PERSONALMENTE siempre me interesó más el hereje que el ateo, y mucho más la mística que el voto de obediencia. Cuando se discute acerca de las demasías, torpezas y desvaríos de una sociedad que el intelectual, se presupone, debería encauzar a través de una presupuesta sabiduría canónica autoconcedida y a veces autocomplaciente, caigo en la […]
PERSONALMENTE siempre me interesó más el hereje que el ateo, y mucho más la mística que el voto de obediencia. Cuando se discute acerca de las demasías, torpezas y desvaríos de una sociedad que el intelectual, se presupone, debería encauzar a través de una presupuesta sabiduría canónica autoconcedida y a veces autocomplaciente, caigo en la valiosísima zozobra de preguntarme hasta qué punto debo arremeter contra los molinos de viento a quienes no complace, aunque les perjudique la mente, transformarse en hiperestésicos y cuerdos gigantes. Por fortuna me modera la convicción de que me muevo en un universo contradictorio, selvático, arrogante, injusto, mendaz a sabiendas, acomodaticio, global, esclavista, egocéntrico y, sobre todo, terriblemente ágrafo y voluntariamente manipulado por masmedias en las que jamás cabrá ésa mi mística a la que aludo. O llámese mi discurso. Cierto que la convicción de utilizar los conocimientos de que me he dotado para reinsertar a los réprobos en la justa cañada de la libertad, el compromiso común y la actitud coherente, solidaria, sensata y rebelde frente otras tentaciones mediáticas siempre más poderosas que la añorada autocrítica, tan olvidada de sí misma, me pregunto si los denominados intelectuales o místicos de la comunicación no deberían conformarse con el espíritu contenido en el tintero que les da de malvivir y de sufrir. ¿Qué compromiso cabe desde un escritorio de ermitaño, sin medios de propulsión adecuados para la importancia que la mística intelectual concede a su esencia y obligación sociales?
El compromiso siempre sale solo, tiene la divina cualidad de no casarse con nadie; de escurrirse de las catequéticas normativas de aquellos grupos o sectas a los que se aproxima sin identificarse jamás en su totalidad, actitud que le sumergería en el dogmatismo a tanto la línea; y de pelear siempre, a riesgo de Santo Oficio (en un mundo donde no se tiene en cuenta lo que se opina, sino dónde se opina) con dos limitados dedos, contra la contradicción ‘per se’ en la que todo movimiento definido como progresista, llamémoslo así, incurre muy a su pesar en su cotidiano devenir. Si se posee una fuerza crítica bien limada y curtida por los años de oficio y contemplación de una humanidad que no se ajusta como uno quisiera a sus certezas, casi siempre acertadas, rara vez escuchadas, el intelectual debe dejarse guiar por la aludida mística y lanzarse a ciegas a opinar contra lo evidente, aunque ello le valga una llaga más en la conciencia, la bolsa y la vida.
Tras una larga trayectoria de opinión libertaria ( y, si es adquirida, veraz y contrastada, aunque la experiencia me dicte que tres fuentes te pueden emponzoñar a la vez); opinión que exige debate, polémica, plática y no censura timorata, cuando no ciega, una de las frases más estúpidas y obyectas con que me he tropezado, desde núcleos de lo más reaccionario a las avanzadillas presuntamente audaces es que ‘eso que escribes es cierto, pero no se dice’. No conviene. Es herejía, es mística. Y el ateo no permite que te desembaraces de sus cánones y su fe. Siempre con el pretexto de la consecuencia, la coyuntura, la conveniencia, el conflicto interno, la contingencia de que lo obvio contribuya a ser percibido y demás insensateces que menguan al enemigo, pésima y necia estrategia de todas las entidades que dicen velar por el bien común en un futuro inmediato, me decanto por la utopía, es decir, por la denuncia de lo evidente dentro de los márgenes que me lo permitan, que suelen ser escasos, malquistos, poco lucrativos y para colmo inermes. Y he vuelto a decir lo que es cierto, pero se calla. Hay que adaptarse, además, al ámbito sociológico que siempre aflige al místico, cuya cerrazón se vislumbra casi siempre como enajenación o delirio. Se precisa, además, para calar en ciertas seseras, una cierta amenidad. Todo ente que se intitula como cultural o, hablando de ello, intelectual, me echa a temblar, ya sea un ministerio, una delegación burócrata o un espacio radiofónico.
Que uno se deja tantos pelos en la gatera que concluye más calvo que un huevo calvo, quién lo duda. Aunque, en el fondo de sí mismo, en los instantes de receso, tamañas audacias (que se deben corregir sin testarudez si uno también metió la zanca, circunstancia que no debe perderse de vista) retribuyen al intelectual con el aire puro de su independencia, aunque resulte intemperie. No sé cómo expresarlo, la racionalización de lo místico conlleva la definición de recovecos ambiguos; pero el caso es que cuando inicio la labor que me atañe, no me lanzo a ello con la jaculatoria de allá voy, a comprometerme. Comparando con otras artes, las plásticas sin ir más lejos, o las partituras, lo que de arriscado tiene la literatura es que carta en la mesa, pesa. Lo dicho, impreso, o en este caso difundido queda, y quiere decir lo que dice y no se escuda en trampantojos ni entrelíneas en las que para mi desdicha tuve que sumergirme no sólo en días de dictadura, sino en otros de presunto y vigilante libertinaje político.
Por no hablar de la pandémica ausencia de sentido de la ironía que nos aflige en todos y cada uno de los sectores ideológicos. Muchos de los cuales carecen de lo que les fundamenta: la idea. Esto es lo que he reflexionado, aparte de que párrafos como los que anteceden puedan ser acogidos, es privilegio y logro, en esta página; que para el místico no hay nada peor que constatar que la imagen se queda en escayola modelada y que predica a la pared. El compromiso me contiene y, escriba en el género que escriba, y sea el medio que sea el que lo acoja, se cuela por añadidura en la receta. Asumo que la perfección no existe, que es dañina para quien se cree dotado de ella; conozco y mortifico todo cuanto me exaspera y enemista y, ante todo, persigo cualquier cosa excepto la lerda unanimidad.