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Una realidad económica para la reflexión

Fuentes: Rebelión

El político profesional o burócrata político es un personaje surgido con el asentamiento de la democracia representativa, quien una vez obtenido empleo como gobernante en cualquier parcela de la estructura estatal se olvida de sus representados, porque ya no le son útiles para sus fines o, en cualquier caso, pasan a ser una carga molesta, […]

El político profesional o burócrata político es un personaje surgido con el asentamiento de la democracia representativa, quien una vez obtenido empleo como gobernante en cualquier parcela de la estructura estatal se olvida de sus representados, porque ya no le son útiles para sus fines o, en cualquier caso, pasan a ser una carga molesta, hasta que se celebren las siguientes elecciones. Lo que no es nada objetivamente reprobable en él, ya que responde a un proceso consensuado dirigido desde el interés. Después, coge su título al portador, generalmente un cheque en blanco, que sus simpatizantes y seducidos por su causa le entregan en el proceso electoral, le pone la cifra que considera oportuna, pasa por la caja pública y lo hace efectivo con cargo a la cuenta del electorado, para a continuación gastarlo a la medida de sus caprichos e intereses. Si acudimos a la realidad, sin florituras, a esto parece conducir el proceso electoral desde perspectiva de la clase políticamente dominante.

Si la cosa quedara ahí no tendría mayores consecuencias, teniendo en cuenta que es el peaje político a pagar por el ciudadano, inserto en las sociedades modernas, y acorde con el sistema impuesto por el capitalismo dirigente de la sociedad consumista, en la que de vez en cuando, creyendo adquirir mercancías para autosatisfacción, se le vende humo. Tal vez, la democracia electoralista habría que evaluarla como una experiencia más, de la que es posible aprender para no repetir los mismos errores. Tarea inútil, porque a renglón seguido nos ofrecerán un nuevo producto ideológico -que en el fondo viene a ser lo mismo- con apariencia atractiva para crear necesidades ficticias y volver a repetir este proceso u otro semejante. Pese a la bagaje adquirido a fuerza de incontables tropezones en la misma piedra, no hay reacción por parte de los ciudadanos consumidores. Aunque es obligado señalar que no es por ignorancia, sino que, ante la impotencia, simplemente se opta por el escepticismo popular aliviado por la ironía como fórmula práctica. Mientras, la clase política sigue a lo suyo. Conviene tener presente que nada serio parece objetarse por parte de los gobernados a la clase política, al método de la democracia representativa y a sus derivados, en tanto se mantenga la viabilidad de la sociedad del consumismo, se respete la propiedad privada y no se apriete la tuerca de la intromisión oficial en la privacidad.

Desde una visión aparente, alejada de la realidad vital, las partes juegan a representar sus papeles; una, desde la solemnidad o la cercanía ocasional a las masas, usando esta técnica a conveniencia y, la otra, como espectadora del circo mediático, capaz de transformar la existencia adaptándola al visor de lo oficialmente correcto. En la sociedad democrática moderna, donde elespectáculo está garantizado, tanto en lo lúdico como en la tragedia, todos se mueven al compás marcado por el director de orquesta. Cuando los instrumentos desafinan por falta de entendimiento la pieza de la partitura se sustituye por una cinta de audio, y si se toma la imagen a distancia, sin entrar el detalle, todo parece marchar a la perfección. Esta imagen transmite un modelo de sociedad gregaria en la que el capitalismo impone modelos políticos y económicos convencionales.

Está bien visto que el titular del poder estatal asuma su función con expresión de optimismo ante el auditorio, repita una y otra vez con aires de credibilidad que toda va bien -cuando ni él mismo sabe como va la cosa-, intente promover ilusiones baratas de andar por casa -sólo espejismos, porque la utopía es algo más serio-, para que con ello los representados se sientan alentados y no se resienta su confianza como consumidores. Todo ello en interés del negocio, para que el mundo marche a paso firme, sus gentes confiadas y quien gobierna pueda conservar su puesto el mayor tiempo posible.

La otra parte, el ciudadano consumista, ese que se muestra con aire infantil ante las cámaras, complaciente y tolerante, ofrece una imagen de ingenuidad festiva que se utiliza para transmitirla a las masas como sucedáneo de la felicidad. Es simplemente el personaje utilizado por todos. Habla pero nadie le escucha, porque es la voz del tópico. Realmente es que tiene poco que decir, y cuando dice lo está fuera del guión se le silencia y oculta.

Respecto al papel de quien ofrece una visión virtual del mundo real, todo se reduce a un mundo para ver, entretener y mover conciencias según la dirección del viento. Simple reflejo de una realidad distorsionada, desde el que el dueño del chiringuito hace su parte de política y prioritariamente su negocio. Ejerce su actividad económica como transmisor de los mensajes del sistema para que el homo videns, o algo parecido, se adapte a los estereotipos subvencionados, a cambio de mejorar la cuenta de resultados de la empresa.

Pero en esta panorama idílico repleto de intereses camuflados, inesperadamente, por sorpresa y atacando por la espalda, llama a la puerta la realidad, por ejemplo, en forma de terrorismo o de quiebra bancaria. En estos casos la autoridad se refuerza, los medios aumentan el negocio y los ciudadanos pasan a ser las víctimas.

Observando el primer supuesto, lejos de sacar a debate real la cuestión de la incapacidad de los dirigentes del sistema, el asunto se va por otros caminos. Se piden mayores competencias, se recortan derechos, se imponen limitaciones, la libertad se estrecha, los ciudadanos son agredidos permanentemente en el espacio de su privacidad por el poder y sus aliados. Por su parte, los vendedores de reportajes audiovisuales clavan a martillazos imagen tras imagen en la mente de los sufridos espectadores acompañada de una letanía de palabras huecas, creando sentimiento de malestar y forzando pensamientos dirigidos sobre la maldad y la bondad, con la finalidad de transmitir que los buenos son los de siempre y los malos sus contrarios, dejando aparcado lo sustancial: erradicar el origen del mal. El negocio reside en hacer horas de imágenes a bajo coste repitiendo una y otra vez los mismos planos -aunque pudiera justificarse por si alguien estuviera desinformado-. En todo caso, las víctimas son los ciudadanos, unos, directamente afectados, la mayoría encadenados sentimentalmente a la tragedia, mientras los que ejercen el poder salen reforzados en sus atribuciones. Los gobernantes, incumpliendo su función de guardianes del orden culpan simplemente a los malos y todo resuelto, lanzan su verdad oficial que pasa por ser la historia que nos cuentan, mientras su poder aumenta con el paso del tiempo.

Hay otro caso que rompe con la placidez de la sociedad consumista, nos afecta de cerca, aquí la representación del poder escurre el bulto, las empresas audiovisuales hacen el negocio con un filón de noticias, mientras los ciudadanos comunes, al final de la historia, acaban por ser culpables y víctimas. Se trata de una quiebra bancaria presente en los noticiarios.

Objetivamente considerada la verdad oficial no es más que un pobre argumento para eludir las responsabilidades últimas. Siempre hay una cabeza visible diseñada al objeto cargar con las culpas y distraer al auditorio. De la noche a la mañana se impone el argumento de la retirada masiva de depósitos para justificar la quiebra de una entidad bancaria. Pero, ¿quién ha venido retirando los depósitos?. ¿Son los pequeños depositarios o los grandes?. Si son los últimos, alguien transmite información privilegiada sobre que las cosas no van bien o no interesa que vayan, pese a los aceptables resultados de los tests supervisores, adelantándose a lo que va ha suceder. La cosa estaba clara, si el negocio no marcha hay que liquidarlo ordenadamente, eso dice la ley, y no chapuceramente, lo que también se ampara en otra ley. La política del entendido consiste en que lo que es aprovechable se regala, lo que es deficitario se malvende y de los trabajadores que se ocupe el paternalismo estatal. Para disfrazar el desaguisado se transfiere a una entidad por mandato de quien realmente manda y se lo pasa a otra a cambio de una insignificante propina de café. Esta última se queda con lo útil, vende lo vendible, de lo demás se pasa la pelota al siguiente, lo que no sirve simplemente se tira o se desguaza para aprovechar los restos. Los que marcan las reglas del juego se ponen la medalla, el ensayo ha sido un éxito aparente; para los otros, resulta que han salvado con su habilidad negociadora los intereses generales de los efectos de una intervención pública y ya no tendrán que indemnizar a los depositantes . Ante todo, el padre de la idea se siente complacido porque la catástrofe se ha pintado de colorines vistosos a los ojos de las masas. Todo un éxito momentáneo, que deja de serlo si al final directa o indirectamente hay que pagarlo con intereses y costas con cargo a la cuenta de todos. La mayoría de los propietarios -los llamados accionistas- se encuentran perplejos, sin entender de qué va el juego. Lo peor del escenario es que, si vivimos en una sociedad de consumo democrática, nos han tocado el pilar que marca las reglas del juego, el dinero, y desde ese momento suenan las alarmas para que estemos prevenidos porque el sistema no es de fiar.

En línea con la sociedad de la apariencia, en el caso de las entidades por acciones, se entiende que los accionistas son los propietarios de la firma, cuando solamente lo son en teoría pero no en la práctica, porque para eso están los mayoritarios y los gestores, con lo que la voluntad soberana reside en el consejo de administración, los demás asumen sus papeles de comparsas. El accionista común no interviene en la marcha de la sociedad, es un simple inversor a la espera de beneficios y no de pérdidas, al igual, por ejemplo, que el que confía su dinero a la entidad como depositario. Sin embargo se lleva al extremo la ficción de considerarlo propietario de la entidad con todos sus derechos y obligaciones, especialmente con los riesgos que asume toda entidad capitalista, y por eso hay que castigarle. Al final uno cobra y el otro paga, ya que a la entidad se la ha condenado a no valer nada por decisión de la autoridad competente. Todo en base a mantener la buena imagen de los gobernantes, que en su generosidad , siempre a cargo del contribuyente, absuelven a unos y condenan a otros. La auténtica beneficiaria, además de extraer los beneficios tangibles derivados de la operación, ganará en prestigio, pasará a ser tenedora de una deuda estatal encubierta que se hará efectiva a conveniencia y, pese a la parte del asunto que no es más que puro negocio, el pueblo agradecido por aliviarle de una carga más y salvar de la ruina a los depositantes, afectados por una teóricamente deficiente gestión.

Sirviendo este caso como muestra significativa, sería conveniente tener en cuenta que en el idílico panorama de las sociedades avanzadas, donde impera una pesada carga de apariencia, no se puede jugar con los bienes de las masas tan abruptamente. En lo tocante a lo que afecta a la propiedad, si deja de ser derecho, el votante despierta. Descubre que pese a las muchas garantías y las rimbombantes libertades todo aquello es parafernalia, porque la evidencia está ahí: le han expropiado sus bienes a precio cero. Debidamente presentado, saldrá a escena el interés general -el de quien gobierna-, los riesgos de la inversión -que para los que cuentan con información privilegiada nunca existen-, la solidaridad -término que solamente está de moda-, el bien común -reservado a los privilegiados- y otra sarta de verdades a medias que ayudan a construir un sistema de apariencias entrelazadas, donde la seguridad que afecta al ciudadano, en cuanto el asunto rompe con la rutina, no existe .

Siempre queda la justicia, pero la preservación del mito de la seguridad jurídica se ha reservado a la voluntad «legaliforme» de los tribunales, en ocasiones distante de lo común y tan lejana que se pierde en el tiempo, al punto de que cuando se resuelve públicamente el problema, de reseco que se encuentra, ya se ha quedado en los huesos. Es decir que los descalabros apenas se pueden recomponer o se hace malamente. El resultado final será que el daño a la víctima de la confianza en sus profesionales políticos ya no resultará debidamente reparado.

Del sistema del cheque en blanco electoral y sus consecuencias para la ciudadanía surgen ejemplos a cada paso, son tantos y en tantas latitudes que llenarían demasiadas páginas sólo enumerarlos. Baste para reflexionar hacer mención a este reciente, un guiso cocinado aquí mismo, dirigido desde algo más lejos, que desprende tan mal olor que ya no sirven los ambientadores habituales para disimularlo. Lo evidente es que, pese a las solemnes explicaciones de las autoridades competentes y de la lógica con que el asunto es abordado por la propaganda oficial, muchos han perdido la sagrada propiedad, garantizada solemnemente por leyes y poderes, mientras los garantes agachan la cabeza y se desentienden momentáneamente del problema.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.