Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Si una enfermedad puede enseñarnos sensatez más allá de nuestra capacidad de comprender lo precaria y preciosa que es la vida, el coronavirus nos ha dado dos lecciones.
La primera es que en un mundo globalizado nuestras vidas están tan entrelazadas que la idea de vernos a nosotros mismos como islas (ya sea como individuos, comunidades, naciones o la única especie privilegiada) se debería entender como demostración de falsa conciencia. En realidad, siempre estuvimos unidos formando parte de una milagrosa red de vida en nuestro planeta y, más allá de él, como polvo de estrellas en un universo inconmensurablemente vasto y complejo.
Solo una arrogancia que han cultivado en nosotros aquellos narcisistas llegados al poder gracias a su propio egoísmo autodestructivo es lo que nos impidió tener la necesaria mezcla de humildad y sobrecogimiento que deberíamos sentir al ver una gota de lluvia sobre una hoja o un bebé tratando de gatear o el cielo nocturno que se revela en su enorme esplendor lejos de las luces de la cuidad.
Y ahora, cuando empezamos a entrar en épocas de cuarentena y autoaislamiento (como naciones, comunidades e individuos), todo esto debería ser mucho más claro. Ha tenido que ser un virus quien nos enseñe que solo unidos somos más fuertes, estamos más vivos y somos más humanos.
Al ser despojados por la amenaza de contagio de lo que más necesitamos se nos recuerda hasta qué punto hemos dado por sentada la comunidad, hemos abusado de ella y la hemos vaciado. Tenemos miedo porque los servicios que necesitamos en momentos de dificultades y traumas colectivos se han convertido en mercancías que se deben pagar o se consideran privilegios cuyo acceso depende del nivel de ingresos, está racionado o simplemente es inexistente. Esta inseguridad es la causa de la actual necesidad de acaparar.
Cuando nos acecha la muerte no es a los banqueros ni a los ejecutivos ni a los gestores de fondos a quienes acudimos, aunque es a ellos a quienes más ha recompensado nuestra sociedad. Si los salarios son una medida de valor, son las personas más apreciadas.
Pero no son las personas que necesitamos, como individuos, sociedades o naciones, sino que lo serán los médicos, los enfermeros, los trabajadores de la sanidad pública, los cuidadores y los trabajadores sociales que lucharán para salvar vidas poniendo en peligro las suyas.
En efecto, puede que durante esta crisis sanitaria nos demos cuenta de quién y qué es lo más importante, pero, ¿recordaremos su sacrificio y su valor una vez que el virus deje acaparar titulares? ¿O volveremos a la normalidad (hasta la próxima crisis) y recompensaremos a los fabricantes de armas, a los multimillonarios dueños de los medios de comunicación, a los jefes de las empresas de combustibles fósiles y a los parásitos de los servicios financieros que se alimentan del dinero de otras personas?
“Apechugar”
La segunda lección se desprende de la primera. A pesar de todo lo que se nos ha dicho durante cuatro décadas o más, las sociedades capitalistas occidentales están lejos de ser la forma más eficaz de organizarnos. Quedará muy claro a medida que se agrave la crisis del coronavirus.
Todavía estamos muy inmersos en el universo ideológico del thatcherismo y reaganismo cuando se nos decía bastante literalmente que “no existe eso que se denomina sociedad”. ¿Cómo soportará esta cantinela política la prueba de las próximas semanas y meses? ¿Cuánto podemos sobrevivir como individuos, incluso en cuarentena, en vez de como parte de comunidades que cuidan de todos nosotros?
Los dirigentes occidentales que son paladines del neoliberalismo, como se les exige hoy en día, tienen dos opciones para hacer frente al coronavirus y ambas exigirán desviar mucho nuestra atención para que no veamos a través de su hipocresía y sus engaños.
Nuestros dirigentes pueden dejarnos “apechugar”, como dijo el primer ministro británico Boris Johnson. En la práctica significará permitir lo que de hecho es una matanza selectiva de personas pobres y ancianas, una matanza que aliviará a los gobiernos de la carga financiera de los escasamente financiados planes de pensiones y prestaciones sociales.
Estos dirigentes afirmarán que no pueden hacer nada para intervenir o paliar a crisis. Al tener que hacer frente a las contradicciones inherentes a su visión del mundo se volverán de pronto fatalistas y dejarán de creer en la eficacia y las virtudes de libre mercado. Dirán que el virus era demasiado contagioso para contenerlo, demasiado fuerte para que los servicios sanitarios pudieran luchar contra él, demasiado letal para salvar vidas. Eludirán toda la culpa de décadas de recortes y privatizaciones en la sanidad que hicieron que estos servicios fueran ineficaces, inadecuados, nada flexibles y difíciles de gestionar.
O, por el contrario, los políticos utilizarán a sus agentes de prensa y aliados en los medios de comunicación corporativos para ocultar el hecho de que se están volviendo silenciosa y provisionalmente socialistas para hacer frente a la emergencia. Estos políticos cambiarán las normas de la asistencia social para que todos los que están en la “economía de bolos”* que ellos crearon (empleados con contratos de cero horas) no propaguen el virus porque no pueden permitirse la autocuarentena o estar de baja por enfermedad.
O lo más probable es que nuestros dirigentes opten por ambas opciones.
Crisis permanente
Si se reconoce todo esto la conclusión que se saque de la crisis (que todos somos igual de valiosos, que tenemos que cuidarnos unos a otros, que o nos ahogamos o nos salvamos juntos) se considerará una mera lección aislada y fugaz específica de esta crisis. Nuestros dirigentes se negarán a sacar lecciones más generales (unas lecciones que pueden poner en evidencia su propia culpabilidad) acerca de cómo deberían funcionar en todo momento las sociedades humanas sanas.
De hecho, no hay nada excepcional en la crisis del coronavirus, simplemente es una versión acentuada de la menos visible crisis en la que ahora estamos sumidos permanentemente. Mientras Gran Bretaña se hunde cada invierno bajo las inundaciones, mientras Australia se quema cada verano, mientras los huracanes destruyen los estados del sur de Estados Unidos y sus grandes llanuras se convierten en terrenos semidesérticos erosionados por el viento, mientras la emergencia climática se hace cada vez más tangible aprenderemos lenta y dolorosamente esta verdad.
Aquellas personas que apuestan fuertemente por el sistema actual y aquellas a quienes se les ha lavado tan bien el cerebro que son incapaces de ver sus defectos lo defenderán hasta el final. No aprenderán nada del virus, acusarán a los Estados autoritarios y advertirán de que las cosas podrían ser mucho peor.
Señalarán con el dedo la gran cantidad de personas que han muerto en Irán como confirmación de que nuestras sociedades movidas por la obtención de beneficios son mejores al tiempo que ignoran el terrible daño que hemos infligido a los servicios sanitarios de Irán tras años de sabotear su economía con unas sanciones despiadadas. Permitimos que Irán fuera aun más vulnerable al coronavirus porque queríamos provocar un “cambio de régimen” (entrometernos con el pretexto de la preocupación “humanitaria”), como hemos intentado hacer en otros países cuyos recursos queríamos controlar, desde el Irak hasta Siria y Libia.
Se hará responsable a Irán de una crisis que nosotros deseábamos, que buscaban nuestros políticos (aunque la velocidad con la que se propagó y sus dimensiones fueran una sorpresa) para derrocar a sus dirigentes. Se citarán los fracasos de Irán como prueba de nuestro estilo de vida superior mientras gemimos con tono de superioridad moral por el escándalo de una “injerencia rusa” cuyos contornos apenas podemos definir.
Valorar el bien común
Aquellas personas que defienden nuestro sistema, incluso cuando su lógica interna se desmorona ante un coronavirus y una emergencia climática, nos dirán lo afortunados que somos de vivir en sociedades libres donde algunos (los ejecutivos de Amazon, los servicios de entrega a domicilio, las farmacias, los fabricantes de papel higiénico) todavía pueden hacer dinero fácil con nuestro pánico y nuestro miedo. Mientras alguien nos explote, mientras alguien engorde y se haga rico se nos dirá que el sistema funciona y que funciona mejor que nada que podamos imaginar.
Pero, de hecho, las sociedades capitalistas en su fase avanzada como Estados Unidos y Reino Unido lucharán para apropiarse hasta de los limitados éxitos frente al coronavirus de gobiernos autoritarios. ¿Es probable que Trump en Estados Unidos o Johnson en Reino Unido (ejemplares del capitalismo de “el mercado lo sabe mejor”) hagan mejor las cosas para hacer frente al virus y contenerlo?
Esta lección no consiste en oponer sociedades autoritarias y sociedades “libres”, sino en sociedades que valoran como un tesoro la riqueza común, que valoran el bien común por encima de la codicia y el beneficio privados, por encima de proteger los privilegios de una élite de la riqueza.
En 2008, después de décadas de dar a los bancos lo que querían (libertad para hacer dinero comerciando con humo) las economías occidentales casi explotan del mismo modo que revienta una burbuja inflada de liquidez vacía. Los bancos y los servicios financieros solo se salvaron gracias a rescates públicos, con el dinero de los contribuyentes. No se nos dio otra opción, se nos dijo que los bancos eran “demasiado grandes para quebrar”.
Compramos los bancos con nuestra riqueza común, pero como la riqueza privada es la estrella que guía nuestros tiempos, no se permitió al público poseer los bancos que había comprado. Y una vez que hemos rescatado los bancos (un socialismo perverso para los ricos) los bancos volvieron inmediatamente a hacer dinero privado y a enriquecer a una diminuta élite hasta la próxima crisis económica.
Ningún sitio a donde volar
Las personas ingenuas pueden pensar que esto era algo excepcional, pero los fallos del capitalismo son inherentes y estructurales, como ya está demostrando el virus y como pondrá en evidencia la emergencia climática con una ferocidad alarmante en los próximos años.
El cierre de fronteras significa que las compañías aéreas van a quebrar rápidamente. Por supuesto, no dejaron de lado dinero para los días malos, no ahorraron ni fueron prudentes. Están en un mundo despiadado en el que tienen que competir con los rivales, sacarlos del negocio y amasar todo el dinero que puedan para los accionistas.
Ahora no hay ningún lugar a donde puedan volar las compañías aéreas y durante meses no tendrán ninguna manera evidente de hacer dinero. Como los bancos, son demasiado grandes para quebrar y como los bancos exigen que se gaste dinero público para ayudarlas a salir adelante hasta que una vez más puedan obtener beneficios para sus accionistas. Otras muchas empresas se pondrán en fila detrás de las compañías aéreas.
Tarde o temprano se coaccionará una vez más al público para rescatar a estas empresas con ánimo de lucro que lo único que hacen de forma eficaz es su papel fundamental en la aceleración del calentamiento global y la erradicación de la vida en el planeta. Se resucitará a las compañías aéreas hasta que llegue la inevitable próxima crisis, una crisis en la que ellas son actrices fundamentales.
Una bota estampada en la cara
El capitalismo es un sistema eficiente para que una élite minúscula haga dinero a un coste terrible y cada vez más insostenible para la sociedad en general, y sólo hasta que ese sistema demuestre que ya no es eficiente. Entonces la sociedad más amplia tendrá que correr con los gastos y ayudar a la élite de la riqueza de modo que se pueda volver a empezar el ciclo una y otra vez. Igual que una bota estampada en un rostro humano, constantemente, como advirtió hace mucho tiempo George Orwell.
Pero el capitalismo no solo es económicamente autodestructivo, también carece totalmente de moral. Una vez más, deberíamos estudiar los modelos de la ortodoxia neoliberal: Reino Unido y Estados Unido.
En Gran Bretaña el National Health Service [Servicio Nacional de Salud], que antaño fuera la envidia del mundo, está en fase terminal tras décadas de privatizaciones y de exteriorizar los servicios. Ahora el mismo Partido Conservador que inició el desmantelamiento del NHS suplica a empresas como los fabricantes de automóviles que se ocupen de la grave escasez de respiradores artificiales que pronto se necesitarán para ayudar a los enfermos de coronavirus.
En caso de emergencia los gobiernos occidentales hubieran sido capaces antaño de dedicar recursos tanto públicos como privados a salvar vidas. Se podrían haber reconvertido las fábricas por el bien común. Hoy los gobiernos se comportan como si todo lo que pudieran hacer fuera incentivar los negocios cifrando sus esperanzas en el afán de lucro y el egoísmo que mueve a estas empresas a entrar en el mercado de los respiradores artificiales o a proporcionar camas, de modo que se benefice la salud pública.
Los defectos de este enfoque deberían ser palmarios si examinamos cómo podría responder un fabricante de automóviles a la petición de adaptar sus fábricas para elaborar respiradores. Si no se convence de que puede ganar dinero fácil o si piensa que se pueden obtener beneficios más rápidos o mayores si sigue fabricando automóviles en un momento en que el público tiene miedo de usar el transporte público, los pacientes morirán. Si esperara a ver si la demanda de respiradores es suficiente para justificar la adaptación de sus fábricas, los pacientes morirán. Si lo plaza con la esperanza de que la escasez de respiradores haga que aumenten los subsidios de un gobierno temeroso de la reacción pública, los pacientes morirán. Y si para aumentar sus beneficios fabrica respiradores baratos sin garantizar que el personal médico supervisa el control de calidad, los pacientes morirán.
Las tasas de supervivencia no dependerán del bien común, de que nos unamos para ayudar a las personas necesitadas, de la planificación para lograr los mejores resultados, sino de los caprichos del mercado. Y no depende solo en el mercado, sino de las incorrectas percepciones humanas de qué constituyen las fuerzas del mercado.
La supervivencia del más sano
Por si esto no fuera lo suficientemente malo, Trump está mostrando, con toda su inflada vanidad, que ese afán de lucro se puede extender desde el mundo de los negocios que tan íntimamente conoce al cínico mundo político que ha ido dominando poco a poco. Según se informa, ha estado buscando entre bastidores una varita mágica. Está en contacto con empresas farmacéuticas internacionales para encontrar una que esté cerca de desarrollar una vacuna de modo que Estados Unidos pueda comprar sus derechos exclusivos.
Los informes sugieren que quiere ofrecer la vacuna exclusivamente al público estadounidense, lo que le haría ganar muchos votos en un año de reelección. Sería el punto más bajo de la filosofía de la ley del más fuerte (la supervivencia de las personas más sanas, la visión del mundo consistente en “el mercado decide”) que se nos ha incitado a adorar en las cuatro últimas décadas. Así es como se comporta la gente cuando se le niega una sociedad más amplia ante la que es responsable y que es responsable de ella.
Pero incluso en caso de que Trump se dignara finalmente a permitir que otros países disfrutaran de los beneficios de su vacuna privatizada, eso no tendría nada que ver con ayudar a la humanidad, con un bien mayor. Tendría que ver con que Trump, el empresario-presidente, obtuviera un considerable beneficio para Estados Unidos a costa de la desesperación y el sufrimiento de los demás, además de venderse como un héroe político mundial. O es más probable que fuera otra oportunidad para que Estados Unidos demostrara sus credenciales “humanitarias” al premiar a los países “buenos” permitiéndoles acceder a la vacuna y negar a los “malos” como Rusia el derecho a proteger a sus ciudadanos.
Una visión del mundo escandalosamente estrecha
Eso será una ilustración perfecta en el escenario mundial (y en llamativo tecnicolor) de cómo funciona la forma estadounidense de comercializar la salud. Es lo que ocurre cuando se trata la salud no como un bien público sino como una mercancía que hay que comprar, como un privilegio para incentivar la fuerza de trabajo, como la medida de quién tiene éxito y quién no.
Estados Unidos, con mucho el país más rico del planeta, tiene un sistema sanitario disfuncional no porque no pueda permitirse uno bueno, sino porque su visión política del mundo es tan escandalosamente estrecha debido al culto a la riqueza que se niega a reconocer el bien común, a respetar la riqueza común de una sociedad sana.
El sistema sanitario de Estados Unidos es, con mucho, el más caro del mundo, pero también el menos eficiente. La inmensa mayoría del “gasto sanitario” no contribuye a sanar enfermos, sino que enriquece una industria de la salud de las corporaciones farmacéuticas y de las compañías de seguros de salud.
Los analistas consideran que se “despilfarra” un tercio de todo el gasto sanitario de Estados Unidos, 765.000 millones de dólares al año. Pero el término “despilfarrado” es un eufemismo. De hecho, es dinero que va a parar a los bolsillos de las corporaciones de se denominan a sí mismas industria de la salud mientras estafan la riqueza común de los ciudadanos estadounidenses. Y la estafa es tanto mayor cuanto que a pesar de ese enorme gasto más de uno de cada diez ciudadanos estadounidenses no tienen una cobertura sanitaria adecuada.
El coronavirus pondrá de manifiesto como nunca antes la depravada falta de eficiencia de este sistema (el modelo de atención sanitaria basado en el beneficio), de las fuerzas del mercado que velan por los intereses a corto plazo de las empresas y no por los intereses a largo plazo de todos nosotros.
Hay alternativas. En estos momentos a los estadounidenses se les ofrece elegir entre un socialista democrático, Bernie Sanders, que defiende la atención sanitaria como un derecho porque es un bien común, y un jefe del partido demócrata, Joe Biden, que defiende a los grupos de presión empresariales de los que depende para lograr financiación y su éxito político. Un puñado de corporaciones que son propietarias de los medios de comunicación estadounidenses margina y califica de amenaza al estilo de vida estadounidense a uno de ellos, mientras que esas mismas corporaciones impulsan al otro a la nominación demócrata.
El coronavirus tiene una lección urgente e importante que enseñarnos. La pregunta es si todavía estamos dispuestos a escuchar.
*En inglés “gig economy”, término que proviene de la jerga musical y se refiere a las actuaciones cortas que realizan los grupos musicales, “gig”, en inglés. Aplicado al mundo laboral se refiere a un modelo basado en pequeños encargos o bajo demanda (n. de la t.).
Jonathan Cook obtuvo el Premio Especial de Periodismo Martha. Sus últimos libros son Israel and the Clash of Civilisations: Iraq, Iran and the Plan to Remake the Middle East (Pluto Press) y Disappearing Palestine: Israel’s Experiments in Human Despair (Zed Books). Su página web es http://www.jonathan-cook.net/
Fuente: https://www.counterpunch.org/2020/03/19/a-lesson-coronavirus-is-about-to-teach-the-world/
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como fuente de la traducción.