«El problema de las relaciones entre política y moral (…) reaparece en nuestros días con una renovada actualidad, no sólo por la necesidad de hacer frente a la corrupción generalizada de la política dominante, sino también por las exigencias que, fuera o en contra del poder realmente existente, impone una política de verdadera emancipación social.» […]
Adolfo Sánchez Vásquez
Resulta controversial discutir sobre el concepto de la decencia y lo que supone ser una persona «decente» en tanto que usualmente se ha asociado la condición con el cumplimiento de parámetros socialmente admitidos y en cuanto dichos parámetros no necesariamente representan a las diferentes formas de comportamiento de los diferentes grupos sociales. Así, la decencia será una característica atribuible a un sujeto en referencia a un conjunto de valores que dentro de su comunidad sean admitidos como positivos.
Más allá de todas las posibilidades con las que se puede interpelar el uso del término decencia -por su profunda carga normativa-, podemos empezar la discusión admitiendo que se es decente cuando, al menos, se actúa conforme a lo que se expresa. Es decir lo que una persona afirma es también lo que se puede evidenciar en su práctica. De esta manera podríamos decir que la decencia tiene mucho de honestidad.
Si nos remitimos al terreno de la política, la discusión ética es demasiado leve cuando hay y prácticamente inexistente en la mayor parte del tiempo. Son muy pocas las ocasiones en las que se discuten los límites éticos de la práctica política.
En nuestro continente, en esa pretenciosa jactancia de lo barroco que hablaba Echeverría, se entiende a la política como una especie de partido de barrio donde todos juegan todos tapan y donde la «viveza» es parte del juego. Aunque, para desilusión de muchos, no es el alma tercermundista la que suprime la ética de la práctica política; ya en la Europa del Siglo XVIII Carl von Clasusewitz señalaba: «La guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de las mismas con otros medios», con lo que dejaba claro que la política era el inicio de la confrontación, de tal suerte que incluso se lo parafrasea señalando que «la política es la continuación de la guerra por otros medios».
Independientemente del punto de partida filosófico-ideológico, quien incursiona en la política debe responderse a sí mismo ¿hasta dónde está dispuesto a llegar para cumplir con sus objetivos? ¿Qué está dispuesto a hacer por obtener el poder? Adviértase aquí que incursionar en política no solo refiere a la participación dentro de la política formal electoral, o militar en un partido político; así como tampoco quienes detentan el poder actualmente son quienes enfrentan dilemas morales respecto a mantenerlo. Toda persona que participa de la discusión de res/pública –cosa pública- debe hacerlo con una postura y con una intensión; quienes enfrentan al poder también deben cuestionarse los alcances y límites éticos de sus prácticas en procura del cambio en el poder.
Haciendo un recuento rápido de la historia nacional, pocas oportunidades han sido los sectores populares quienes han estado al frente de la administración del Estado y menos ocasiones aún estos grupos han tenido el poder. En oposición, desde los inicios de la República criollos, oligarcas, terratenientes, burgueses, han sido quienes han ocupado la parte superior de la pirámide y hasta son a quienes se los denomina grupos de poder.
Así las cosas, y para quienes observamos en esa relación la concreción material de la categoría de lucha de clases más aún, la dinámica del poder político ha sido una disputa entre los poseedores y los desposeídos, siendo estos últimos quienes han debido soportar no solo el despojo de sus medios de supervivencia sino la enajenación hasta de su dignidad; por eso mismo es que Marx advertía que «el obrero tiene más necesidad de respeto que de pan».
Las relaciones sociales dentro del capitalismo son tan marcadas que, a la larga, existen prácticas que son permitidas en cuanto es el sujeto burgués el que las realiza y prohibidas si es el trabajador su actor. El robo de pobres es cosa de choros, el de ricos es de cuello blanco; la mentira de los pobres en delito, la de los ricos es desliz.
Por esto es que, en las pocas ocasiones en las que alguien procedente de los sectores populares -y es importante señalar que no importa cuál sea la agenda de esta persona- ha llegado a ocupar un espacio de gestión pública la élite ha sido implacable en recordarle que no pertenece ahí, que su paso será efímero y que llegará el día en que saldarán cuentas con aquel «indio alzado» que se metió en los «asuntos de blancos».
Uno podría pensar que siendo tan reiterada y vil la historia, los grupos «de abajo» serían poseedores de una gran conciencia ética así como conocedores, en carne propia, de aquello que no se debe hacer con los otros. No obstante, ya como Hegel estudiaba, la dialéctica amo-esclavo no necesariamente se desarrolla entre los representantes antagónicos del bien y el mal.
En los últimos días me ha llamado profundamente la atención el tratamiento mediático que han recibido dos acontecimientos; el uso de las aeronaves policiales por la Ministra Romo para presunto fines personales; y la derogatoria del reglamento de becas al exterior de la SENESCYT.
El oligopolio mediático corporativo no ha sido capaz de publicar la mínima información por dos razones: porque son denuncias del correismo -aunque ninguna de las dos haya sido denunciada por un correísta, sino sería de preguntarle a la Sra. Cuesta si es camarada de Rafael-; o porque no les son útiles en su agenda descorreizadora -aunque esa agenda sea destruir todo aquello que sea políticamente de izquierda más allá de Correa-. Nada nuevo bajo el sol.
Lo realmente sorprendente, sobre estos dos acontecimientos, ha sido el uso que le han dado ciertos sectores que podemos llamar de izquierda. No entiendo cuál es la razón de involucrar en el uso indebido de las aeronaves policiales de la Ministra Romo sus relaciones sentimentales con otro funcionario público, y menos aun comprendo el posible rédito político de involucrar en estos hechos a los hijos del Iván Granda. Así como no encuentro explicación en salir como en el cuento de Juanito y el Lobo a decir que las «becas se acaban» porque el entonces Secretario Bonilla derogó un reglamento -procedimiento normal en el trámite legal que sustituye una norma por otra, y cuando el proyecto de becas viene sufriendo un deterioro terrible ya desde 2018-.
No alcanzo a comprender la necesidad de involucrar a la familia de cualquier sujeto político dentro de la disputa política y sobre un hecho que por sí solo ya es reprochable y sancionable. No entiendo porque mentir y tergiversar sobre un reglamento cuando con este gobierno tenemos mil cosas más, que si está haciendo, para movilizar la indignación de redes y ojalá también se mueva a las calles. El 16 de julio tenemos ya una llamada.
La inmundicia, ya que no hay otro nombre para lo que vivimos hoy, de la política encabezada por Moreno, secundada por Romo, Granda y Bonilla, debe ser combatida sin pretexto; pero lo que ellos han hecho con nuestro país no es pretexto para sacrificar a la dignidad de sus hijos o la obligatoriedad de obrar con la verdad.
Tal como mencionaba Orwell «En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario». El mayor patrimonio de quienes hoy alzamos la voz contra el (des)gobierno y la contrarreforma neoliberal es la decencia, saber que luchamos por la dignidad de la patria y de su gente, por los niños que no tiene la culpa del mundo que les dejamos. Suficiente se ha metido este gobierno con los niños de este país, suficientes mentiras circulan, suficientes fake news y posverdades. Queremos un país diferente, tengamos la decencia para merecerlo. No se trata de cambiar de verdugo sino de acabar el sometimiento.
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