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Reseña del último libro de Francisco Fernández Buey

Utopías e ilusiones naturales. Aproximaciones a un clásico (I)

Fuentes: Rebelión

        Apuntemos esta definición que ya debe haberse formulado. Un clásico es un libro que al leerlo uno sabe y siente que va a releerlo una y otra vez, cuantas veces pueda. Y no sólo él, sino otros muchos, incluyendo lectores de futuras generaciones. Si es así, y parece muy razonable que […]

 

 

 

 

Apuntemos esta definición que ya debe haberse formulado. Un clásico es un libro que al leerlo uno sabe y siente que va a releerlo una y otra vez, cuantas veces pueda. Y no sólo él, sino otros muchos, incluyendo lectores de futuras generaciones.

Si es así, y parece muy razonable que sea así, entonces Utopías e ilusiones naturales, el último libro de Francisco Fernández Buey (FFB) -editado por El Viejo Topo, Barcelona, 2007- va a ser un clásico de la historia de las ideas, de la filosofía política, de la filosofía sin adjetivos

Veamos la obertura y los compases finales de la obra. Fernández Buey abre su historia con una cita del Zibaldone di pensieri, un conjunto de anotaciones escritas por Giocamo Leopardi entre 1817 y 1832. El magnífico paso seleccionado es el siguiente:

El placer más sólido de esta vida es el vano placer de las ilusiones. Considero las ilusiones como algo en cierto modo real teniendo en cuenta que son ingredientes esenciales del sistema de la naturaleza humana, otorgadas por la Naturaleza a todos y cada uno de los seres humanos; de manera que no es lícito entenderlas como sueño particular sino como propias del ser humano y queridas por la Naturaleza. Sin las ilusiones nuestra vida sería la más mísera y bárbara de las cosas.

Parece un absurdo, pero es exactamente verdadero que, siento todo lo real una nada, no hay cosa más real ni sustancial en el mundo que las ilusiones.

 

A cada uno y a todos los seres humanos sin ser lícito entenderlas como sueño particular sino como propias de la Humanidad, queridas además por una Naturaleza afable. De estas ilusiones naturales, humanas, sin ser demasiado humanas, reales y sustanciales como la vida misma de los hombres y mujeres, va la historia narrada y argumentada por Fernández Buey.

El cierre de Utopías. La hermosa página final, la posterior al índice, informa en catalán y castellano que el libro se ha compuesto en Barcelona con la fuente Pradell, diseñada por Andreu Balius a partir de los tipos del punzonista catalán Eudald Pradell (1721-1788), y reproduce una invocación árabe escrita en los libros antiguos para su protección de los insectos: «Oh, Kubéjkag, salva mi libro de las termitas». No hay riesgo esta vez: según las últimas noticias las termitas están a favor del lado bueno de la historia. Y este es el lado sin duda.

El objeto-libro de Fernández Buey es, además, un producto hermoso, muy cuidado, con una excelente portada diseñada por Miguel R. Cabot a partir de las tablas de Urbino, Baltimore y Berlín de La città ideale, y una composición, sin notas inabarcables o que interrumpan la lectura, sino anexas, casi pegadas al texto central, en la que el trabajo de Neus Porta ha sido decisivo, excelente, laborioso y paciente. Fernández Buey lo agradece así: «Doy las gracias a Neus Porta por la composición de este libro».

En la Introducción de Utopías, FFB señala que la cultura europea moderna, desde Thomas More a Ernst Bloch y desde Karl Marx a Herbert Marcuse, pasando por Charles Fourier y William Morris, ha usado «utopía» en acepciones tan diferentes que no resulta fácil a estas alturas llegar a una definición unívoca del término. Dialogando con J. C. Davis, FFB señala que es conveniente diferenciar la utopía, propiamente dicha, la que tiene su origen en More, «de otros «sueños», anhelos, deseos o aspiraciones a una comunidad mejor de individuos, como lo han sido la tradición arcádica, la noción de Cucaña en la Edad Media, la República Moral Perfecta (vinculada al rearme moral en distintas épocas) o lo que llamamos milenarismo«.

En su estudio sobre las utopías inglesas, J. C. Davis llega a la conclusión de que tres son los rasgos interrelacionados reiteradamente presentes en la visión utópica: totalidad, orden y perfección. FFB matiza que, aunque el pensamiento político liberal contemporáneo estaría de acuerdo con Davis en este punto, él no está tan seguro de que estos tres rasgos hayan sido exclusivos del pensamiento utópico, sobre todo si se contraponen al espíritu o procedimiento científico. Quedaría por ver, además, señala FFB, si esos mismos rasgos son también aplicables a las utopías que vinieron después de 1700 y que Davis no estudia en su ensayo.

FFB señala a este respecto que varias de los utopistas sociales del siglo XIX -empezando por Charles Fourier, autor que él mismo tradujo en 1974 para aquella inolvidable colección «Hipótesis» de Grijalbo que codirigía junto con Manuel Sacristán- vincularon sus propuestas de sociedad futura mejor no tanto a la ensoñación cuanto a lo que ellos llamaban «verdadera ciencia», «contraponiendo sus propuestas a las de la ciencia social realmente existente en el momento en que escribían«. Conclusión: FFB sostiene que no conviene empezar con una definición del concepto utopía, limitándose por el momento a una descripción aproximada que procede de William Morris, un autor -y su obra, Noticias de ninguna parte- sobre el que precisamente Constantino Bértolo llamaba la atención hace pocos días en las páginas de rebelión. Bértolo apuntaba que la lectura o relectura de la novela le había recordado «que para salir de la derrota es tarea prioritaria construir otro horizonte«. Tampoco esta arista, como veremos, está alejada de las finalidades del ensayo de Fernández Buey.

Para el autor, es así como firma la Introducción de su ensayo, el moderno concepto de utopía ha nacido de la combinación de la crítica moral del capitalismo incipiente, es decir, la crítica de la mercantilización y privatización de lo que fue común (las tierras comunales); el propósito de dar una nueva forma moderna alternativa al comunitarismo municipalista tradicional, y, finalmente, de una vaga atracción por la forma de vida existente en el nuevo mundo recién descubierto, «donde se suponía que se mantiene la propiedad comunitaria y las buenas costumbres anteriores a la mercantilización y privatización de las tierras comunales y a cuyos pobladores se atribuían hábitos que el autor de Utopía y, en general, los erasmistas querrían ver implantados también en las sociedades del viejo mundo (en Inglaterra, en los Países Bajos, en la Península Ibérica, en las ciudades de la Península itálica)».

En opinión de FFB, en el nacimiento de la utopía moderna, hay algunos rasgos que se han conservado y que se encuentran también en la reflexión de Bloch sobre El principio esperanza en las décadas centrales del siglo XX. Los tres siguientes: el recuerdo de la comunidad que hubo, la crítica abierta a la injusticia y la desigualdad que hay en el presente, y la atracción por la novedad que apunta en lo recién descubierto o inventado, en la medida en que este apuntar de lo nuevo enlaza con el idealizado tiempo pasado. Por grandes que hayan sido las diferencias, sostiene FFB entre la utopía de More, las utopías ilustradas, la propuesta falansteriana de Fourier, el proyecto socialista de Marx y Noticias de ninguna parte de Morris, en todos estos casos encontramos una idea semejante de la dialéctica histórica: la crítica de lo existente hace enlazar el recuerdo del buen tiempo pasado con la armonía, la justicia y la igualdad que se desean para el futuro.

Hay, en cambio, otro rasgo destacado de la utopía de More que no siempre se ha conservado: la orientación irónico-positiva, muy característica del espíritu y del ambiente erasmista de la Europa culta de las primeras décadas del siglo XVI, y que el Fernández Buey vindica nuevamente en su propuesta, aceptando que «la distancia irónica respecto de la utopía en nuestro mundo no es sólo conciencia de la dificultad de su realización en ese topos concreto que es nuestra sociedad (europea), sino también, muy probablemente, sospecha racional, fundada, de que a veces lo mejor es enemigo de lo bueno«.

Al estudiar la evolución del concepto de utopía, FFB pretende argumentar tres tesis básicas. Las siguientes: que contra lo se viene diciendo recurrentemente desde 1990, desde la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, la utopía no ha muerto; que el destino de las grandes ideas utópicas de la humanidad, «al menos en el marco de nuestra cultura, parece ser, casi siempre, hacerse templo, institución o realidad político-social en otro lugar, en un lugar diferente a aquél para el cual las utopías fueron pensadas» y que al final de la modernidad europea, como en sus comienzos, la intención irónico-positiva es clave para seguir hablando de utopía en serio. «Tal intención ha ido tomando, ya en el siglo XX, una orientación predominantemente paródica: primero tomando como objeto lo que podríamos llamar, con Marx, el comunismo basto; luego para distanciarse del optimismo tecnocrático que hace seguir sin más el progreso socio-moral del progreso tecno-científico; y finalmente para presentar los presuntos efectos positivos de la globalización neo-liberal como un oxímoron

FFB describe la paradoja que estamos viviendo en los últimos años. La palabra «utopía» vuelve a suscitar muchas simpatías y cada vez se emplea más en ambientes críticos y alternativos, pero suscita al mismo tiempo gran desconfianza por su asimilación con lo que se supone realización de las utopías sociales imaginadas durante cuatro siglos. Ello hace que muchas personas compartan el uso positivo de la palabra en contextos morales o estéticos mientras manifiestan una innegable reserva acerca de su uso en un sentido positivo. Todo utopista que acepte este significado de la palabra y simultáneamente dé señales de haberse reconciliado con la realidad existente, o de estar en vías de reconciliarse con ella, apunta FFB, «recibirá, a su vez, de todos, o casi todos, los poderosos defensores del status quo efusivas, y hasta cariñosas, palmaditas en el hombro derecho».

Con la utopía pasa en nuestras sociedades lo mismo que con el ateísmo. Como el significado de la palabra lo establecen los que mandan, uno no puede ser, ni aún proponiéndoselo, lo que quiere ser. De la misma manera que el ateo sólo puede ser agnóstico, ya que para los que mandan el sin-dios es un imposible metafísico dado que el sin-dios es siempre un buscador de dios, así también al utópico sólo le dejan ser una de estas dos cosas: «o un realista político a la fuerza, que simultáneamente cree en las calendas griegas, o un receptor de palmaditas en el hombro derecho que afirma que la utopía no es de este mundo«.

¿Ha pasado ya entonces el tiempo de las utopías? FFB creo no y dice que su propósito es argumentarlo a lo largo de las páginas de su ensayo. Adelanta un interesante hipótesis en esta Introducción. Esencialmente: ese tiempo no pasó para los que aún tienen un mundo que ganar y una esperanza.

El autor da cuenta de la composición de Utopías e ilusiones naturales a continuación, detalle que me reservo para la próxima ocasión, y apunta que la idea que desarrolla en su estudio es que no hay que leer las distopías del siglo XX –1984, Un mundo feliz, por ejemplo- «en clave anti-socialista, sino más bien en clave anti-ideológica, esto es, como críticas, precisamente, del mundo bipolar y de lo que las dos ideologías en confrontación tenían en común. Ni siquiera en ese mundo que produjo las principales distopías del siglo XX se perdió toda esperanza; sólo que la esperanza restante ha tenido mucho que ver, de nuevo, con la renovación de la ironía y la parodia en un ámbito que enlaza la literatura con el filosofar«.

Fernández Buey finaliza su Introducción señalando que en el capítulo que cierra el libro ha abordado el discutido el asunto del final de la utopía. Apunta que el tema que nos dejó en herencia Herbert Marcuse en 1967-1968 -cuyo libro del mismo título fue traducido por Manuel Sacristán para la colección Ariel en 1968- y que desde 1990 se ha planteado en numerosas ocasiones aunque con una orientación muy diferente de la marcusiana. Una veces, siguiendo a Popper, desde la perspectiva de la ingeniería social fragmentaria y otras, en una determinada e interesada lectura de Hanna Arendt, desde la consideración de que utopía social y totalitarismo son necesariamente sinónimos. De ahí que

[…] se ha venido manteniendo en los últimos tiempos que el único campo que quedaría libre para la expresión de la utopía en el siglo XXI es el estético. Para mí, eso es una verdad a medias que oculta una parte importante de la verdad y choca con hechos cada vez más sólidos. La reflexión sobre el sentido socio-político de la utopía ha vuelto en los comienzos del siglo XXI, sin que se la esperara. Y ha vuelto de la mano de lo que hoy se llama movimiento de movimientos. De manera que tal vez se pueda decir que después de los desastres del siglo XX la utopía ha perdido su inocencia, pero no su vigencia.

Argumentarlo con detalle es uno de los temas básicos de Utopías e ilusiones naturales.