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Ernst Bloch: religión, marxismo y utopía (I)

Una vida y una obra a la intemperie en la «era de las catástrofes»

Fuentes: Rebelión

La extinción de Joseph Ratzinger (1920-2023), fino teólogo bávaro, evasivo Papa con mando en plaza entre 2005-2013 y discreto pontífice emérito en sus último años de vida, me evoca, más allá del indecoroso espectáculo  funerario al modo vaticano, su conducta como implacable adalid de la ortodoxia católica, principalmente frente a la izquierdista teología de la liberación, durante la larga y devastadora ocupación de la silla de Pedro por el polaco Karol Jósef Wojtyla (1978-2005). Su persona encarna la figura de sobresaliente y sutil intelectual eclesiástico, gladiador infatigable de la causa de Dios en la tierra. Un gladiador, no obstante, que con los de dentro de “casa” usaba la espada mientras que a veces con los de fuera se despojaba de sus belicosas armas de exclusión y recurría a emplear la palabra como signo de la apertura de la Iglesia a los no creyentes, como gesto dialogante en el espacio público.

Al respecto, cabe recordar que, un año antes de ascender al trono papal, mantuvo un célebre certamen intelectual con el filósofo Jürgen Habermas, máximo representante de la tercera generación de la llamada Escuela de Fráncfort. En efecto, en 2004 ambos fueron invitados a conversar en Múnich sobre Fundamentos morales prepolíticos en el Estado liberal. Allí coincidieron en defender una coexistencia pacífica y tolerante entre razón y religión dentro de un horizonte postmetafísico democrático capaz de albergar expectativas de “reconocimiento recíproco” entre creyentes y no creyentes. Poco después, Habermas escribía su libro titulado Entre naturalismo y religión[1]. Allí el filósofo alemán predicaba la escucha y el mutuo aprendizaje en un espacio público inspirado en un nuevo laicismo, posición que desencadenó más de una aguda controversia.

Si bien se mira, este nuevo laicismo light y la concepción del fenómeno religioso a él vinculada guardaban escaso parentesco con las brillantes  especulaciones juveniles de Karl Marx cuando sostenía que “la miseria religiosa es al mismo tiempo la expresión de la miseria real y la protesta contra ella. La religión es el sollozo de la criatura oprimida, es el significado real de un mundo sin corazón, así como es el espíritu de una época privada de espíritu. Es el opio del pueblo”[2]. De este primigenio hilo provino precisamente la teología de la liberación y de ahí la lucha encarnizada de Ratzinger contra la heterodoxa infiltración “marxista” en el orbe católico. Una fuente principal de la ruta primero trazada por Marx y luego seguida por la teología de la liberación, se materializa y amplía en la  singular obra de Ernst Bloch, el filósofo de la esperanza utópica. Es ahora motivo, quizá intempestivo, de mi recuerdo en las líneas que siguen[3].

Toda obra es hija de su tiempo y la de Ernst Bloch (1885-1977) no fue una excepción a la regla. Nacido en Ludwishafen, una ciudad de  Renania-Palatinado, perteneciente al II Reich que ya mostraba, tras la victoria sobre Francia en 1870, la resuelta voluntad alemana de jugar el papel destacado en el concierto internacional, lo que llevaría a su participación muy activa en la Primera Guerra Mundial, desastre desmesurado y antesala de otros de mayor magnitud en la “era de las catástrofes”. Bloch fue contemporáneo, testigo y víctima de ese convulso contexto histórico. Había nacido dentro de una familia judía relativamente modesta (su padre era revisor del ferrocarril), pero depositaria de una cultura confesional que él heredará (sus tres matrimonios se efectuaron conforme al rito de la religión familiar) y cuyo quehacer intelectual ejemplifica perfectamente la sobresaliente relevancia cultural de los “judíos no judíos” en su época; a pesar de su ateísmo explícito, ese bagaje hebraico constituirá un sustrato fundamental en su pensamiento: “A los diecisiete años se es así, o se odia a la Biblia o se extrae de las Sagradas Escrituras todo lo que la fría mecánica no puede explicar”[4]. Había llegado al mundo dos años después de la muerte de Marx y disfrutó de un largo periplo vital (murió con noventa y dos años en Tubinga); su inmensa labor intelectual,  marcada por el hegelianismo, el marxismo, el freudismo con el añadido de profundas raíces teológicas judeocristianas, se inscribe en esa tormenta de acero y odio de las dos grandes guerras mundiales, la revolución soviética, el fascismo y llega hasta los estertores de la  guerra fría. Marxista declarado y materialista militante, a pesar de las terribles frustraciones de su tiempo, su quehacer se nos muestra como el de un filósofo de la esperanza, el pensador que, apoyado en su idea sobre la naturaleza desiderativa del ser humano, bañó al conjunto de su obra de un barniz de optimismo difícil de conciliar con la horrenda y amarga experiencia histórica  presenciada: guerras, nazismo, exilio en Estados Unidos y otros países, invasión soviética de Hungría, desencanto por el ensayo socialista vivido en la República Democrática Alemana, refugio en la Alemania occidental, frustración del mayo del 68 y otras calamidades que dieron espesor dramático a su existencia.

Traigo aquí a colación la persona y la magna obra filosófica de Bloch porque, entre otros muchos motivos de interés, su tratamiento de la cuestión religiosa, estira, extiende y completa algunas de las intuiciones vislumbradas por Marx en 1844, enhebrando una filosofía que descansa sobre una antropología conforme a la cual el ser humano aparece como un perpetuo sujeto anhelante de un mundo mejor, como un soñador despierto que anticipa futuros utópicos. La importancia del deseo y el sueño que ya estaban muy presentes en la obra del doctor Freud, sin duda también figuran de manera muy visible en el filósofo alemán, pero ahora alcanzan una dimensión política revolucionaria que en nada se asemejaba a las creencias del inventor del psicoanálisis.

Dentro de una consideración muy genérica sobre el conjunto de su producción intelectual, se puede afirmar que la religión ocupa un plano central como componente insoslayable de la humana pulsión anticipadora y utópica de un mundo mejor. En efecto, su modo de entender la religión y su explícita defensa del ateísmo no solo consistiría en una operación de derribo de los dogmas y embelecos dogmáticos judeocristianos, sino que conllevaba una comprensión positiva de los elementos subterráneos, que ocasionalmente emergían como herejías y movimientos mesiánicos, mensajes en clave de la tensión prometeica y liberadora que habita en su interior. Como es sabido, Prometeo es el dios griego que se atribuyó la tarea de salvar a los humanos llevándoles el fuego. Por eso Bloch se acoge a una brillante intuición marxiana: “Prometeo es el más noble de los santos y mártir del calendario filosófico”[5].

Siguiendo la huella de Ernst Bloch[6], un juicio positivo de su obra obliga a señalar que su titánico esfuerzo filosófico supuso entonces una confrontación con el materialismo más prosaico y economicista, que se había apoderado de buena parte de los herederos socialdemócratas de Marx en la II Internacional, y que luego, mucho más tarde, chocaría con el marxismo erigido en acartonada ideología de Estado en la Unión Soviética y su periferia. A tal fin, no tuvo empacho en rescatar el legado hegeliano y con él una buena parte del estilo y temática marxiana de la época de juventud. También afrontó en su obra, como una parte sustantiva de lo mejor del marxismo occidental, una reutilización del psicoanálisis freudiano, que alimenta su concepción del ser humano como sujeto portador de sueños diurnos dirigidos hacia la transformación social. Idealismo hegeliano, materialismo marxista y freudismo bullen en la redoma de su pensamiento como partes constituyentes de una mirada sui generis de quien sería llamado por J. Habermas el “Schelling marxista”, dado que en su pensamiento se aliaban el hálito romántico e idealista del brillante y conservador filósofo alemán, amigo de Hölderlin y de Hegel, con el radicalismo revolucionario y el materialismo de Marx[7]. Este último pertenecía a una generación ulterior pero también formaba parte del olimpo de las letras alemanas.

Original e intransferible, sin duda, fue la trayectoria de este rebelde con causa, que en su bachillerato tuvo unas calificaciones mediocres excepto en Filosofía, asignatura en la que sobresalió; desde muy joven fue lector de Hegel al punto de que ya a los diecisiete años se manejaba perfectamente en los entresijos de la intrincada dialéctica hegeliana. Uno de sus amigos y discípulos nos recuerda cómo, cuando ya era una celebridad y había sido laureado como gran pensador y prosista[8], se le rindió un homenaje en el centro donde había cursado el bachillerato y allí contó la anécdota de que al acabar sus estudios el director le preguntó qué iba a estudiar y al saber que la filosofía era su vocación, le respondió: “¿Filosofía? Usted es demasiado tonto para ello”[9]. A pesar del sagaz veredicto del funcionario, cosechó una profunda formación filosófica dentro y fuera de las universidades alemanas y tuvo relación personal e intelectual con lo más florido del pensamiento de entonces: Max Weber, Georg Lukács, Walter Benjamin, Bertold Brecht… y principalmente con lo más granado de la Escuela de Fránkfort, vanguardia entonces del intento de remozar el marxismo occidental más allá de los cánones oficiales, tal como también trató de lograr durante toda su existencia el propio Bloch. Sea como fuere, su obra, con la de sus coetáneos, Antonio Gramsci, Georg Lukács y Karl Krosch, enriqueció la tradición marxista occidental, integrando su legado en lo que algunos han tildado de “marxismo esotérico” y que el interesado prefería calificar de “corriente cálida” del marxismo.

Su vida profesional describe un itinerario cuanto menos chocante. A pesar que, desde 1918, había empezado a publicar obras de gran valor como fue Espíritu de la utopía, piedra angular y auténtico embrión de ideas sobre el que se forjaría su posterior y continuado interés por el tema, nunca encontró empleo académico estable como docente hasta los sesenta y cuatro años de edad cuando, exiliado en Estados Unidos, la Universidad  de Leipzig, le invitó en 1948 a ejercer de catedrático en sus aulas. Tampoco su vida se ajusta a una trayectoria demasiado corriente, excepto tal vez en el hecho de pertenecer a esa especie de “colegio invisible” constituido en Alemania por los intelectuales que combinaban sus orígenes judíos con una mirada hipercrítica hacia la realidad circundante. Pacifista de condición y revolucionario de intención, se negó a participar en la Primera Guerra Mundial y lanzó un manifiesto antibelicista que le obligó a exiliarse en Suiza, donde precisamente en 1918, a la sazón contaba treinta y tres años, publicó su primer libro sobre el significado humano de la utopía.  En plena guerra, depositó sus esperanzas en la revolución soviética de 1917 y luego en las fallidas insurrecciones comunistas habidas en  Alemania al terminar la “gran guerra”, a finales de 1918 y en los principios de 1919. Entre la militancia a favor de la revolución y una profunda dedicación al trabajo intelectual, su imagen aparece como llama solitaria e individualista  del pensamiento crítico. Tampoco su vida familiar traza un recorrido habitual. Tras dos matrimonios anteriores, con una pintora y una escultora, en 1933 se une a la “mujer de su vida”, la polaca Karol Piotrokowska, estudiante arquitectura, militante comunista, feminista, veinte años menor que él, y que será su inseparable compañera hasta que fue visitado por la muerte en 1977 (su esposa viviría hasta 1994). Gracias a esta extraordinaria mujer, pudo subsistir económicamente tras su exilio americano de 1938 (desde la subida de Hitler al poder la pareja había estado vagando por otros países europeos y luego pasaron once años en tierras americanas). En efecto, instalados primero en Nueva York y luego  Cambridge (Massachusetts), Karol ejerció con éxito profesional la arquitectura mientras su marido (que había mantenido alguna colaboración con Theodor W. Adorno, Heinrich Mann y Bertold Brecht en torno a la editorial Aurora) se convirtió en un asiduo cliente de la biblioteca de la Universidad de Harvard, centro que ignoró a alguien que por entonces estaba escribiendo dos de sus obras más importantes, a saber, una relectura del pensamiento de Hegel (Sujeto-objeto. El pensamiento de Hegel) y, sobre todo, El principio esperanza[10], culminación gigantesca de la máxima obra del autor. Nadie de ese sagrado recinto del saber prestó ni la más mínima atención a la silenciosa presencia y fértil labor de Bloch[11].

Años atrás, en 1921, había publicado Thomas Müntzer, teólogo de la revolución[12],una obra que trata de la masiva y tremenda rebelión campesina en 1525 cuando Alemania no era más que un mosaico de muchos estados y príncipes sometidos formalmente al emperador, que en ese momento no era otro que Carlos de Habsburgo (quinto de Alemania y primero de España). El líder de tan singular revolución era un clérigo antiguo partidario de Lutero, que lanza en 1524 su Sermón a los príncipes (“cuando la autoridad no cumple, la espada les será quitada…”) y se pone al frente, en nombre del advenimiento del reino de Dios sobre la Tierra, de miles de campesinos empeñados en  una guerra social inmisericorde contra los poderosos de la época, que probablemente quizás haya sido el movimiento social más amplio antes de la Revolución francesa. Miles de campesinos sufrieron un parecido trágico final. No es extraño, pues, que Bloch se viera atraído y estudiara esta guerra de clases en la que los ideales de una sociedad colectivista se hacía en nombre de la religión anabaptista y esgrimiendo y adhiriéndose a las viejas y nuevas profecías contenidas en la Biblia. Ahí se colmaba y demostraba, según él, la potencial dimensión utópica de la religión[13]. Ya entonces, constata Bloch, el mensaje utópico-revolucionario aparece mediado por una interconexión entre pensamiento teológico judeocristiano y materialismo marxista. Por los demás, no es una casualidad que este libro fuera escrito poco después de la fallida revolución comunista en la Alemania de 1919, ocurrida durante los primeros pasos dados por la República de Weimar y reprimida con suma violencia por una alianza contra natura entre un Gobierno de socialdemócratas y las fuerzas de acción  violenta de  nacionalistas de ultraderecha.

Hereje por vocación y un gran caminante solitario, su obra, en cambio, no se puede explicar sin la cercanía de otros compañeros de viaje. En realidad, su vida consiste en dialogar con la obra de Hegel, Aristóteles, Marx, Freud, etc. Ahora bien, si pudiera ubicarse lo más significativo de su aportación en pocas palabras, se diría que contribuyó a la tarea de erigir un marxismo occidental con rasgos originales, una suerte de “marxismo cultural” alejado del dogmatismo economicista al uso[14]. En esa empresa confluye, aunque él nunca estuvo asociado a escuela alguna, con los miembros del Instituto de Investigación Social de Fránfort, una institución privada financiada inicialmente por el empresario judío Hermann Weil, cuyo hijo Félix había “salido” con veleidades revolucionarias. El edificio  de cinco pisos erigido en el estilo de la Nueva Objetividad, fue obra de un arquitecto que acabaría en brazos del nazismo[15]. Esta especie de santuario o monasterio dedicado al estudio de Marx, que empieza a funcionar en 1924, llegará a  agrupar, soslayando la sombra de la caduca universidad alemana, a la elite del pensamiento crítico germano, que diez años después, como consecuencia de sus ideas izquierdistas  y su condición judía, tuvieron que huir precipitadamente de la Alemania de Hitler. A esta peculiar iniciativa cultural se debe un caudaloso y potente surtidor de ideas de lo que hoy denominamos Escuela de Frankfurt o también Teoría Crítica, probablemente el intento más sobresaliente de renovación y adecuación del pensamiento marxista a las condiciones de un capitalismo occidental portador de algunos rasgos diferentes a los que Marx vislumbrara en su tiempo. Además, simultáneamente fue una reacción de denuncia contra el mandarinato conservador reinante en las universidades alemanas, una añeja comunidad de catedráticos proclives al neutralismo, al formalismo académico, al culto al Estado abstracto (el hegeliano concepto del funcionario como clase universal  por encima de las clases), al rechazo de la modernidad y, en fin, a la negación de la democracia en esa sociedad de masas que a esas alturas ya era un hecho[16]. Sobre este sustrato reaccionario se explica la facilidad con la que el nazismo, a pesar de vivir en una República como la de Weimar, política y socialmente muy avanzada,  impuso su ley, atrayendo a su área de influencia a gente de gran altura intelectual, como fuera el caso paradigmático de Martin Heidegger[17].

En cierto modo, en la Alemania de la República de Weimar, al lado de las reparaciones económicas de la guerra, la hiperinflación posbélica, el nacimiento del nacionalsocialismo de Hitler, la expansión de modas consumistas y la refulgencia de espectáculos y hábitos musicales en los locos años veinte, subsistía la vieja guardia de su profesorado universitario impregnada de una noción de autoformación espiritual reluctante a las innovaciones de la modernidad y atado al clásico ideal de la Bildung, conforme al cual la cultura era entendida como un proceso interno de enriquecimiento personal y espiritual solo al alcance de las elites. En verdad, lo que estaba ocurriendo, pese a la irresponsable autosuficiencia de sus protagonistas, es lo que se ha descrito y diagnosticado como  el “ocaso de los mandarines”[18]. Ciertamente, se trataba del otoñal declive de la valetudinaria casta académica que, sin embargo, convivió contradictoriamente con meritorias investigaciones y con los creativos impulsos estéticos que situaron a Berlín en el corazón mismo de las vanguardias artísticas europeas. Todo ello en medio de una “crisis cultural”, uno de cuyos síntomas fue la retirada cuasi cenobítica del pensamiento crítico hacia el Instituto de Investigación Social ubicado en Frankfurt. Allí, en esa ciudad de viejo abolengo liberal (ciudad libre durante la época imperial y sede del parlamento que ensayó un proceso constituyente democrático a resultas de la  revolución de 1848), amaneció un nuevo tipo de marxismo, más aún cuando Max Horkheimer pasa a ser su director en 1930 flanqueado de los Pollock, Adorno, Löwenthal, Fromm, Marcuse y otros. En ese contexto floreció un discurso crítico y muy radical que impugnaba no solo el capitalismo sino también la racionalidad instrumental y la represión inherente al sujeto sometido al proceso civilizatorio de las sociedades de la modernidad. Este afán hipercrítico desemboca en una bellísima obra cumbre escrita a cuatro manos por Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, su Dialéctica de la Ilustración[19].

¿Qué debió Bloch a esta generación de intelectuales críticos? Él se mantuvo independiente aunque en Alemania y luego en el exilio de Estados Unidos no dejó de permanecer atento a sus trabajos e incluso trabó lazos amistosos con Walter Benjamin, uno de los frankfurtianos más brillante, original y poco o nada encuadrable en las preocupaciones y actividades de sus correligionarios de “escuela”. Probablemente la calculada distancia de Bloch respecto a ella fuera en razón de que compartía las críticas que otro gran teórico marxista y muy amigo suyo, G. Lukács, lanzó acusando a los frankfurtianos de divorciar la teoría de la práctica eludiendo el compromiso político (no se olvide que el pensador magiar participó en la breve revolución comunista de la Hungría de Béla Kun en 1919)[20]. Es más, llegaría a aseverar muy crudamente que la Escuela de Frankfurt era como una especie de Gran Hotel Abismo “equipado con todo clase de lujos, al borde de un abismo, de la vacuidad, del absurdo”[21]. Sin duda, este juicio del revolucionario húngaro era un tanto excesivo y sin matices. Precisamente uno de los matices más ejemplares, sin lugar a dudas, era precisamente W. Benjamin, cuya obra, también atravesada por la tradición esotérica y cabalística judía,  poseía muchos más puntos de coincidencia con Bloch que con el marxismo ortodoxo en versión comunista lukacsiana o en la socialdemócrata reformista. En efecto, curiosamente ambos trataron, desde posiciones parecidas pero con una muy acusada personalidad, de hermanar materialismo marxista con la teología judeocristiana. La confluencia también se daba respecto a su interés por la dimensión estética y artística, que intentan plasmar en una prosa de musicalidad y hondura poco comunes. Precisamente, elaborando la reflexión que ahora doy a conocer al lector o lectora, me topé con Huellas[22], un libro del “mago de Turingia”, que me evoca al Benjamin que ha sido excelente maestro en la hermenéutica del fragmento, en la aplicación del montaje cinematográfico a la literatura  y en el deslumbrante tratamiento de las situaciones vitales y de objetos sin aparente importancia. En todo caso, para el tema que me ocupa, el marxismo y la religión, es absolutamente necesario pensar las conexiones entre las imágenes de la filosofía de la historia de Benjamin muy notables en su gran obra Sobre el concepto de historia (1940), atravesada de elementos cabalísticos, y los textos de Bloch transmisores de similar mensaje esotérico (el Dios escondido bíblico se trasmuta aquí en homo absconditus)en virtud del cual la religión es el caudal de imágenes a través de las que el ser humano se ve interpelado e impulsado a la búsqueda de un mundo mejor, en suma, empujado a redirigir sus deseos hacia la utopía.

En fin, después del exilio americano, Bloch acepta la invitación de la Universidad de Leipzig y desde 1949 ocupó cátedra en esa prestigiosa institución, pero se negó a entrar en el “partido”. Antes, durante su forzada estancia en los estados Unidos, había escrito El principio esperanza, sin duda una colosal obra maestra, de mil seiscientas páginas, que verá la luz entre 1954 y 1955 (los dos primeros volúmenes) y en 1959 (el tercero que había sufrido “dificultades administrativas” por la correspondiente censura de su país de acogida). No obstante, sus expectativas respecto al socialismo de la Alemania Oriental van decayendo, y acaban entrando en desavenencia sin vuelta atrás como consecuencia de la invasión soviética de Hungría de 1956; al año siguiente ya sufre un encontronazo irreversible con las autoridades que motejan su filosofía de “romántica” e “irrealista”. Desde dos años antes marxistas ortodoxos y  algunos estudiantes venían atacando su filosofía como incompatible con el dogma oficial. En 1957 el partido organiza una conferencia sobre su pensamiento y acaba siendo acusado de contrarrevolucionario y revisionista[23]. Jubilado a la fuerza en 1961, aprovechando la impartición de un ciclo de conferencias en la Alemania occidental, a raíz de la construcción del muro de Berlín, abandona ese refugio de socialismo real y se pasa con armas y bagajes a la zona capitalista. Desde entonces ejerció el último tramo de su carrera como profesor visitante en la Universidad de Tubinga. El  “mago de Tubinga” no cejará en sus empeños emancipadores e incluso hasta sus últimos días se mantendrá muy alerta respecto a los movimientos revolucionarios, de modo que saludará con espíritu juvenil (frente a la actitud anquilosada, recelosa y hostil de otras gentes como Adorno que no comprendieron nada y fueron rebasados) los nuevos aires impulsados por las revueltas del 68, entablando estrechos lazos de amistad con Rudi Dustschke, uno de los más célebres dirigentes del movimiento estudiantil de aquella década prodigiosa[24]. Ya nonagenario y medio ciego, pero con gran vitalidad y entusiasmo, fue invitado a dar una serie de conferencias en España pero suspendió su viaje a modo de protesta contra las cinco últimas penas capitales ejecutadas y rubricadas por el general Franco en septiembre de 1975. Tras su muerte en 1977 a causa de un paro cardíaco, su singular pensamiento no dejó de tener una notable presencia. Todavía en 1985, con motivo del centenario de su nacimiento, el periódico El País dedicaba varias páginas a honrar a su memoria. Entre los filósofos intervinientes se contaba José Luis Aranguren quien sostenía, en un artículo titulado “Posmarxismo/poscristianismo”, que era Bloch un “filósofo bíblico” que fue muy influyente en el debate entre cristianos y marxistas, pero de un modo profundo y nada “táctico” (el tacticismo de antaño consistía en el intento de convertir a los cristianos en “compañeros de viaje” de los comunistas), porque su obra suponía una superación del teísmo y el ateísmo al uso (solo un ateo puede ser buen cristiano, pero también solo y un buen  cristiano puede ser un buen ateo). Sin duda su influencia  estará presente en teólogos católicos como Johannes Baptiste Metz, uno de los fundadores de la  nueva teología política y fuente de inspiración de algunos españoles militantes en cristianos por el socialismo que fueron educados a su sombra. En Europa Occidental, tras la Segunda Guerra Mundial, había ido tomando cuerpo  una “teología progresista”,  semilla doctrinal del Concilio Vaticano II (1962-1965), que luego sufrirá una contrarreforma con los papados del italiano Pablo VI, del polaco Juan Pablo II y del alemán Benedicto XVI. Este último, el que fuera cardenal Ratzinger, es la cabeza visible de esa teología reactiva. Su contraparte, el teólogo J. B. Metz, llegará a decir que era necesaria “una filosofía postmetafísica: utópica, crítica y política”[25], reconociendo que solo Bloch había emprendido esa tarea, y añadirá, al presenciar el nuevo auge del cristianismo de liberación, que ya era hora de decir adiós a la inocencia cultural y ética, es decir, al eurocentrismo”[26] En efecto, desde los años setenta surge la teología de la liberación en América Latina, protagonizada por un conjunto de clérigos que efectúan una suerte de recapitulación teológica revolucionaria tomando como inspiración los movimientos populares cristianos de base de los año sesenta, que tuvieron su parteaguas y mayor impulso desde el triunfo de la revolución cubana de 1959, un terremoto en la Latinoamérica de la guerra fría y del dominio imperial estadounidense. En ese contexto de prácticas sociales y reflexiones teóricas de cuño emancipador y anticapitalista, la filosofía de Bloch despertó un entusiasmo que nunca logró entre los grisáceos burócratas del régimen comunista alemán[27].

Por lo demás, el tal filósofo bíblico (alguien calificó a Bloch y a Benjamin de “marxistas talmúdicos”), era además freudiano y comunista. Un cóctel sin duda explosivo y nada fácil de armonizar. Su obra, al final, era una combinación dentro de la que se recogían y fundían retazos de muchas tradiciones. En cualquier caso, su sombra, como la del marxismo en general, se difuminó  tras la caída del muro de Berlín 1989 y el retroceso de la influencia marxista. Está por ver si el curso de la historia reciente, cargado de desesperanza, hasta qué grado pueda dar la oportunidad de recuperar alguna de la valiosas aportaciones dejadas por la estela discursiva del Schelling marxista”. 


[1] Jürgen Habermas. Naturalismo y religión. Barcelona, Paidós, 2006.

[2] Karl Marx. “Introducción para la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel”. En G. W. F. Hegel. Filosofía del Derecho. Buenos Aires, Claridad, 2009, pp. 7-22.

[3] Una buena parte de las cuales ya abordé en el capítulo 2 (“Prometeo o Dios encerrado en el hombre”) de mi libro Verdades sospechosas. Madrid, Vision Libros, 2019.

[4] Miguel Salmerón. “Judaísmo y política: el caso Benjamin y el caso Bloch”. Bajo Palabra. Revista de Filosofía, 5 (2010), p. 194 [193-202]. La excepcional huella dejada por los intelectuales “judíos no judíos”, expresión acuñada por Isaac Deutscher para designar a los judíos como él, que no eran  creyentes pero poseían con una honda impregnación hebraica. Thorstein Veblen en 1918  ya dio cuenta de este fenómeno (“La presencia de los judíos en la cultura europea”. Revista de Economía Institucional, vol. 16, nº 31, pp. 13-21). En nuestro tiempo, Enzo Traverso en El final de la modernidad judía (Valencia, PUV, 2014) ha descrito brillantemente el giro de los pensadores de origen judío hacia la actuales posiciones predominantemente conservadoras mientras la pauta mayoritaria en los siglos XIX y  XX había encarnado una concepción crítica y progresista del mundo. Recientemente ha salido al mercado una obra periodística de Norman Lebrecht (Genio y ansiedad. Cómo los judíos cambiaron el mundo.  Madrid, Alianza, 2022).

[5] Karl Marx. “La religión ante el tribunal de la Filosofía. Escritos doctorales (1839-1841)”. En Karl Max. Sobre la religión. De la alienación religiosa al fetichismo de la mercancía. Edición e introducción de Reyes Mate y José Antonio Zamora. Madrid, Trotta, 2018, p. 102.

[6] En sus obras El principio esperanza. Madrid, Aguilar, 2 vols. (1977 y 1979)  y Ateísmo en el cristianismo. Madrid, Taurus, 1983.

[7] Friedrich Wilhelm J. Schelling (1775-1854) uno de los símbolos del romanticismo alemán, compartió seminario en Tubinga con Hölderlin y Hegel. Allí, en su juventud, los tres plantaron un árbol símbolo de la libertad con motivo de la Revolución francesa de 1789.

[8] Entre otras valiosas distinciones otorgadas cuando ya era un anciano, cabe destacar el Premio Freud en 1975, que se concedía por el uso excelente de la prosa alemana en el género ensayo.

[9] Hans Mayer. “Ernst Bloch, utopía, literatura”. En VV. AA. En favor de Bloch. Madrid, Taurus, 1979, p. 18. Probablemente su director escolar no sería tan “tonto” para citar ese calificativo y posiblemente la traducción hubiera sido mejor si hubiera dicho “incapaz” u otro adjetivo por el estilo.  En cualquier caso, las erráticas predicciones de este tipo no son una excepción en la literatura sobre la escuela.

[10] De la primera salió una versión en lengua española en México, en la editorial FCE (1949). De la segunda  hubo que esperar mucho más: El principio esperanza. Madrid, Aguilar (1977 y 1979). Edición que utilizo en mi trabajo. Más recientemente, en 2007, la editorial Trotta sacó una nueva edición. En su redacción empleó siete años. Los dos primeros volúmenes aparecieron  en la Alemania del Este en 1954-1955 y el tercero, por problemas de censura, se retrasó hasta 1959.

[11] H. Mayer, op. cit., p. 15.

[12] E. Bloch. Thomas Müntzer, teólogo de la revolución. Madrid, Ciencia Nueva, 1968. A través de esta edición accedí por primera vez, en mis años de estudiante, a la obra de Bloch.

[13] Este movimiento también fue motivo de interés para F. Engels. La guerra de los campesinos en Alemania (1850). Hay otra segunda edición de 1870. Disponible en https:www.marxist.org.

[14] Algunos han llamado a esta reformulación de la tradición marxista, “marxismo esotérico” por el empleo de unas claves no deterministas y de fuerte implicación culturalista. Véase el seminal estudio de Justo Pérez. “Introducción a Bloch”. Convivium, 22 (1966), pp. 27-38. El teórico social franco-brasileño Michael Löwy trae a cuento la existencia en Europa central de un conjunto muy relevante de “judíos libertarios”, entre los que sitúa a Bloch, Martin Buber y Erich Fromm, entre otros. Véase Rafael Díaz Salazar. “Entrevista a Michael Löwy”. PAPELES de relaciones ecosociales y cambio social, 125 (214), pp. 179-186.

[15] Stuart Jeffries.  Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt. Madrid, Turner, 2018, p. 82. Este hermoso libro no puede rebajar los méritos de otro,  el ya clásico de Martin Jay. La imaginación dialéctica. Una historia de la Escuela de Frankfurt. Madrid, Taurus, 1974.

[16] Baste recordar aquí que José Ortega y Gasset escribió por esos años  La rebelión de las masas (1929). O que también no debe pasar inadvertido el hecho de que ya antes había aparecido La decadencia de Occidente,de Oswald  Spengler. En realidad, la fobia a las masas y el elitismo defensivo no era más que una faceta de la llamada “crisis de Europa”, que se verificaría de manera terrible a causa del estadio superior de destrucción humana que fue la Segunda Guerra Mundial. 

[17] Rüdiger Safranski. Martin Heidegger. Barcelona, Tusquets, 1997. No conviene olvidar que, por aquel entonces, se vivió la impetuosa y polifacética ola intelectual de la llamada Konservative Revolution sobre la cabalgarán algunos ilustres hombres de letras (Oswald Spengler, Carl Schmitt, Werner Sombart, Martin Heidegger, Ernst Jünger, incluso Thomas Mann y otros), cuya resaca acabaría arrastrando a la ruina de la República de Weimar y al triunfo del nazismo. Se ha dicho que esta difusa y poliédrica constelación ideológica de conservadores de nuevo cuño (idealistas, románticos, idealistas y vitalistas) coincide en la total falta de respeto por la formas democráticas de acceso al poder, la negación absoluta de la razón ilustrada y la apelación a los valores intangibles y lazos profundos y no racionales, que dan carta de naturaleza a su idea de Estado y nación, fundada en algo parecido a un mitologema originario: el Volkgeist (espíritu del pueblo.

[18] Todavía es imprescindible acudir al espléndido libro de un intelectual nacido en la ciudad natal de Bloch y que, perteneciente a una generación mucho más joven, acabará su labor académica en Estados Unidos. Me refiero a Fritz K. Ringer. El ocaso de los mandarines alemanes. La comunidad académica alemana, 1890-1933. Barcelona, Pomares, 1998.

[19] Max Horkheimer y Theodor W. Adorno. Dialéctica de la Ilustración. Madrid, Trotta, 1998. Escrito durante el exilio en Estados Unidos, circuló durante la Segunda Guerra Mundial como manuscrito hasta su edición en 1947. La contraparte y complemento de este magnífico ensayo es otro no menos grandioso de 1939 debido  la pluma de Norbert Elias, sociólogo judío alemán, discípulo de otra notoriedad intelectual, Karl Manheim, que también tomó el mismo destino de exilio en Inglaterra. Allí Elias creó su espléndida obra: El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. México, FCE, 1988. En cierto modo, quizás de forma oblicua, estos grandiosos textos contienen una respuesta, en claves sociológicas e históricas, al Malestar en la cultura (1930) de un S. Freud que concibió la civilización como un proceso de represión libidinal del sujeto.

[20] No obstante, la amistad con Lukács que había nacido intensamente en 1910, se acabaría debilitando en razón de la idea que cada uno tenía de la militancia revolucionaria. Mientras que Lukács apostó por la implicación directa en los procesos revolucionarios, Bloch consideraba que su compromiso había de ser principalmente el de desarrollar un pensamiento crítico. También acabaron teniendo puntos de vista divergentes en materia artística (Bloch a favor del expresionismo y su antiguo camarada en contra). Véase Miguel Vedda (comp.). Ernst Bloch. Tendencias y latencias de un pensamiento. Buenos Aires, Herramienta, 2007, pp. 97-99. Para ver su valoración sobre el expresionismo hay que consultar su obra de 1935, editada en el exilio suizo, Herencia de esta época (Madrid, Tecnos, 2019).

[21] Véase S. Jeffreys. Gran Hotel Abismo….p. 11. El autor de este libro, periodista de saber enciclopédico, toma esa denominación del teórico comunista Lukács para dar título a su obra.

[22] E. Bloch. Huellas. Madrid, Tecnos/Alianza, 2005. Estos fragmentos en prosa consagran a su autor como un gran escritor de la vida cotidiana y como un filósofo de los márgenes que, siguiendo la tradición judía de los cuentos jasídicos,  utiliza el relato para sacar de las cosas vulgares el enigma que llevan dentro y que las envuelven. Véase la interpretación de José Jiménez en el “Prólogo”. En E. Bloch. Huellas…, pp. 15-20. 

[23] Justo Pérez. “Introducción a Bloch”. Convivium, 26 (1968), p. 24.

[24] Desde luego, no todos los frankfurtianos adoptaron una posición negativa respecto a los movimientos extraparlamentarios y revolucionarios de los años sesenta. Por ejemplo, Herbert Marcuse, que había permanecido en Estados Unidos, se erigió en un sumo sacerdote de los jóvenes radicales de los años sesenta, que negaban la represión de la libido como mandamiento social y afirmaban la libertad sexual como instrumento de demolición de los valores civilizatorios que Freud, sin propósito revolucionario alguno, había querido consagrar en su obra. 

[25] Johannes B. Metz. “La historicidad de la Filosofía”. Convivium, 22 (1966), pp. 27-38. Cit. Justo Pérez, 1968, p. 7.

[26] J. B. Metz. Cambio social y pensamiento cristiano en América Latina. Teología europea y teología de la liberación. Madrid, Trotta, 1993, pp. 263-264

[27] Para más amplia información, véase Michel Löwy. Cristianismo de liberación. Perspectivas  marxistas y ecosocialistas. Barcelona, El Viejo Topo, 2019.

Raimundo Cuesta, Fedicaria-Salamanca       

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