Faltando pocos días para la posesión de la economista Dilma Rousseff (Partido de los Trabajadores-PT, en el gobierno brasileño hace ocho años, inclusive como principal partido), es notable la expectativa en cuanto a los posibles cambios de ruta en la política externa de Lula. Viene siendo blanco de los ataques de opositores políticos y mediáticos […]
Faltando pocos días para la posesión de la economista Dilma Rousseff (Partido de los Trabajadores-PT, en el gobierno brasileño hace ocho años, inclusive como principal partido), es notable la expectativa en cuanto a los posibles cambios de ruta en la política externa de Lula. Viene siendo blanco de los ataques de opositores políticos y mediáticos hace un buen tiempo. Como estamos en un país de corta memoria, se acostumbra a asociar el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva como protagonista independiente en el escenario internacional, desmarcado de la potencia militar hegemónica (los EUA) y líder del continente. No siempre fue así. Los primeros años de Lula en el Palacio de Planalto tuvieron como marca la aproximación con el gobierno de Bush Jr. y el apoyo brasileño en la agenda de implantación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Entendemos que el gobierno brasileño fue poco a poco alejándose de la condición de interlocutor subordinado de los EUA, viniendo a inclinarse hacia la disputa de referencia en el continente.
Como divisor de aguas, apuntamos allí la reunión de la cúpula del MERCOSUR (Mercado Común del Sur, que reúne Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y Venezuela instituido por el Tratado de Asunción de 1991), realizada en Montevideo en 09 de diciembre de 2005. En esta ocasión, se aprobó la entrada de Venezuela en el bloque económico. A partir de ese momento, y con el aumento de la agresividad exterior del gobierno de Hugo Chávez, el Brasil se vio en la obligación de disputar el liderazgo y la gravitación dentro de las relaciones entre los países suramericanos. Estaba siendo difícil sostener para con los vecinos la posición supuestamente «neutra y redimida» de Brasil en cuestiones continentales. Fruto de la interacción estratégica, un Estado pretendiente a la potencia regional despierta el gigante, poniendo a nuestro país en el movimiento de integración Sur-Sur y el no alineamiento subalterno en las relaciones con los países poderosos del planeta.
A partir de ese momento, la política externa de Lula se fue dirigiendo paulatinamente hacia una posición agresiva y algo independiente. Eso atenuó las críticas de la izquierda -a pesar de la acción sub-imperial brasileña en Haití, con tropas militares garantizando la «seguridad» de la población en misión de la ONU- y, a la vez, vino a enfrentar viejos mitos e identidades políticas de élites nacionales. Para atacar ese posicionamiento, se evoca como problema insoluble la falta de respeto a una supuesta tradición de neutralidad y de un abordaje exclusivamente técnico en Itamaraty (Ministerio de Relaciones Exteriores, comandado por el embajador Celso Amorim, que también fue ministro de esta cartera en el Gobierno de Itamar Franco los años 1993 y 1994). En consecuencia, la alegación de que una posición anti-EUA, aunque muy tímida, aumentaría el contencioso proveniente de unas relaciones comerciales ya poco amistosas.
Para contraponer el argumento, basta recordar la tradición sub-imperialista brasileña en el continente para comprender que la tradición de «neutralidad» opera más como un discurso de legitimación de la tecnocracia diplomática y, a la vez, un reconocimiento de la Teoría de la Dependencia, que separa países periféricos de países céntrales en una escala vertical, insuperable en el campo de las relaciones internacionales. Ya la visión de que una política de no colaboración con los EUA, marcando la diferencia siempre posible o necesaria, más que siendo irresponsable, suena como el viejo alineamiento inmediato, aquel que inspiró la célebre sentencia, «lo que es bueno para los EUA, es bueno para el Brasil».
Es preciso reconocer que el escenario cambió por fuerza de los agentes brasileños. Haciendo justicia, si hicimos críticas a la política externa de Lula, no fue en el sentido conservador, pero sí por entenderla cómo blanda y vacilante. Tampoco vemos como saludable la estrategia de despolitizar la defensa intransigente de los Derechos Humanos, muy acentuada por la representación diplomática estadounidense con este tema en la ONU. Al contrario, vemos como única posición coherente y consecuente, la crítica innegociable hacia todos los países que violan los derechos fundamentales del hombre, comenzando por los propios EUA. La potencia hegemónica militar practica aberraciones jurídicas, tales como el secuestro de sospechosos de terrorismo en tierras extranjeras y la abominable prisión de Guantánamo, en territorio tomado militarmente a otro Estado soberano.
La presión desde abajo en Brasil, al menos de los sectores sociales organizados, es para que el gobierno Dilma no se reposicione como país subordinado del occidente y en contra partida, acentúe las relaciones Sur-Sur, traspasando las aún tímidas medidas de su antecesor.
Bruno Lima Rocha es politólogo (phd), docente universitario y periodista profesional; contactos: email – [email protected]; skype: bruno.lima.roch. Rafael Cavalcanti actúa en la comunicación sindical y es estudiante de periodismo, contacto: [email protected]. Los dos son militantes libertarios y concentran sus trabajos de análisis en el portal Estratégia & Análise www.estrategiaeanalise.com.br
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