Traducido por Manuel Talens
El 16 de enero de 1852, mientras escribía su «Madame Bovary», Gustave Flaubert cavilaba sobre el futuro. En una carta le dijo a su amante Louise Colet: «Lo que me parece hermoso, lo que querría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se aguantase a sí mismo con la fuerza interna de su estilo, como la tierra, sin que la sostengan, se sostiene en el aire; un libro que casi no tendría argumento, o al menos donde el argumento fuera casi invisible, si puede ser. Las obras más hermosas son aquellas en que hay menos materia; cuanto más se acerca la expresión al pensamiento, cuanto más se pega a ésta la palabra y desaparece, más hermoso resulta. Creo que el porvenir del Arte está en estas vías.» *
Parece discutible que Flaubert o cualquier otro escritor hayan logrado ese objetivo. Y no está del todo claro de qué ideal se trata. ¿Sería el libro sobre nada un texto esplendoroso y con el argumento escondido tras una textura verbal exuberante? ¿O carecería por completo de incidencias? Los escritores del siglo XX han explorado ambas posibilidades. Sin embargo, si cambiamos de medio y pensamos en un cuadro sobre nada, éste no era, desde luego, una cuestión para el futuro cuando Flaubert escribió su carta, pues alguien ya lo había pintado setenta años antes.
Una pared amarillosa y deteriorada de ladrillo, el costado de una casa que ha perdido buena parte de su revestimiento, con una ventana y un balcón donde cuatro trapos se secan, tendidos al sol: se trata de una descripción casi completa de Una pared en Nápoles, de Thomas Jones. Hay también una banda estrecha de pintura en la parte de arriba, dividida en una zona cremosa y otra azul oscuro: si uno insiste, porque la imagen no lo hace, quizá se trate de un detalle de otro edificio y del cielo. Algunas hojas trepan desde abajo. El cuadro, pintado al óleo sobre papel, es del tamaño de una postal, más pequeño de lo aquí se ve. ¿Y cuál es su argumento? Podría afirmarse que el argumento de cualquier imagen es lo que destaca visualmente del resto de la escena. Digamos, por ejemplo, que hay una figura o un objeto que están en un entorno sobre un plano de fondo. Ése es el argumento (la imagen de un hombre, de una montaña, de una col). Por otra parte, podría afirmarse que el argumento es una cuestión de interés. Un aspecto de la escena capta nuestra atención: una historia, un entusiasmo, un detalle moral (hay una pelea, una tormenta, una imagen de la vejez.) Sea lo que sea, la imagen se centra en algo que busca atraer la atención de la mirada o de la mente. Una pared en Nápoles no hace nada de eso. Esta imagen no se centra en nada. En primer lugar, en ella no está pasando nada. La ropa está tendida, pero no hay nadie que se asoma a la ventano o al balcón (es la hora de la siesta, parece ser la explicación obvia). Tampoco lo visible ofrece pistas, algo que permitiese jugar al detective, imaginar una historia o un estilo extraño de vida de las personas ausentes. Y la ausencia de interés humano es sólo el principio. Este lugar al aire libre se niega a ser un paisaje. La casa está plasmada directamente desde un lugar cercano. No se ve tierra ni suelo, tampoco base ni escenario. El mundo desaparece por la parte inferior del cuadro. Así que no hay sentido del lugar, no hay panorama, nada permite que la mirada del espectador se desplace en la distancia, que es tradicionalmente uno de los placeres principales del paisaje (tampoco se nos permite la vista de pájaro, con tejados angulares, salpicados de torres). Ni siquiera hay un sentido mínimo de lo cercano y la lejanía. La casa es plana, no una pendiente que se aleja. Nada hay de específico aparte de eso. Y no hay protagonista ni «personaje principal». La pared desaparece de la imagen por abajo y por ambos lados. Llena la mirada. No permite que se la vea como un objeto individual, como una casa situada en un espacio circundante que destacase como lo hace una persona. Y, por encima de todo, no hay argumento. Por ejemplo, la pared no se encuentra en un estado interesante de ruina o de abandono pintoresco. No señala lo extrañamente hermoso que puede ser el mundo ni reflexiona sobre cómo deben deteriorarse todas las cosas. Y uno puede ir acumulando ausencias, negaciones, pensando en las maneras en las que esta imagen podría haber tratado de contar una historia, pero no lo hace. Por supuesto, permite el deleite. Jones pinta la textura del enladrillado y el revestimiento con exactitud, con empatía, con amor. La imagen nos recuerda la afinidad que existe entre cuadros y paredes. Los cuadros cuelgan de paredes, a veces están pintados en paredes; como éstas, son superficies planas y están hechos de una materia terrenal. Los cuadros se apropian naturalmente de las paredes y éste, que es casi todo pared, más que ningún otro. Pero igualmente nos recuerda que, según la sabiduría popular, mirar a una pared es una experiencia negativa o una ausencia de experiencia, el paradigma del aburrimiento (como lo es observar la pintura mientras se seca), una forma de privación sensorial punitiva (¡ponte de cara a la pared!), una señal de la inminencia de la muerte (volvió la cara hacia la pared). Mirar fijamente una pared es una manera de no hacer nada, de dejar la mente en blanco. Una pared no es algo digno de mirar. Como imagen figurativa, éste es un cuadro sobre nada. Como tal, también pone en evidencia un hecho importante: que solemos estar bastante tiempo sin mirar casi nada. Se trata de una faceta de nuestras vidas visuales que el arte de la pintura suele pasar por alto. Una pared en Nápoles es un tributo a todos esos momentos en los que nuestra mirada no se fija en nada. La imagen del mundo que este cuadro inmortaliza es una de esas ocasiones en que la vista no descubre nada y, simplemente, se topa con una pared de ladrillo.
Sobre el artista
Thomas Jones (1742-1803) es el artista más grande que ha dado Gales. Fue un pintor de paisajes británico, convencional y con talento, que durante un breve período de tiempo hizo algo fuera de lo común. Estaba de viaje por Italia, pintando escenas y paisajes famosos. Por fin, llegó a Nápoles y empezó a mirar directamente por las ventanas de allá donde se alojaba. Pintó una docena de cuadros sin parangón alguno, sólo paredes y tejados: detalles fragmentarios sorprendentemente modernos en sus observaciones aleatorias, en sus diseños geométricos. Y nadie se fijó en ellos hasta mediados del siglo XX.
* Flaubert, Gustave, Cartas a Louise Colet, traducción de Ignacio Malaxecheverría. Ediciones Siruela, Madrid 1989. págs. 165-6. [N. del T.]
Fuente: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=2766