Declaro: que mi amor por Centroamérica muere conmigo–. Francisco Morazán. Testamento. El subterráneo, las bocinas estrepitosas, el ulular de ambulancias y patrullas, el calor revuelto con humedad, el tráfico trágico, perder un tren y buscar otro, la realidad que supera a los sueños y el sueño que invade por trabajo agotador y mañana otra vez […]
Declaro: que mi amor por Centroamérica muere conmigo–. Francisco Morazán. Testamento.
El subterráneo, las bocinas estrepitosas, el ulular de ambulancias y patrullas, el calor revuelto con humedad, el tráfico trágico, perder un tren y buscar otro, la realidad que supera a los sueños y el sueño que invade por trabajo agotador y mañana otra vez la repetición del mismo vivir hasta que llega el viernes y ese deseo que no salte de una vez al lunes para recomenzar esa rutina que parece interminable y así se va la vida de tantos y tantas en las grandes ciudades alejadas de sus pueblos o de sus no tan grandes ciudades y así se resbala la vida de los inmigrantes mientras casi sin saberlo se está aproximando al sueño eterno y la vida pasó sin haberla vivido.
Así transcurre la vida para la mayoría que han emigrado de sus países, y aún así muchos le dan gracias a la vida y quizá no porque les haya dado tanto si no porque les está dando un poco para «remesar» a los que dejó en suelo patrio. Y desgraciadamente ésta es la nueva realidad de los nuevos exiliados de la América Latina: los exiliados del hambre.
Todo esto y más me ha hecho pensar esa noche de concierto del sábado 9 de junio en el City Center de Nueva York, en donde se presentó Mercedes Sosa y con ella trajo el recuerdo de los otros exiliados latinoamericanos en tiempos de la Guerra fría, que llevó a tantos y tantas a la hoguera, que desterró a tantos que la palabra ‘exilio’ se convirtió como en otro país, y silenció con bala en boca y con amenaza constante a los que allá quedaron y quisieron protestar por una mejor patria.
Como bien lo dice el productor y escritor argentino Néstor R. Lacorén: «Parecería que el milagro de su voz es la única herramienta viva en el proceso latinoamericano de búsqueda y de cambio. Mercedes Sosa como mujer del sur con una imaginación incesante y mucha capacidad de gracia, con su voz, emoción y potencia de la vida, ganó a toda la gente».
Escuchar a Mercedes Sosa es toda una experiencia, allí en ese teatro donde ella es dueña y señora del silencio y dueña de su voz y de sus pausas para que en ellas ese extraordinario público desembocara en tremenda y merecida ovación. Se rebelan los poros humanos y surgen de ellos ese anhelo aún en proyecto de una América Latina unida, una Latinoamérica con mejor suerte.
Mientras Mercedes Sosa en el corazón de Manhattan no ha perdido, pese a su edad (71) y trayectoria, el entusiasmo por una América Latina con menos pobres o sin ellos, su compatriota, argentino de Miami, Andrés Oppenheimer, pontificaba esta semana en mi país, Honduras, sobre el libre mercado y la falta de visión de los países pequeños y pobres para ponerse palmo a palmo a competir con las grandes potencias, con los países industrializados (para decirlo en sus palabras «ceguera periférica»). Por supuesto, esto es risible desde cualquier ángulo de donde se vea, bueno, quién sabe, quizá desde Miami no.
También Oppenheimer asegura, según diario Tiempo (10/06/07): «Otro problema es que la región vive de un romanticismo histórico que lo aleja del pragmatismo y como ejemplo citó que en su país, Argentina, paralizaron la economía un día para hacerle una nueva tumba a Juan Domingo Perón; en Venezuela se paralizaron varios días para cambiarle el nombre al país y así en toda Latinoamérica cuando se planifica el futuro se toma en cuenta el pensamiento de gente que vivió cien años antes de que apareciera el teléfono y 150 años antes del Internet, restándole visión de futuro a sus planes».
Es, precisamente, ese romanticismo histórico que disfrutamos quienes asistimos al concierto de Mercedes Sosa en el City Center, pues dentro del capitalismo salvaje una región aún no integrada -y muchas veces a riesgo de desintegrarse aún más- como la centroamericana, sólo asiste para ser devorada. A mi juicio es de suma importancia primero fortalecerse como nación, acicalarse a su historia, conocerla, quererla para defenderla, pues sin esas raíces históricas enraizadas (valga la redundancia) solamente se asoma la cabeza para que la trituradora mundial haga de nosotros carne molida y no de primera calidad sino de tercer mundo. Allí está el caso de Centroamérica, que Andrés ha de conocer bastante bien, y la visión de Francisco Morazán sobre la integración centroamericana para consolidarse como una sola nación respetable. Es probable que en tiempos de Morazán aún no existía el teléfono ni el internet, pero sí es muy cierto que su visión integracionista tiene tanta vigencia hoy, quizá más que ayer, cuando el mismo Oppenheimer habla de los bloques económicos en los que se ha convertido el mundo.
Afortunadamente, y esto de verdad que es afortunado, gozamos el derecho a equivocarnos, así como en la democracia a la libre expresión del pensamiento, incluyendo a Andrés Oppenheimer con quien, de hecho, nos conocimos a raíz de una equivocación. Me lo presentó durante la Feria del Libro en Miami el también escritor Tomás Eloy Martínez, a quien Oppenheimer presentaba su libro El vuelo de la Reina. Al referirse al libro de Tomás, Andrés dijo que era la primera novela sobre la amazonia brasileña. Yo estaba sentado en primera fila, a la par de Gabriela Esquivada, la esposa de Tomás, y le dije que no era cierto, ya existía, por ejemplo, La Guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa. Ella levantó la mano y comunicó lo que le dije, lo afirmé y otra gente del público lo afirmó también. Andrés, muy simpático -porque sí lo es-aceptó ruborizado públicamente su error. Y errar es de humanos.
Ojalá que Andrés le dé una revisión a su percepción de lo que él denomina romanticismo histórico latinoamericano, y además le dé una estudiadita al máximo héroe centroamericano, el hondureño Francisco Morazán, verá que sin teléfono ni internet Morazán superaba a muchos que hoy no hacen sino embrutecerse más de lo que ya eran a través del internet. Y seguro que con su singular simpatía, al igual que en su momento lo hiciera Eduardo Galeano por su teoría sobre la no autenticidad de la estatua de Morazán, Oppenheimer sabrá disculparse por ese error histórico que está cometiendo.
De momento yo me quedo con mi romanticismo histórico entonando las notas de esa canción que ya se ha convertido en himno, de la argentina Mercedes Sosa, quien, por cierto, lo dijo públicamente el recién pasado sábado en el teatro City Center de Manhattan, que ella amaba a Honduras y tenía bellos recuerdos de ese país, y que va más o menos así luego del estribillo de que todo cambia: Pero no cambia mi amor/ por más lejos que me encuentre/ ni el recuerdo ni el dolor/de mi pueblo y de mi gente.
Nueva York, NY, 11 junio 2007.
* Roberto Quesada: Escritor y diplomático hondureño, autor de varios libros, entre los que destacan Big Banana (Seix Barral), Nunca entres por Miami (Mondadori) Los barcos (Baktún), La novela del milenio pasado (Tropismos, Salamanca), y es Consejero de la Misión de Honduras ante las Naciones Unidas.