras ramas del gobierno de los EEUU.

En 1918, los barones del capital americano no necesitaban una razón en su guerra contra el comunismo aparte de la amenaza que representaba a su riqueza y privilegios, aunque su oposición se expresaba en términos de indignación moral.

Durante el periodo entre ambas guerras mundiales, la diplomacia a punta de fusil de los Estados Unidos operó en el Caribe para hacer que «el lago americano» fuera seguro para United Fruit y W.R. Grace & Co., teniendo cuidado al mismo tiempo de avisar de «la amenaza bolchevique» que representaba el rebelde nicaragüense Augusto Sandino.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, cada americano con más de 40 años había sido objeto de unos 25 años de radiación anticomunista, el periodo de incubación medio necesario para producir una predisposición enquistada. El anticomunismo ha tomado vida propia, independiente de su padre capitalista. Cada vez más, los políticos y diplomáticos de Washington veían el mundo como algo compuesto por comunistas y anticomunistas, sea cual fuera la nación, el movimiento o la persona. Esta visión de tira cómica del mundo, con los justos superhombres americanos luchando el mal comunista en todos lados, ha pasado de ser un ejercicio cínico de propaganda a un imperativo moral para la política exterior estadounidense.

De hecho, el concepto de «no comunista», entendiendo como tal un cierto grado de neutralidad, ha perdido legitimidad en este paradigma. John Foster Dulles, uno de los mayores arquitectos de la política exterior estadounidense, expresó esto en su típica forma moralista y simple: «Para nosotros sólo hay dos tipos de personas en el mundo: aquéllas que son cristianos y apoyan la libre empresa y el resto»14. Como confirman muchos de los casos de estudio de este libro, Dulles convirtió este credo en una rígida práctica.

La palabra «comunista» (como «marxista») se ha usado y abusado tanto por los líderes americanos y los medios de comunicación, que ha perdido su sentido (la izquierda ha hecho lo mismo con la palabra «fascista»). Pero el hecho de tener un nombre para algo – brujas o platillos volantes – le da cierta credibilidad.

Al mismo tiempo, el público americano, como hemos visto, ha sido condicionado a reaccionar pavlovianamente al término: significa, todavía, los peores excesos de Stalin, purgas siberianas, campos de trabajo de esclavos, etc.; significa «nosotros» contra «ellos». Y «ellos» pueden ser un campesino de Filipinas, un pintor de Nicaragua, un primer ministro elegido legalmente en la Guayana Británica, un intelectual europeo, un neutralista camboyano o un nacionalista africano – todos, de alguna manera, forman parte de la misma conspiración monolítica; cada uno, a su manera, es una amenaza para el estilo de vida americano; no hay tierra suficientemente pequeña, pobre o lejana que no pueda representar dicha amenaza: la «amenaza comunista».

Los casos presentados en este libro ilustran que ha sido irrelevante en la mayoría de los casos si el objeto de la intervención (individuos, partidos políticos, movimientos o gobiernos) se llamaban a sí mismos «comunistas» o no. También ha importado poco si eran partidarios del materialismo dialéctico o si nunca habían oído hablar de Karl Marx; si eran ateos o sacerdotes, si había un partido comunista influyente en el esquema o no; si el gobierno había llegado al poder a través de una revolución violenta o de elecciones pacíficas … todos eran objetivos, todos «comunistas».

Ha importado aún menos si la KGB estaba en escena. Se afirmaba frecuentemente que las jugadas sucias de la CIA eran reacciones a las de la KGB, más sucias aún. Esa es una gran mentira. Puede haber algún caso aislado en que ello se cumpla a lo largo de la vida de la CIA, pero si ha ocurrido está bien oculto. La relación entre las dos siniestras agencias está marcada por la confraternización y el respeto a los compañeros de gremio, más que por un combate mano a mano. El oficial de la CIA John Stockwell escribió:

Actualmente, al menos en las operaciones más rutinarias, nuestros oficiales temen como potenciales amenazas a su operación: en primer lugar al embajador de los Estados Unidos y su plantilla, luego las dificultades de comunicación con sus superiores, luego los vecinos curiosos de la comunidad local. Luego vendrían la policía local, y después la prensa. La última amenaza considerada sería el KGB – en mis doce años de servicio nunca he visto u oído de una situación en la que la KGB atacara u obstruyera una operación de la CIA16.

Stockwell añade que los distintos servicios de inteligencia no quieren que su mundo se «complique» asesinándose unos a otros. Y no se complica. Si un oficial de campo de la CIA se ha quedado tirado en mitad de la noche en una carretera abandonada, no dudará en subir a un coche de un oficial de la KGB – probablemente los dos terminen en algún bar bebiendo juntos. En realidad, los oficiales de la CIA y la KGB pasan buenos ratos en casa de los otros. Los ficheros de la CIA están llenos de menciones a tales relaciones en prácticamente todas las estaciones africanas17.

Los defensores de «combatir el fuego con fuego» suelen llegar a argumentos peligrosos como que si la KGB, por ejemplo, metió la mano para derrocar al gobierno checoslovaco en 1968, la CIA tiene derecho a meter la mano en el derrocamiento del gobierno Chileno en 1973. Es como si la destrucción de la democracia por parte de la KGB depositara fondos en una cuenta bancaria con la que la CIA justifica sus acciones, quedando ambos en tablas.

¿Cuál ha sido, pues, el hilo común de los distintos objetivos de la intervención americana que les ha hecho sufrir la ira, y con frecuencia la potencia de fuego, de la nación más poderosa del mundo? En prácticamente todos los casos relacionados con el Tercer Mundo que se mencionan en este libro el motivo ha sido, de una forma o de otra, una política de «autodeterminación»: el deseo de perseguir un desarrollo independiente de los objetivos de política exterior de los Estados Unidos. Normalmente, esto se ha manifestado como a) la ambición de librarse de la servidumbre económica y política de los Estados Unidos; b) el rechazo a minimizar las relaciones con el bloque socialista, o a suprimir la izquierda en casa, o a dar la bienvenida a una instalación militar americana en su suelo (en definitiva, el rechazo a ser un títere en la Guerra Fría); o c) el intento de alterar o reemplazar un gobierno que no hiciera nada de lo anterior, es decir, un gobierno subvencionado por los Estados Unidos.

Nunca será suficiente el énfasis que se ponga en decir que tales políticas de independencia, en numerosos casos, han sido consideradas y expuestas por los líderes y revolucionarios del Tercer Mundo como independientes al antiamericanismo y al pro-comunismo; como simples determinaciones de mantener una posición de neutralidad y no alineación a ninguna de las dos superpotencias. Una y otra vez, sin embargo, se ha probado que Estados Unidos no estaba preparado para convivir con tales proposiciones. Arbenz de Guatemala, Mossadegh de Irán, Sukarno de Indonesia, Nkrumah en Ghana, Jagan en la Guayana Inglesa, Sihanouk en Camboya… todos, insistía el tío Sam, debían declararse inequívocamente del lado del «Mundo Libre» o sufrir las consecuencias. Nkrumah expresó la idea de no-alineación como sigue:

«El experimento que intentamos en Ghana fue esencialmente desarrollar un país en cooperación con el mundo entero. La no alineación significa exactamente eso. No éramos hostiles a los países del mundo socialista como tampoco lo eran los gobiernos de los antiguos territorios coloniales. Debe recordarse que mientras Gran Bretaña mantenía relaciones con la Unión Soviética, no permitía la misma política a sus colonias, y cuando Ghana se hizo independiente se asumió que seguiríamos con la misma política restrictiva. Cuando nos comportamos como lo hacía Gran Bretaña con los países comunistas nos acusaron de ser pro rusos y de introducir ideas peligrosísimas en África18.»

Es una reminiscencia de los Estados sureños en el siglo XIX, cuando muchos sureños estaban profundamente ofendidos de que tantos esclavos negros hubieran desertado hacia las filas del norte en la Guerra Civil. Ellos pensaban con toda su convicción que los negros deberían estar agradecidísimos de lo que sus maestros blancos estaban haciendo por ellos, y que debían estar contentos y felices por su destino. El conocido cirujano y psicólogo de Luisiana Dr. Samuel A. Cartwright argumentó que muchos de los esclavos sufrían de una enfermedad mental, que llamó «drapetomanía», que consistía en una necesidad incontrolable de escapar de la esclavitud. En la segunda mitad del siglo XX, esta enfermedad, en el Tercer Mundo, se ha llamado con frecuencia «comunismo».

Quizás la creencia más arraigada es que la Unión Soviética (o Cuba, o Vietnam, etc. en nombre de Moscú) es una fuerza clandestina que se esconde bajo la fachada de la autodeterminación, alimentando a la hidra de la revolución, o tan sólo creando problemas aquí y allí, y en todas partes. Otra encarnación, aunque a mayor escala, es el proverbial «agitador extranjero» que ha hecho su aparición frecuentemente a lo largo de la historia… El rey Jorge echaba la culpa a los franceses de incitar a las colonias americanas a la revuelta… los granjeros desilusionados americanos y veteranos de guerra que protestaban por sus penosas circunstancias económicas tras la revolución (la rebelión de Shais) estaban azuzados por agentes británicos que intentaban hundir a la nueva república… las huelgas laborales a finales del siglo XIX se tacharon de «anarquistas» y «extranjeras», durante la Primera Guerra Mundial con el adjetivo de «agentes alemanes», después como «bolcheviques».

Y en los 60, en la Comisión Nacional sobre las Causas y la Prevención de la Violencia, J. Edgar Hoover dijo: «hay que ayudar a extender entre los rangos policiales que cualquier tipo de protesta masiva se debe a conspiraciones promovidas por agitadores, generalmente comunistas, que descarrían a personas que de otra manera estarían tranquilas.»19

La última es la frase clave, una que encapsula la mentalidad conspiratoria de aquellos en el poder – la idea de que nadie, excepto aquellos que viven bajo el enemigo, puede ser tan miserable y estar tan descontento como para recurrir a la revolución o a la protesta masiva; que es sólo la agitación exterior la que les desvía de su camino.

De acuerdo con esto, si Ronald Reagan hubiera aceptado que las masas de El Salvador tenían alguna buena razón para levantarse contra su horrible existencia; habría perdido credibilidad su acusación (y la razón para la intervención americana) de que principalmente (¿únicamente?) la Unión Soviética y sus aliados cubanos y nicaragüenses eran los instigadores de los salvadoreños: que aparentemente el poder mágico de los comunistas podía hacer que, en cualquier parte del mundo, con un movimiento de su puño rojo, podían transformar a gente pacífica y feliz en furiosas guerrillas.

La CIA sabe lo difícil que es conseguir esto. La agencia, ha intentado provocar revueltas masivas en China, Cuba, la Unión Soviética, Albania, y en la Europa del Este sin ningún éxito. Los redactores de la Agencia le echan la culpa de estos fallos a la naturaleza «cerrada» de las sociedades involucradas. Pero en países no comunistas, la CIA ha tenido que recurrir a golpes militares o trampas extralegales para conseguir poner a su gente en el poder. Nunca ha sido capaz de provocar una revolución popular.

Para Washington, conceder mérito y virtud a una insurgencia en el Tercer Mundo sería, más o menos, como formular la pregunta: ¿Por qué, si los Estados Unidos intervienen, no toman el lado de los rebeldes? No sólo sería mejor servir a la causa de los derechos humanos y la justicia, sino que impediría a los rusos representar ese papel. ¿Qué mejor forma de frustrar la Conspiración Internacional Comunista? Pero esa es una cuestión que no se atreven a formular en el Despacho Oval, una cuestión que es muy relevante en muchos de los casos de este libro.

En vez de ello, los Estados Unidos continúan dedicados a su vieja política de establecer y/o apoyar a las peores tiranías del mundo, cuyos excesos contra su propio pueblo aparecen en las páginas de nuestros periódicos: masacres brutales, tortura sistemática, decenas de miles de personas desaparecidas, fustigamientos públicos, soldados y policía disparando a las multitudes, situaciones económicas precarias… un estilo de vida que monopolizan los aliados americanos, desde Guatemala, Chile y El Salvador a Turquía, Pakistán e Indonesia, todos ellos miembros importantes de la Guerra Sagrada Contra el Comunismo, todos miembros del «Mundo Libre», esa región de la que tanto hemos oído hablar y de la que hemos visto tan poco.

Las restricciones en las libertades civiles encontradas en el bloque comunista, con todo lo severas que eran, palidecen en comparación con los Auschwitzes del «Mundo Libre». Es interesante resaltar que al igual que los líderes americanos hablan de libertad y democracia mientras apoyan dictaduras, lo mismo hacían los rusos hablando de guerras de liberación (o antiimperialistas o anticolonialistas) cuando realmente hacían poco por esas causas. Los soviéticos querían que se les viera como los salvadores del Tercer Mundo, pero hicieron poco aparte de protestar cuando movimientos y gobiernos progresistas, incluso con partidos comunistas, en Grecia, Guatemala, la Guayana Inglesa, Chile, Indonesia o las Filipinas, se iban al traste con la complicidad americana.

Durante los primeros años 50, la Agencia Central de Inteligencia instigó muchas incursiones militares en la China comunista. En 1960, los aviones de la CIA, sin ninguna provocación, bombardearon la nación soberana de Guatemala. En 1973, la Agencia animó una revuelta sangrienta contra el gobierno de Iraq. En los medios de comunicación de masas americanos en esos momentos, y por tanto en la mente colectiva americana, esos eventos no ocurrieron.

«No sabíamos lo que estaba pasando» se convirtió en un cliché para ridiculizar a aquellos alemanes que argumentaban su ignorancia de los hechos que tenían lugar bajo los nazis. ¿Está esto tan lejos de nosotros como nos gustaría? Es lamentable pensar que en nuestra era de comunicaciones mundiales instantáneas, los Estados Unidos tengan tantas operaciones militares a pequeña o gran escala (u otras formas de intervención) sin que el público americano tenga conciencia de ellas hasta años después, si es que la tienen. Normalmente el único informe de cada uno de estos eventos o de la intromisión de los Estados Unidos es una referencia rápida al hecho de que un gobierno comunista ha realizado ciertos cambios – del tipo de «noticias» que el público americano ha sido condicionado a ignorar totalmente, que la prensa no sigue; como los alemanes eran condicionados a que los informes de las fechorías nazis no eran más que propaganda comunista -.

Con pocas excepciones, las intervenciones nunca aparecieron en los titulares de los telediarios. En algunas, trozos y partes de las historias salieron a la luz aquí y allí, pero raramente se juntaron para formar un todo cohesionado e iluminador; los fragmentos normalmente aparecían junto a otro hecho, silenciosamente enterrado con otras historias, silenciosamente olvidado, estallando en primera plana sólo cuando circunstancias extraordinaria lo hacían obligatorio, tal como el secuestro iraní del personal de la embajada de los Estados Unidos y de otros americanos en Teherán en 1979, que produjo un montón de artículos sobre el papel jugado por los Estados Unidos en la caída del gobierno iraní en 1953. Era como si los editores hubieran discurrido: «¿Eh, qué estamos haciendo en Irán para que toda esa gente nos odie?».

Había muchísimos iraníes en América en el pasado reciente, pero la ausencia de noticias en el New York Daily News o Los Angeles Times… la ausencia de imágenes reales de gente real muriendo en la NBC… en tal ausencia de información acerca de los incidentes estos pasan a no existir para la mayoría de los americanos, y ellos pueden decir honestamente «No sabíamos lo que ocurría».

El primer ministro chino Chou En-lai dijo una vez: «Una de las cosas más maravillosas de los americanos es que no tienen memoria histórica en absoluto».

Probablemente es aún peor que nuestra ignorancia el hecho de que desde fuera se den cuenta. Durante el accidente de la planta nuclear de Three Mile Island en Pennsylvania en 1979, un periodista japonés, Atsuo Kaneko del Servicio Japonés de Noticias de Kyoto, pasó muchas horas entrevistando a gente alojada en un pabellón – la mayoría niños, mujeres embarazadas y madres jóvenes. Descubrió que ninguno de ellos había oído hablar de Hiroshima20.

En 1982, un juez en Oakland, California dijo que se sintió frustrado cuando unos 50 miembros de un jurado en un juicio de pena de muerte fueron preguntados y «ninguno de ellos sabía quién era Hitler»21.

Para la oligarquía de la política exterior en Washington, esto es muy agradable. Es una condición sine qua non para sus objetivos.

Tan oscurecido está el registro de las intervenciones americanas que cuando, en 1975, al Servicio del Congreso de Búsqueda de la Biblioteca del Congreso se le pidió un estudio sobre las actividades encubiertas de la CIA hasta la fecha, fue capaz de conseguirlo sólo de forma limitada, una porción muy pequeña de lo que se presenta en este libro para el mismo periodo22.

Invito al lector a buscar secciones relevantes a estos hechos en las tres principales enciclopedias americanas: Americana, Britannica y Colliers. Teniendo en cuenta que las enciclopedias son el repositorio final del conocimiento objetivo, resulta descorazonador. Prácticamente encontramos que no existieron intervenciones americanas. El New York Times resumió este interesante fenómeno así:

Los asuntos militares clandestinos contra Vietnam del Norte, por ejemplo, no se ven […] como una violación de los Acuerdos de Ginebra de 1954, que finalizaron la Guerra Francesa de Indochina. Los asuntos militares clandestinos, al estar encubiertos, no existen para el público. Más aún, cualquier intervención secreta en otras naciones no se ve como una violación de los tratados firmados por el Senado, ya que no se conocen públicamente.

La censura de facto que deja a tantos americanos funcionalmente iletrados acerca de la historia de los asuntos exteriores de los Estados Unidos puede ser aún más efectiva, ya que se trata de una manipulación total del tejido educacional y mediático. No se necesita de una conspiración para ocultarlo. Los editores de Reader’s Digest y US News and World Report no necesitan reunirse clandestinamente con los representantes de la NBC en un piso franco del FBI para planear las historias y programas del próximos mes; simplemente, dichas personas no habrían alcanzado las posiciones que ocupan si ellos mismos no hubieran sido guiados por el mismo túnel de historia camuflada y hubieran salido con su memoria selectiva y su sabiduría convencional.

«El levantamiento en China es una revolución que, si la analizamos, veremos que tiene las mismas marcas que hubo en la revolución británica, francesa o americana24». Este sentimiento cosmopolita y generoso pertenece a Dean Rusk, el Secretario Asistente para Asuntos del Lejano Este, después secretario de Estado. Al mismo tiempo precisamente que Mr. Rusk decía esto en 1950, otros en su gobierno planeaban activamente la caída del nuevo gobierno revolucionario chino.

Esto es el pan nuestro de cada día. En muchos de los casos descritos en estas páginas, uno puede encontrar sentencias de oficiales de nivel alto-medio de Washington que ponen en entredicho la política de intervención; algunas basadas en principios morales, otras tan sólo en que la intervención no da ningún beneficio o incluso puede acabar en desastre. Le doy poco peso a estas disensiones como, en el análisis final, hacen los que deciden en Washington, quienes, en situaciones controvertidas a nivel mundial, siempre confían en jugar la carta anticomunista. Presentando las intervenciones de este modo, simplemente afirmo que la política extranjera americana es justamente lo que la política extranjera americana hace.

En 1993, me crucé con un resumen sobre un libro que trataba de la gente que negaba que el Holocausto Nazi existiera realmente. Escribí al autor, un profesor de universidad, diciéndole que su libro me hacía preguntarme si sabía de la existencia del holocausto americano, y de que su negación es tan vergonzosa como la de los nazis. Tan grande y profunda es la negación del holocausto americano, le dije, que los negadores ni siquiera saben que hay afirmadores. Unos cuantos millones de personas han muerto en el holocausto americano y muchos más millones han sido condenados a vidas de miseria y tortura como resultado de las intervenciones de EEUU, desde China a Grecia en los años 40 hasta Afganistán e Iraq en los 90. He recopilado una lista de estas intervenciones, que es el objeto de este libro.

En mi carta también le ofrecía intercambiar una copia de una edición anterior de mi libro por una copia del suyo, pero me contestó informándome de que no estaba en posición de hacer eso. Eso es todo lo que dijo. No hizo ningún comentario sobre el resto de mi carta – la parte que trata sobre la negación del holocausto americano – ni siquiera reconocer que yo hablé sobre el tema. La ironía de que un estudioso en la materia de la negación del holocausto nazi entre en tal negación sobre el holocausto americano es típica en el fondo. De hecho, me sorprendí de que el buen profesor por lo menos respondiera.

Claramente, si mi tesis recibe ese tipo de respuesta de tal persona, mi tesis y yo nos encontramos ante una ardua tarea. En los años 30, y de nuevo tras la guerra en los 40 y los 50, los anticomunistas de distintos orígenes de los Estados Unidos hicieron todo lo que pudieron para desenmascarar los crímenes de la Unión Soviética, tales como las purgas y los asesinatos masivos. Pero ocurrió una cosa extraña. La verdad no parecía importar. Los comunistas americanos continuaron apoyando al Kremlin. Incluso a pesar de que la exageración y desinformación distribuida regularmente por los anticomunistas dañara su propia credibilidad, la ignorancia y/o negación continuada de los izquierdistas americanos es remarcable.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados victoriosos descubrieron los campos de concentración alemanes, en algunos casos llevaron a ciudadanos alemanes de ciudades cercanas a los campos para que se enfrentaran con la institución, las pilas de cadáveres, las gentes esqueléticas aún vivas; algunos de los burgueses más respetables fueron forzados a enterrar los cadáveres. ¿Qué efecto tendría sobre la psique americana si los creyentes y negadores fueran obligados a ser testigos de las consecuencias de las pasada mitad de siglo de política extranjera de los EEUU se desenmascarara? ¿Qué pasaría si los agradables, limpios y educados chicos americanos que lanzaron infinitas toneladas de bombas sobre docenas de países, sobre gente de la que no conocían nada (enemigos de un videojuego) bajaran a la tierra y vieran y olieran el olor de la carne quemada?

Se ha convertido en vox populi que el objetivo de la administración Reagan, con sus políticas anticomunistas y su carrera armamentística, era colapsar y reformar la Unión Soviética y sus gobiernos satélites. Los libros de historia americana han empezado a tallar esta teoría en mármol. Los tories en Gran Bretaña dicen que Margaret Thatcher y sus políticas contribuyeron también al milagro. Los alemanes del este también lo creen así. Cuando Ronald Reagan visitó Berlín Este, la gente le agradeció «su papel en liberar el este». Incluso muchos analistas de izquierdas, particularmente los del ala conspiratoria, creen firmemente en ello.

Pero esta visión no es universal, y no debería serlo.

El experto más importante sobre el Soviet en los Estados Unidos, Georgi Arbatov, director del Instituto para el estudio de los Estados Unidos y Canadá en Moscú, escribió sus memorias en 1992. Una recensión del libro en Los Angeles Times de Robert Scheer resume una porción del mismo:

Arbatov entiende las desventajas del totalitarismo soviético en comparación con la política y la economía de occidente. Está claro a partir de estas memorias que el movimiento de cambio había ido desarrollándose a buen ritmo en los más altos corredores del poder desde la muerte de Stalin. Arbatov no sólo aporta considerables evidencias de la controvertida idea de que el cambio habría llegado sin presión extranjera, sino que insiste en que el crecimiento militar de los EEUU durante los años Reagan realmente impidió su caída25.

George F. Kennan está de acuerdo. El actual embajador de los EEUU en la Unión Soviética, y padre de la teoría de la «contención», afirma que «la sugerencia de que cualquier administración estadounidense haya tenido poder para influir decisivamente en el curso del tremendo levantamiento político doméstico en otro gran país en el otro lado del globo es simplemente infantil». Concede que la militarización extrema de la política americana reforzó a las líneas duras de la Unión Soviética. «El efecto global del extremismo de la Guerra Fría fue retrasar más que acelerar el gran cambio que se cernía sobre la Unión Soviética»26

Aunque el gasto en la carrera armamentística dañó el tejido económico de los civiles soviéticos y de la sociedad incluso más que lo que lo hizo en los Estados Unidos, eso había estado ocurriendo durante 40 años cuando Mikhail Gorbachev llegó al poder sin el menor atisbo de colapso. Cuando se le preguntó Aleksandr Yakolev, consejero cercano a Gorbachev, sobre si el alto gasto militar de la administración Reagan combinado con la retórica sobre el «imperio malvado» había forzado a la Unión Soviética a una posición conciliadora, respondió:

No contribuyó en absoluto. En ningún sentido. Puedo decírtelo con la mayor responsabilidad. Gorbachev y yo estábamos preparados para los cambios en nuestra política fuera presidente Reagan, Kennedy u otro aún más liberal. Estaba claro que nuestro gasto militar era enorme y había que reducirlo27.

Comprensiblemente, algunos rusos serían reacios a admitir que habían sido forzados a hacer cambios revolucionarios por culpa de su archienemigo, o a admitir que habían perdido la Guerra Fría. Sin embargo, sobre esta cuestión no tenemos que confiar en la opinión de un solo individuo, ruso o americano. Simplemente tenemos que mirar a los hechos históricos.

Desde los últimos años 40 hasta mediados de los 60, era un objetivo de la política americana instigar la caída del gobierno soviético y de muchos regímenes de Europa del este. La CIA organizó, entrenó y equipó a muchos exiliados rusos, enviándolos luego de vuelta a su hogar para establecer redes de espionaje, realizar presión política y llevar a cabo asesinatos y sabotajes, tales como descarrilar trenes, destruir puentes, dañar factorías armamentísticas y plantas de energía, etc. El gobierno soviético, que capturó a muchos de esos hombres, estaba por supuesto totalmente al tanto de quién estaba detrás.

Comparada con esta política, la de la administración Reagan se podría clasificar como de capitulación virtual. ¿Cuáles fueron los resultados de esta política anticomunista extrema? Los enfrentamientos serios repetidos entre Estados Unidos y la Unión Soviética en Berlín, Cuba y otros lugares, las intervenciones soviéticas en Hungría y Checoslovaquia, la creación del Pacto de Varsovia (en reacción directa a la OTAN), no el glasnost ni la perestroika, sólo sospecha permanente, cinismo y hostilidad por ambas partes. Se probó que los rusos eran humanos después de todo – respondieron a la dureza con dureza. Por el contrario, las amigables relaciones EEUU-Soviet en algunos períodos desembocaron en la permisión a un gran número de judíos para emigrar de la Unión Soviética28. La suavidad produce suavidad.

Si hay alguien al que atribuir los cambios en la Unión Soviética y la Europa del este (los beneficiosos y otros más cuestionables) es Mikhail Gorbachev y los activistas a los que inspiró. Debe recordarse que Reagan llevaba en la Casa Blanca cuatro años antes de que Gorbachev llegara al poder, y Thatcher llevaba seis, pero en ese periodo no ocurrió nada significativo en la Unión Soviética a pesar de la continua malicia de ambos hacia el estado comunista.

El argumento que se suele utilizar para disculpar la manía americana en la guerra fría acerca de la seguridad nacional (con todas sus paranoias y absurdos, el monstruo militar formado por el supraestado OTAN, su sistemas de alarma preventiva y sus vigilancias aéreas, sus silos nucleares y sus U-2) es que tras la Guerra en Europa los soviéticos se habían convertido en una amenaza gigante para el mundo.

Este argumento se cae por los suelos con una única pregunta: ¿Por qué iban a querer los soviéticos invadir Europa Occidental o bombardear los Estados Unidos? Claramente, no tenían nada que ganar con tales acciones, excepto la certera destrucción de su país, que se había estado reconstruyendo dolorosamente una vez más tras la devastación de la guerra.

En los 80, esta pregunta, que aún nadie se había atrevido a formular, había dado lugar a un gasto militar de 300.000 millones de dólares y a la guerra de las galaxias.

Hay disponibles, de hecho, numerosos informes internos del Departamento de Estado, del Departamento de Defensa y de la CIA acerca del periodo de posguerra, donde todos los analistas políticos dejan claro su serio escepticismo sobre la «Amenaza Soviética» (revelando la debilidad militar rusa, y cuestionando sus intenciones agresivas) mientras los altos oficiales, incluyendo el presidente, presentaban al público el mensaje contrario29.

El historiador Roger Morris, miembro del Concilio de Seguridad Nacional durante los mandatos de Johnson y Nixon, describió este fenómeno:

La nueva Agencia Central de Inteligencia ha comenzado una sobrestimación sistemática de los gastos militares soviéticos. Por acto de magia, la escuálida economía soviética es capaz de superar los presupuestos del gobierno de los EEUU. Al ejército a caballo de Stalin (equipado con arsenal anticuado, carreteras arrasadas por la guerra y una moral por los suelos), el Pentágono añade divisiones fantasma, luego le atribuye escenarios de invasión.

Los oficiales de EEUU «exageraron las capacidades e intenciones soviéticas hasta tal punto», dice un estudio de los archivos, «que es sorprendente que alguien los tomara en serio». Alimentado por las arengas del gobierno y sustentado por el miedo generalizado, tanto la prensa como la gente estadounidense no tenían ningún problema en creérselo30.

Sin embargo, insiste la defensa, había muchos oficiales en puestos elevados que simplemente malinterpretaron los indicios soviéticos. La Unión Soviética era, después de todo, una sociedad altamente cerrada, particularmente antes de que Stalin muriera en 1953. A propósito de esto, el miembro conservador del Parlamento inglés, Enoch Powell observó en 1983:

La malinterpretación internacional es casi totalmente voluntaria: de hecho es una contradicción (para malinterpretar algo, debemos al menos poder interpretar si no entender aquello en lo que queremos «equivocarnos»)… La falta de comprensión estadounidense sobre la URSS tiene la función de alimentar un mito: el mito de que los Estados Unidos son «la última y la mejor esperanza de la humanidad». San Jorge y el Dragón no valen como historia sin un dragón real, cuanto más grande y más feroz mejor, idealmente que escupa llamas por la boca. Las malinterpretación de la Rusia soviética se ha convertido en algo indispensable para la autoestima de la nación americana.31

Se puede argumentar también que la creencia de los nazis en el gran peligro representado por la «Conspiración Judía Internacional» debe ser considerada antes de condenar a los perpetradores del Holocausto.

Tanto americanos como alemanes se creyeron su propia propaganda, o pretendieron hacerlo. Leyendo Mein Kampf, a uno le asombra el hecho de que una parte significativa de lo que Hitler escribió sobre los judíos se parecía mucho a los escritos americanos sobre los comunistas: comienza con la premisa de que los judíos (comunistas) eran malvados y querían dominar el mundo; luego, cualquier comportamiento que pareciera contradecir esto era simplemente una treta para engañar a la gente y conseguir sus malvados fines; este comportamiento es siempre parte de una conspiración y mucha gente colabora con ella. Se refiere luego al poder enorme (casi místico) de los judíos para manipular sociedades y economías. Echa la culpa de su éxito al internacionalismo de los judíos y a la falta de patriotismo nacional.

Por supuesto, el Kremlin no tenía un plan maestro de dominación mundial tan obvio como la invasión de la Europa Occidental o el lanzamiento de bombas en los Estados Unidos. El plan, mucho más sutil (uno podría decir que retorcidamente inteligente) era la subversión… desde dentro… país a país… a través del Tercer Mundo… eventualmente rodeando y estrangulando al Primer Mundo… realmente una Conspiración Comunista Internacional, «una conspiración», dijo el Senador Joseph McCarthy, «en una escala tan grande que empequeñece cualquier otra en la historia del hombre».

Este es el objetivo principal de este libro: analizar cómo los Estados Unidos intervinieron por todo el mundo para combatir esta conspiración allá donde asomara la cabeza.

¿Existió realmente la Conspiración Comunista Internacional?

Si realmente existió, ¿por qué la CIA y las agencias de otros gobiernos llegaron a tal nivel de exageración? Si realmente creían en la existencia de una Conspiración Comunista1 Internacional diabólica, ¿por qué se inventaron todo eso para convencer al pueblo americano, al Congreso, y al resto del mundo de su malvada existencia? ¿Por qué tuvieron que manipular, eliminar, falsificar evidencias? Las páginas de este libro están llenas de numerosos ejemplos de retórica anticomunista por parte del gobierno de los EEUU y sus invenciones mediáticas sobre «la amenaza soviética», «la amenaza china» y «la amenaza cubana». Y todo el tiempo, al mismo tiempo, éramos bombardeados con historias terroríficas: en los 50 era «la ventaja de bombas» de la URSS sobre los EEUU. Luego «la ventaja de misiles». Más tarde «la ventaja de misiles antibalísticos». En los 80, fue la «ventaja en el gasto». Finalmente, «la ventaja láser». Todo eran mentiras.

Ahora sabemos que la CIA de Ronald Reagan y William Casey regularmente «politizaba las afirmaciones de inteligencia» para apoyar la tendencia antisoviética de su administración, y eliminaba informes, incluso de sus propios analistas, que contradecían esta tendencia. Ahora sabemos que la CIA y el Pentágono sobrestimaban regularmente la fuerza militar y económica de la Unión Soviética, y exageraban la escala de las pruebas nucleares soviéticas y el número de «violaciones» de los tratados existentes de prohibición de dichas pruebas, con las que luego Washington acusaba a los rusos32. Todo para crear un enemigo más grande y más significativo, un agujero mayor en la seguridad nacional.

Tras la Guerra Fría, en los tiempos del Nuevo Orden Mundial, parece que todo aquello fue bien para el complejo militar-industrial-inteligencia y sus compañeros de crimen, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Tienen su NAFTA, y su Organización Mundial de Comercio. Están dictando el desarrollo económico, político y social del Tercer Mundo y de la Europa del Este. La reacción de Moscú a estos eventos ya no se toma en consideración. El Código de Conducta para Corporaciones Transnacionales de la ONU está muerto. Todo aquello a la vista es liberalizado y privatizado. El capital merodea el mundo con una libertad rabiosa de la que no había disfrutado desde antes de la Primera Guerra Mundial, operando libre de cualquier atadura. El mundo ahora es seguro para las corporaciones transnacionales33.

¿Significará esto una mejora en la vida de las multitudes con respecto al periodo de la Guerra Fría? ¿Una mayor preocupación por la gente común a la que no se tiene en cuenta desde hace siglos? «Por todos los medios», dice el Capital, ofreciendo otra versión dulcificada de la teoría por la cual los pobres (que deben subsistir con las migajas de los ricos), comerán mejor dando a los ricos mejores comidas.

Los chicos del Capital, también se ríen con sus martinis sobre la muerte del socialismo. La palabra se ha prohibido en las conversaciones educadas. Y esperan que nadie note que cualquier experimento socialista de alguna importancia en el siglo veinte (sin excepción) ha sido arrasado, derrocado, o invadido, o corrompido, pervertido, subvertido, o desestabilizado, o de alguna otra manera se le ha hecho la vida imposible por parte de los Estados Unidos. Ningún movimiento o gobierno socialista (de la revolución rusa a los sandinistas en Nicaragua, de la China comunista al FMLN en el Salvador), ninguno ha podido crecer o morir por su propios méritos o fallos.

Es como si los primeros experimentos de los hermanos Wright con máquinas voladoras hubieran fallado por los sabotajes de los intereses automovilísticos. Y como si luego todos los hombres de bien del mundo examinaran la situación, tomaran nota de las consecuencias, asintieran sabiamente y entonaran solemnemente: «El hombre nunca volará».

NOTAS
1. Michael Parenti, The Anti-Communist Impulse (Random House, NY, 1969) p.4
2. Washington Post, 24 de octubre de 1965, article by Stanley Karnow.
3. Winston Churchill, The Second World War, Vol. IV, The Hinge of Fate (London, 1951), p. 428.
4. Winston Churchill, The World Crisis: The Aftermath (London, 1929), p. 235.
5. D.F. Fleming, «The Western Intervention in the Soviet Union, 1918-1920», New World Review (New York), Fall 1967; see also Fleming, The Cold War and its Origins, 1917-1960 (New York, 1961), pp. 16-35.
6. Los Angeles Times, 2 de septiembre de 1991, p. 1.
7. Frederick L. Schuman, American Policy Toward Russia Since 1917 (New York, 1928), p. 125.
8. Ibid., p. 154.
9. San Francisco Chronicle, 4 de octubre de 1978, p. 4.
10. New Republic, 4 de agosto de 1920, a 42-page analysis by Walter Lippmann and Charles Merz.
11.
Life, 29 de marzo de 1943, p. 29.
12. New York Times, 24 de junio de 1941; para ver una recopilación interesante de cómo los oficiales estadounidenses sentaron las bases para la Guerra Fría durante e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, ver el primer capítulo de Blanche Wiesen Cook, The Declassified Eisenhower (New York, 1981), un estudio de los informes anteriormente clasificados de la Eisenhower Library.
13. Esto está bien documentado y sería de dominio público si no fuera por sus vergonzosas implicaciones. Ver, por ejemplo, los informes de la British Cabinet de 1939, resumidos en el Manchester Guardian, 1 de enero de 1970; también Fleming, The Cold War, pp. 48-97.
14. Relatado por el entonces ministro francés de asuntos exteriores, Christian Pineau en una entrevista para el Dulles Oral History Project, Princeton University Library; citada en Roger Morgan, The United States and West Germany, 1945-1973: A Study in Alliance Politics (Oxford University Press, London, 1974), p. 54, mi traducción del francés.
15. Michael Parenti, The Anti-Communist Impulse (Random House, NY, 1969) p. 35.
16. John Stockwell, In Search of Enemies (New York, 1978), p. 101.
Las expresiones «oficial de la CIA» y «oficial del caso» se usan a través del presente libro para denotar a empleados fijos, a tiempo completo de la Agencia, al contrario que «agente», que es alguien que trabaja con la CIA ad hoc. Otras fuentes citadas tienden a usar incorrectamente la palabra «agente» para cubrir ambas categorías.
17. Ibid., p. 238.
18. Kwame Nkrumah, Dark Days in Ghana (London, 1968), pp. 71-2.
19. La cita completa es del New York Times, 11 de enero de 1969, p. 1; la cita interior es de la Comisión Naiconal.
20. Mother Jones magazine (San Francisco), abril de 1981, p. 5.
21. San Francisco Chronicle, 14 de enero de 1982, p. 2.
22. Richard F. Grimmett, Reported Foreign and Domestic Covert Activities of the United States Central Intelligence Agency: 1950-1974, (Library of Congress) 18 de febrero de 1975.
23. The Pentagon Papers (N.Y. Times edition, 1971), p. xiii.
24. Discurso ante el World Affairs Council en la Universidad de Pennsylvania, 13 de enero de 1950, citado en la Republican Congressional Committee Newsletter, 20 de septiembre de 1965.
25. Robert Scheer, Los Angeles Times Book Review, 27 de septiembre de 1992, recensión de Georgi Arbatov, The System: An Insider’s Life in Soviet Politics (Times Books, New York, 1992)
26.
International Herald Tribune, 29 de octubre de 1992, p. 4.
27. The New Yorker, 2 de noviembre de 1992, p. 6.
28. Los Angeles Times, 2 de diciembre de 1988: la emigración de judíos soviéticos tuvo su máximo en 51,330 en 1979 y su mínimo en unos 1,000 en un año a mediados de los 80 durante la administración Reagan (1981-89); en 1988 era de 16,572.
29. a) Frank Kofsky, Harry S. Truman and the War Scare of 1948: A Successful Campaign to Deceive the Nation (St. Martin’s Press, New York, 1993), particularmente el Appendix A; el libro está repleto de porciones de documentos escritos por la diplomáticos, servicios de inteligencia y analistas militares de los años 40; el miedo a la Guerra impulsaba el programa de asuntos exteriores de la administración, inaugurando una gigantesca maquinaria militar, amenazando la bancarrota de la industria aérea.
b) Declassified Documents Reference System: indices, resúmenes y documentos microfilmados, anuarios, ordenados por la agencia gubernamental a la que pertenecen y el año de desclasificación
c) Foreign Relations of the United States (Department of State), anuarios y documentos internos publicados entre 25 y 35 años después del suceso.
30. Los Angeles Times, 29 de diciembre de 1991, p. M1.
31. The Guardian (London), 10 de octubre de 1983, p. 9.
32. a) Anne H. Cahn, «How We Got Oversold on Overkill», Los Angeles Times, 23 July 1993, basado en un testimonio ante el Congreso el 10 de junio de 1993, por Eleanor Chelimsky, Assistant Comptroller-General de la General Accounting Office, sobre un estudio de la misma; ver el artículo relacionado en el New York Times, 28 de junio de 1993, p.10
b) Los Angeles Times, 15 de septiembre de 1991, p. 1; 26 October 1991.
c) The Guardian (London), 4 de marzo de 1983; 20 de enero de 1984; 3 de abril 1986.
d) Arthur Macy Cox, «Why the U.S., Since 1977, Has Been Misperceiving Soviet Military Strength», New York Times, 20 de octubre de 1980, p. 19; Cox fue un empleado del Departamento de Estado y de la CIA.
33.
Para una mayor profundización en estos puntos, consular:
a) Walden Bello, Dark Victory: The United States, Structural Adjustment and Global Poverty (Institute for Food and Development Policy, Oakland, CA, 1994), passim.
b) Multinational Monitor (Washington), July/August 1994, special issue on The World Bank.
c) Doug Henwood, «The U.S. Economy: The Enemy Within», Covert Action Quarterly (Washington, DC), verano de 1992, No. 41, pp. 45-9.
d) Joel Bleifuss, «The Death of Nations», In These Times(Chicago) 27 de junio – 10 de Julio de 1994, p. 12 (Código de la ONU).

N del T: William Blum es un escritor y crítico de la política exterior estadounidense. Empleado del Departamento de Estado, abandonó su puesto debido a su oposición a la Guerra de Vietnam en 1967. Se describe a sí mismo como socialista. Este artículo es la introducción de su libro Killing Hope: US Military and CIA interventions since World War II. Tanto el original como otros capítulos que iremos traduciendo tienen su versión original en inglés en la página http://www.killinghope.org/