Para Alberto Montero Soler, que lo hubiera dicho mejor y con más punta crítica Esta observación se refiere a una variante del dilema del prisionero que da sustento básico, como es sabido, a la teoría de juegos [1]. En el capitulo 2.VII -«Los dos gremlins: los mercados liberal y monetario»- de su libro sobre el […]
Esta observación se refiere a una variante del dilema del prisionero que da sustento básico, como es sabido, a la teoría de juegos [1].
En el capitulo 2.VII -«Los dos gremlins: los mercados liberal y monetario»- de su libro sobre el minotauro global-capitalista, Yanis Varoufakis [YV] señala que los CEO, los directores ejecutivos de las empresas capitalistas, están cautivos de la paradoja de la profecía. La formula así: si todos predecimos buenos tiempos, llegarán buenos tiempos y nuestras optimistas predicciones se verán confirmadas. Por el contrario, si profetizamos malos tiempos, llegarán malos tiempos, validando de este modo nuestro pesimismo inicial. La profecía, «por tanto» escribe YV, se cumple a sí misma (o por sí misma). De ahí infiere YV: los magnates de las corporaciones no pueden basar sus decisiones ni en análisis científicos de los mercados ni en líneas de pensamiento racional.
El autor nos remite a un cuadro [2] donde se resume un sencillo juego que capta el dilema. El objetivo de esta nota es discutir el ejemplo y sus corolarios. El cuadro lleva por título «Cuando la razón cede ante la expectativa». Fielmente reconstruido, este es mi propósito al menos, tan sólo con alguna variante nominal, diría así:
Nelson Nandela [NM], Angela Davis [AD] y Santiago Alba Rico [SAR], no son estos los nombres elegidos por YV, son invitados a jugar un sencillo juego. A pesar de tener diez mil tareas pendientes de mucho mayor interés, aceptan. La cortesía es la cortesía.
Están sentados en habitaciones diferentes, aislados unos de otros (pero no secuestrados como lo estuvo el presidente Evo Morales). A cada uno/una se le entrega 100 euros, una regla, un resultado y una opción.
La opción: quedarse los 100 euros o ponerlos en un fondo común (Dada la cosmovisión de nuestros participantes no haría falta continuar: los pondrían en un fondo común destinado a fines humanitarios críticos y transformadores. Sea como fuere, prosigamos cautamente con la narración).
La regla: deben contribuir con los 100 euros, en su totalidad, no valen cantidades intermedias, o con nada, es decir, pueden no contribuir (No valen términos medios: o todo o nada. Introducir esas posibilidades añadiría mayor realismo antropológico a la situación pero complicaría el experimento mental y los experimentos mentales, como quería el mismísimo Einstein, están para simplificar situaciones).
El resultado-premio: si se llega a 300 euros en el fondo, la suma se multiplica por 10 (o por 1.000 si se quiere hacerla más tentadora) y la cantidad resultante, que no suma como escribe YV, se divide en partes iguales que se entregan a cada uno de los participantes. Por el contrario, si el fondo no contiene esa cantidad (contendrá por tanto 200, 100 o 0 euros), lo alcanzado se evaporará en el aire, como señalaron los jóvenes Marx y Engels, y cada participante saldrá del juego con el dinero con el que se ha quedado (con 0 euros si ha participado en el fondo, y esta opción no ha sido general, o con 100 euros si ha sido un listillo-idiota insolidario).
En nuestro caso, dada nuestra «elección antropológica», no habría ninguna duda: NM, AD y SAR saldría cada uno con 1.000 euros o con 100 mil, dependiendo del multiplicador, e irían a entregarlos a causas imprescindibles. Como no todo el mundo, desgraciadamente, es como NM, AD y SAR podemos continuar.
YV señala que la mejor de las situaciones, es decir, la más razonable, es el caso apuntado anteriormente: todos ponen el dinero entregado en el fondo común. Pero la pregunta, tal como él la formula, es la siguiente: ¿contribuirán realmente todos al fondo?
Pensemos no en NM, en AD o en SAR sino en Obama, Mas, Rajoy o Frau Merkel, o, si se quiere, en un individuo indeterminado «representativo», esta «pieza antropológica» que suele ser el modelo antropológico de las teorías usuales sobre la racionalidad económica: un maximizador de beneficios personales de talante neoliberal y encefalograma poliético plano. Un individuo así podría razonar así: «si creo, es decir, si confío en que los otros dos aportarán cada uno los 100 euros, entonces tiene todo el sentido del mundo (YV dixit), es decir, sería razonable, que yo también contribuyera. Pero si creo que uno de ellos no lo va a hacer (YV formula este paso con impreción: «si uno de ellos no lo hace») entonces no debería entregar mis 100 euros. ¿Por qué? «Porque 100 euros son más que nada». ¡Y a correr que es viernes!
Para YV, para que nuestro primer individuo indeterminado decida aportar sus 100 euros tiene que pensar lo siguiente:
1. Que el segundo piense que él y el tercero contribuirán al fondo.
2. Que el tercero pronosticará (mejor: pensará) que el segundo y él mismo contribuirán al fondo.
Si son todos optimistas, si el optimismo prevalece, bingo; si triunfa el pesimismo, desastre y pérdidas o ganancias mínimas (Esto último exige una precisión marginal: si triunfa el pesimismo parcial, uno o dos saldrían con 100 euros y el otro o los otros sin nada. Si triunfa el pesimismo general, todos saldrían con 100 euros).
La mejor estrategia estaría en función, en opinión de YV, de la estimación de cada uno sobre el optimismo de sus otros dos compañeros de juego. Lo formula así: optimismo. ¿Esa es la palabra?
YV no señala en parte alguna que los tres participantes sean desconocidos entre sí o que no sepan nada unos de otros. Añadamos esa premisa. Una vez añadida: ¿se infiere de la situación lo que YV parece inferir?
Este juego, en opinión del autor del minotauro global, ofrece un ejemplo de lo que los filósofos denominan -él lo es de hecho- como regresión infinita. No está claro en mi opinión que la casilla clasificatoria sea precisamente esta. No acabo de ver que estemos ante algún regressus al infinitum y más allá. Sea como fuere añade, en su opinión, «una situación donde es imposible resolver qué hacer de manera racional». Incluso, añade YV, si los tres participantes fuesen hiperracionales (¿y eso qué puede significar?, ¿absoluta ausencia de sentimientos, de valores éticos?) y respetaran la inteligencia de los otros participantes al máximo (respetar aquí tal vez sea equivalente a confiar), no sabrían que hacer. Nuestra racionalidad, digámoslo así, se ha topado con un muro. YV, en tono de tragedia existencial filosófico-literaria, escribe: «Esta es la materia del verdadero drama humano representado en un escenario donde la paradoja de la profecía hace imposible toda predicción negativa».
¿Concluye bien nuestro sabio economista-filósofo? Creo que no:
1. Si hay conocimiento entre participantes, las estrategias pueden ser fáciles. Si yo juego con Jordi Torrent y Alberto Montero Soler, no tengo ninguna duda racional: apuesto por el fondo común. Es más que razonable y altamente probable que ellos hagan lo mismo.
2. Si hay desconocimiento general, lo razonable es apostar por el fondo. ¿Por qué? Primero, pero no más sustantivo, por un argumento de sabor pascaliano: la ganancia apuesta-fondo es mucho mayor que la ganancia apuesta-mío-todo-es-mío. En segundo lugar, porque si no acertamos, si no cantamos bingo, si los demás han leído compulsivamente a Friedman y son seguidores de Mario Draghi, enseñamos a los otros o al otro a qué hubieran podido ganar más si hubieran confiado en los demás y hubieran obrado con una perspectiva más amplia, no cegada por el individualismo más ruin.
3. Por dignidad, si se quiere, que es un nudo que tiene que ver con la racionalidad globalmente considerada que no es precisamente la del minotauro global: no debemos apostar por opciones pesimistas (¡dejemos el pesimismo para tiempos mejores!), aun a riesgo de perder determinados premios, porque con ello abonamos senderos de perdición, pesimismo y embrutecimiento humanos que venden como normal y racional lo que no es sino disparate, anormalidad e irracionalidad global y complejamente considerada.
En definitiva: racional es también hacernos mejores y hacer mejores a los demás. ¿Por qué? Porque en el fondo, y en la superficie, todos ganamos con ello. No forzosamente (aunque también en ocasiones) en términos crematísticos. Pero es que el economicismo estrecho, estrechísimo, no es equivalente al materialismo (en el buen sentido del concepto, que lo tiene) ni siquiera es tampoco un humanismo almado… ni siquiera desalmado. Es un acto de barbarie que separa lo que no es separable: racionalidad y pulsión poliética.
Notas:
[1] En comunicación personal de 3 de julio de 2013, Alberto Montero Soler señalaba: «[…] el dilema del prisionero da sustento básico a la teoría de juegos y se articula en torno al comportamiento del homo economicus que es la piedra de toque de toda la economía neoclásica: un individuo racional, con información perfecta (el problema se presenta, como en el juego, cuando carece de información plena), maximizador y egoísta. En definitiva, un «prenda», que decían en mi barrio. Ese agente, que altivamente estos economistas denominan como «el agente representativo», es ajeno a cualquier consideración moral y solidaria y, además, es un ser atómico y anómico, que ve la sociedad como la suma simple de seres como él mismo y tiene incapacidad para entender la existencia de fines superiores a los propios… YV utiliza un razonamiento para explicar un comportamiento que él sabe perfectamente que no se explica empíricamente con ese entramado teórico tan aparentemente sofisticado. El comportamiento de los inversores financieros está sobradamente demostrado que no es racional sino que, por el contrario, es profundamente irracional y que, además, no es individualista sino que es gregario. Académicamente lo llamamos «comportamiento de rebaño» y se caracteriza, grosso modo, por la existencia de algunos actores a los que el «rebaño» considera líderes y que, al moverse, arrastran a todas las ovejas detrás, aún sabiendo ellas que lo que aislada e individualmente puede ser un comportamiento racional y correcto, cuando lo acomete toda la manada se convierte en algo profundamente irracional. Cuando determinados actores importantes deciden vender porque creen que el precio del activo va a bajar no ocurre que el resto de agentes no tiene en cuenta esa decisión sino que, precisamente, y de forma que es irracional venden provocando, efectivamente, la caída del precio. La profecía se cumple no porque aisladamente hayan llegado a la misma conclusión partiendo del recelo hacia el resto; sino porque gregariamente actúan sin atender a criterios de racionalidad.»
[2] Yanis Varoufakis, El minotauro global. Estados Unidos, Europa y el futuro de la economía mundial. Capitán Swing, Madrid, 2012 (traducción de Carlos Valdés y Celia Recarey), p. 76.
Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)
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