Hay conceptos que resultan problemáticos cuando se les utiliza en el ámbito político y en los medios de comunicación. El populismo es uno de ellos, y sobre él pesa una maldición. Nada más pronunciarse, quien recibe el apelativo se ve sumido en la desgracia. Gobiernos, personajes del mundo político y social son víctimas propicias de […]
Hay conceptos que resultan problemáticos cuando se les utiliza en el ámbito político y en los medios de comunicación. El populismo es uno de ellos, y sobre él pesa una maldición. Nada más pronunciarse, quien recibe el apelativo se ve sumido en la desgracia. Gobiernos, personajes del mundo político y social son víctimas propicias de este vocablo arrojadizo cuya eficacia en la descalificación logra mejores resultados que ser inculpado de asesinato. Esto último se puede solucionar con buenos abogados, una campaña de prensa y el paso del tiempo que cura los efectos negativos hasta el olvido. Sin embargo, quienes caen bajo la mancha de ejercer populismo o ser cómplices de políticas populistas terminan inhabilitados por propios y extraños. Su calvario trae consigo una fuerte dosis de crítica para redimir el pecado y mantenerse en la arena política. Sometidos a escarnio público y bajo la atenta mirada de sus fiscales, serán cuestionados sin piedad buscando cualquier excusa para abalanzarse sobre el «populista» y acabar definitivamente con semejante lacra social.
Acusar de populista es una maniobra que tiene réditos para el demandante y deja indefenso al demandado. Sin necesidad de explicar su significado, cuando se trae a la mano se convierte en un insulto. En definitiva, perjudica. Es uno de esos conceptos mal traído para solucionar problemas de impotencia por falta de vocabulario. Escasez de palabras y un ramplón no saber explicar qué pasa a nuestro alrededor remiten a un exabrupto donde se condensan todos los males o todos los problemas del orden social. ¡Estamos ante un populista! ¡Esto es política populista! Una vez lanzado el improperio, el alivio invade el cuerpo y el alma de quien lo emite, y un sentimiento de satisfacción transforma la ignorancia de la frase en un cliché con aceptación social. Lamentablemente, tras de sí no hay un ápice de rigor teórico ni explicación de orden sociológico o de carácter político. Llanamente se escamotea el esfuerzo de interpretar la realidad social en beneficio de una salida de corto alcance con pretensiones de erudición.
Encasillar órdenes sociales complejos bajo enunciados genéricos abstrae el análisis de la estructura social y de poder que subyace a todo proceso político. La comprensión de la historia inmediata no se hace por medio de traslaciones mecánicas de conceptos cuya capacidad explicativa no puede sobrepasar sus cuotas epistémicas. La elasticidad categorial presenta límites. Es necesario pedir argumentos. Si lo hacemos, se verá cómo el tartamudeo y una cierta bravuconería se apoderan del susodicho ante la necesidad de fundamentar el significado de algo que desconoce. Sin poder salir del atolladero, seguramente recurrirá a los clásicos: ¡el populismo es el populismo! y ¡todos sabemos su significado, por tanto sobran explicaciones!
Hoy, en América Latina, el término se desliza y está en boca de la derecha política en su vertiente liberal progresista o conservadora para descalificar a sus oponentes directos. Dos ejemplos: el alcalde de la ciudad de México, Manuel López Obrador, y el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez, son acusados de ejercer y ser populistas. Ellos son un caso emblemático de uso del concepto para descalificar políticas públicas y comportamientos sicosociales afincados en el sentido común. Aunque existan posibilidades de explicar su liderazgo popular por otras vías, como la credibilidad, el desarrollo y el cumplimiento de programas, o el posible carisma, sus detractores prefieren calificarlos de populistas, pensando en la humillación que produce el término y la obligada defensa a que se ven obligados para evadir el «sambenito». Así, una vez colgado, no se salvan de pasar a la historia como demagogos y falsos profetas.
Sin embargo, tampoco podemos olvidar que fueron acusados de populistas todos los gobiernos de América Latina con políticas públicas desarrolladas durante los años 50 y 60 del siglo XX. En el saco cayeron desde Goulart, en Brasil, hasta Salvador Allende, en Chile. Para los neoliberales no hubo diferencia entre Velasco Alvarado, Velasco Ibarra y Omar Torrijos. Se trató de justificar las privatizaciones, la desarticulación del sistema público de salud, de educación, y de flexibilizar el mercado de trabajo. Para este fin, populismo fue el saco de las políticas de inclusión social de corte keynesiano. Más tarde, en los 80 y 90, bajo su denominación cayeron gobiernos y personajes contradictorios como Bucaram, en Ecuador, o Fujimori, en Perú. La lista puede ampliarse. Ya hemos visto lo gelatinoso del concepto cuando está teñido de intencionalidad política. Pero lo común a todos, se dirá, es el resultado nefasto de sus estrategias. Con esta afirmación emerge un relato que permite seguir una saga de populismos y adjetivarlos según las épocas. Los habrá de derechas o de izquierdas. Eso facilita afirmaciones tales como: «América Latina es víctima del populismo y es necesario erradicarlo en beneficio de la estabilidad, el progreso, el orden social y la economía de mercado.» Sin más, se relacionan de manera aleatoria lenguajes, discursos, formas de vestir con imágenes, recuerdos y sentimientos cuyo amasijo termina por asimilar a Juan Domingo Perón con Hugo Chávez, como lo hace el nicaragüense Sergio Ramírez, para no ir muy lejos. Todo es válido y sirve para crear parangones y terminar en el punto ciego del populismo.
Pero puntualicemos. El populismo en América Latina es un fenómeno característico de la transición del Estado oligárquico comprendido entre los años 20 y 40 del siglo XX. Supuso un cambio en el proceso de acumulación de capital y redefine la hegemonía de las clases dominantes. Un tipo de articulación que desplazó a la oligarquía de su centro de poder y facilitó el control del Estado a los sectores modernizadores con un discurso nacionalista, antioligárquico e inclusive antimperialista. Pero excluyeron a las clases dominadas de su articulación. Confundir lo popular y el populismo es el resultado de una falta de capacidad crítica para visualizar los nuevos fenómenos sociales que hoy vive la región y de un sospechoso nivel de ignorancia que beneficia a los intereses más reaccionarios de «Nuestra América». Si hay un nuevo populismo lo menos que puede hacerse es debatir sobre su contenido, alcance y sentido político. Emitir un juicio antes del estudio es, parafraseando a Gadamer, propio de idiotas.