1. El colapso del socialismo de cuartel, surgido en el cambio del siglo XIX al XX, se ha traducido, en la transición del XX al XXI, en el abandono de las ilusiones revolucionarias, la planificación coercitiva y el poder estatal. La cultura predominante del neoliberalismo propugna e impone la unificicación de la economía y del […]
1.
El colapso del socialismo de cuartel, surgido en el cambio del siglo XIX al XX, se ha traducido, en la transición del XX al XXI, en el abandono de las ilusiones revolucionarias, la planificación coercitiva y el poder estatal. La cultura predominante del neoliberalismo propugna e impone la unificicación de la economía y del pensamiento a nivel mundial. Los valores difundidos por esta cultura a través de todos los medios de que dispone carecen de todo proyecto de emancipación, de toda visión de futuro. La insistencia en el presente borra también el pasado, que se presenta como tradición comerciable (coleccionismo de antigüedades, folklore, etc) y no como historia de evolución humana, llena de luchas y conflictos, de avances y retrocesos, de victorias y derrotas. Esta cultura anula el entusiasmo colectivo, el deseo de una sociedad mejor, dejando a los seres humanos a merced de lo existente.
Desaparecidos los países mal llamados «socialistas», se proclama el fin del ideal emancipador con que soñaron Marx y Engels, descalificándolo como algo anticuado, utópico, irrealizable. Parece como si no quedara nada valioso de lo viejo. El capital, concretado en las compañías transnacionales, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, se ha erigido en el único soberano del mundo.
Ahora bien, la victoria mundial de este sistema económico no ha resuelto, en sus cuatrocientos años de existencia, los problemas básicos que aquejan a la humanidad: el hambre, las guerras, el paro, la soledad, el individualismo alienante, la frustración individual y profesional, las desigualdades entre los diferentes grupos sociales, pueblos y continentes. Al contrario, aumentan las angustias cotidianas, las incertidumbres, la preocupación por el entorno físico y su preservación, etc.
Pero la praxis humana requiere la utopía, entendida como rechazo y transcendencia de lo existente, como imaginación y sueño humanos, como ethos y alternativa al topos axfisiante e inhibidor del potencial creador de los seres humanos.
Frente al conformismo, la uniformidad y autocomplacencia imperantes en este cambio de siglo se requiere el desarrollo de una conciencia diferenciada que surja de la crítica de la civilización actual. La base de la lucha por una cultura nueva, alternativa, estriba en la crítica de este sistema, las costumbres, los sentimientos, las concepciones de la vida, los valores vigentes.
Así, pues, para el siglo que viene se trata de organizar una cultura que permita a los seres humanos ser lo que desean ser, y no lo que los condicionamientos y penurias actuales les imponenen. Esta hermosa tarea tiene que ser. ncesariamente, solidaria y colectiva, es decir, humana en el sentido estricto del término. Pues la solidaridad y la cooperación es lo que distingue a los seres humanos del resto de los animales, lo que les permititó elevarse por encima de la «ley de la selva» y convertirse en señores del universo.
2.
Ahora impera la cultura de la competitividad, la explotación, el interés particular, la discriminación, la comercialización de los sentimientos y de la intimidad, etc. Y, en la izquierda, la cultura cainita de la conspiración y la intriga, tan arraigada en ella desde la Revolución Francesa.
Como alternativa a esta cultura deshumanizada existe el humanismo revolucionario. La visión humanista del futuro, el aspecto positivo de la utopía, parte de la rebelión contra esta civilización, por mutilar los rasgos más humanos de las personas y por ser la causa de los vencidos de hoy. La cultura humanista contiene y propugna valores alternativos como la igualdad, la amistad, el respeto a la propia persona, a la diversidad, etc.
Como crítica y construcción, este humanismo es radical e intransigente frente a toda opresión. Cree en los objetivos de la emancipación sociopolítica. Es un impulso constante por humanizar la sociedad competitiva, animalizada, esto es, deshumanizada, y hacerlo a través de la solidaridad y la cooperación activas. La cultura humanista del futuro implica la reevaluación de algunos conceptos clásicos anticapitalistas. Así, por ejemplo, el problema de las relaciones sociales no se reduce únicamente a la propiedad de los medios de producción. También hay que humanizar la política, la violencia obligada de los oprimidos, de los sin tierra, sin techo, sin tra bajo, sin derechos, sin afecto, etc.
Como universalidad de valores, el humanismo revolucionario comprende todo cuanto significa derechos humanos, igualdad, justicia, libertad, etc. Sobre todo, claro está, el derecho a la autorrealización en un medio que potencie al ser humano, y no que lo anule. ¿Cuántos Platones o Goyas puede haber en una ciudad de 4 millones de habitantes como Madrid?
Este humanismo concibe al mundo como lugar para todos y, en consecuencia, aspira a extender la solidaridad. Más allá del desgaste que ha sufrido este érmino, la solidadridad equivale a una relación interhumana, social, que entraña una doble dimensión: objetiva (el quehacer, la acción concreta con los otros) y subjetiva (amistad, pasión, ternura). La visión humanista del futuro contempla la solidaridad como ethos , como estilo de vida, como posibilidad de humanidad, de ser persona. Se entiende como alternativa cultural al presente competitivo, individualista. No es mero intrumento para el futuro, sino algo necesario para afrontar el presente y vivir las cosas de otra manera.
Frente a la violencia y la guerra, que sólo enriquecen a unos pocos, defiende y practica la paz y la colaboración, cuyas ventajas benefician a todos. Ante el pesimismo y el culto a la muerte, el humanismo valora la alegría y el disfrute de la vida, que el ser humano debe tutelar para poder usarla. La cultura solidaria es dialógica, tanto o más que dialéctica, como diría el brasileño Paulo Freire.
Para esta visión humanista del futuro, la cultura no es sólo erudición. Recupera el aspecto positivo y los elementos activos que contenía este concepto en su origen, esto es, cultura como cultivo, cuidado, conocimiento práctico. Como dice Harry Pross, no es sólo protesta contra las condiciones imperantes, contra la guerra, el despotismo y el fanatismo de cualquier tipo. Es sobre todo, autocrítica del pensamiento, contradicción ante la propia comodidad, aunque resulte difícil de entender.
3.
Los valores socioeconómicos vigentes, marcados por el sistema de librecambio, por lo que se suele denominar economía de libre mercado, simplifican en exceso las necesidades humanas en elementales o primarias y artificiales o secundarias. La naturaleza humana es mucho más compleja y variada. Admitir la diversidad como valor humanista implica reconocer y defender la pluralidad de necesidades, como ya expuso hace algún tiempo Jan Kotik. Entre ellas cabe disnguir las necesidades naturales (comer respirar, vestir, etc.), las sociales (todas las relacionadas con la sociedad en que se vive y se quiere cambiar), las familiares (afecto, respeto, etc.), de amistad (reconocimiento, estima, relación, etc.), las profesionales (educación, escuelas, talleres, etc.) y las institucionales (participación, asistencia, etc.).
La simplificación sólo beneficia al autoritarismo y se utiliza para la imposición de valores desde arriba y para el dominio. Expresa la verticalidad arbitraria de las jerarquías sociales, axiológicas y simbólicas. La alternativa consiste en ampliar la horizontalidad real de las relaciones personales y sociales, nacionales e internacionales. La intolerancia empobrecedora se contrarresta con el fomento de los valores cívicos, el respeto a la diferencia y a la pluralidad enriquecedora, con la creación de voluntad democrática. El pensamiento dogmático se combate con el pensamiento crítico. Antes de hablar y largar consignas, hay que escuchar lo que la gente dice y piensa.
4.
La visión humanista para el siglo XXI incluye asímismo la elevación del hedonismo individualista a felicidad compartida. En su camino ascendente, la evolución cultural humana va del placer al disfrute, y de éste a la felicidad. El placer debe estar gobernado por el disfrute y el disfrute por la felicidad. Lo contrario supone un trastorno de las leyes naturales, que se traduce en infelicidad y en la ruina del disfrute y del placer mismo, como afirma el biólogo evolucionista español Faustino Cordón.
Parece que en el mundo actual se da esta subversión de valores y que para ser felices conviene recusar el hedonismo extraviado, como el que se da en el afán de poder o de posesión, en el disfrute del éxito sobre los demás, antisociales y contrarios a la naturaleza humana y a la felicidad propia y ajena.
El hedonista carece de proyecto de vida, generalmente por causas ajenas a él. Cuando el medio social carece de proyecto, como ocurre en la actualidad, la sociedad desorienta las iniciativas particulares, por ser ella la que les da sentido.
Como perturbación del normal desarrollo de la personalidad, el hedonismo se da preferentemente en personas acomodadas. El daño es mucho mayor en quienes no pueden ser dueños de su destino, por la inseguridad del mañana, por la necesidad de sobrevivir el día a día, o por la sujeción forzosa a un trabajo rutinario. Se diferencia de la felicidad porque:
1) el objetivo del hedonista es realizar una cadena discontinua (discreta) de acciones que procuren placer;
2) la prucura de placer se entiende como un impulso egoista, ya que se circunscribe a sensaciones del propio cuerpo y los demás son contemplados como colaboradores o posibilitadores del propio placer, esto es, como meros instrumentos.
La felicidad no se opone al placer, ni al disfrute, sino que se edifica sobre ellos. Sobre el dolor y la necesidad no hay disfrute, ni sin disfrute hay felicidad. Es un salto del impulso momentáneo animal ante estímulos directos (del placer proporcionado por la satisfacción de la necesidad inmediata) al entusiasmo sostenido (a la pasión) ante proyectos bien concebidos que han de realizarse siempre en cooperación, proyectos en los que el ser humano se realiza en pensamiento comunicable. Así asciende del placer a la felicidad. La felicidad es el disfrute por la emancipación creciente de la necesidad, por la conquista de libertad.
Los hombres y mujeres realmente libres no pueden realizarse si no sienten que su actividad repercute favorablemente sobre la estructura de la sociedad en que viven. La felicidad radica en la posibilidad de desarrollar la vida conforme a proyecto ascendente, supraindividual, colectivo, altruista, con los objetivos de resolver los conflictos y necesidades humanos en cooperación, y de organizar la experiencia previa, el pasado humano, en pensamiento orientador de la acción futura.
La felicidad sólo puede venir de actuar conforme a la ley del propio desarrollo – en lo posible – con la percepción, sin duda placentera, de que se expande libremente la individualidad. Entendida así la naturaleza humana – como la facultad de elevar la experiencia a pensamiento orientador y como cooperación-, la felicidad de cada uno no puede consistir sino en la satisfacción de sí mismo de esa manera complementaria, en pensamiento y en copperación solidaria.
Esto es algo maravillosamente nuevo, que diferencia a las personas de los animales (carentes de proyecto).
5
Ante la primacía actual del valor de cambio, de la rentabilidad financiera, de la mercantilización de las cosas, la cultura, la comunicación, las ideas, y las personas, un proyecto alternativo para el siglo XXI implica el predominio del valor de uso, de utilidad social, dar prioridad a los criterios de rentabilidad social, defender y practicar siempre el principio de servicio público. Si hoy día los artistas los hacen los marchantes o las pautas marcadas por la estética oficial, se trata entonces de garantizar la libertad de creación y de expresión. Esta excluye la libertad para crear una red, pero incluye la libertad para expresar todos los puntos de vista. Ante las limitaciones que supone la progresiva privatización de la información y de la comunicación, se trata de defender y ampliar la propiedad social del conocimiento, el acceso de todos al pensamiento máximo y a la posesión de sus logros, el disfrute universal de los placeres estéticos, etc.
El economicismo depredador de finales del siglo XX ha conducido a la contaminación de la naturaleza, del tiempo y del espacio, y también de las mentes por la publicidad omnipresente y mediadora de todas las relaciones sociales. En virtud de la mundialización, el vaciado del tiempo y del espacio crea la idea de que los seres humanos viven en un solo mundo, de que forman parte de una sola comunidad, de que el «nosotros» es más importante que el «yo». La consecuencia de esta línea de pensamiento es la reevaluación de la naturaleza, la conciencia ecológica, que defiende y practica los valores ecológicos, no sólo en el tiempo y en el espacio, sino también en la cultura y en la mente.
Este tipo de pensamiento, de proyección inmediata, sostiene: a) que los seres humanos no son superiores a los demás elementos de la naturaleza; b) que tienen una responsabilidad especial para asegurar la propia superviviencia y la de las otras especies; c) que existe y debiera existir una larga relación histórica entre seres humanos y naturaleza; y d) que el desarrollo de esta relación sólo pueden juzgarlo las generaciones futuras.
La tarea estriba en hacer que el futuro sea diferente del pasado, y no en reafirmarlo.
6
El dominio del tiempo se manifiesta también como necesidad imperiosa para el siglo XXI. Entre las numerosas coacciones a las que está sometido el ser humano se cuenta también la del tiempo. ¿Quién no se queja hoy de la falta de tiempo, de lo que le gustaría hacer si tuviera tiempo, es decir, si el tiempo fuera suyo? Una de las paradojas de la sociedad industrial desarrollada, o postindustrial, como también se dice, consiste precisamente en que a medida que se ha reducido la jornada laboral, el tiempo de trabajo, parece que la gente tiene menos tiempo libre, esto es, menos tiempo de libre disposición para hacer lo que le gustaría. De ahí que el dominio del tiempo constituya hoy día parte esencial de todo proyecto emancipador, de todo proyecto político que pretenda transformar las actuales condiciones de vida y de trabajo en el sentido de mejorar la calidad de vida de todos y no sólo de una minoría. Cualquier ideal de progreso, o sea, de perfeccionamiento de la organización social, debe, por tanto, tomar en consideración la valoración del tiempo, o mejor dicho, de los diferentes tiempos.
La conciencia de las necesidades humanas exige también prestar atención al modo de vida como instrumento de la lucha ideológica. Para las grandes masas de la población, el modo de vida actual está marcado por la relación recíproca entre trabajo y descanso, o sea, entre producción y reproducción. Se da como elemento sustancial una radical separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre.
Desde una perspectiva tradicional, muy arraigada en la conciencia de las masas, se considera tiempo libre el que queda a diario después de descontar la jornada de trabajo y el tiempo dedicado al descanso, restauración de fuerzas y reproducción social, o tiempo de mantenimiento.
A este planteamiento tradicional habría que hacerle una primera matización. La cantidad de tiempo libre no es igual para todos, es una función del género y de la clase social. Ahora bien, esta variación de disponibilidades no es un problema estrictamente cuantitativo, sino que también interviene en calidad y forma de empleo, que guardan también una relación directa con los ingresos y el nivel de educación, que es a su vez función de esos ingresos. Por lo tanto, estos aspectos cualitativos están, asímismo, estrechamente relacionados con la clase social de pertenencia.
Ahora bien, la matización clasista indicada no es suficiente. Hay que ir más lejos, hasta poner en cuestión la propia definición y preguntarse si existe realmente tiempo libre, no en una u otra minoría (elites económicas y/o culturales), sino en la mayoría de la población.
Desde luego, aceptando la definición tradicional, es más que evidente que el tiempo libre existe para todos, si bien con mayor o menor extensión y cubierto de forma diferente. Pero si se parte de una concepción más precisa, que vea en el tiempo libre aquél que está bajo dominio y control propios, por oposición al tiempo de trabajo (organizado por el empresario, privado o estatal), al tiempo de mantenimiento, indispensable para cubrir el anterior y que, dentro de ciertos límites, no puede ser modificado, y a la parte de tiempo de ocio que forma parte de la definición dada de tiempo libre y que es organizada y manipulada por otros en beneficio suyo, sin apenas posibilidades reales de participación, entonces resulta absolutamente legítimo preguntarse si existe realmente tiempo libre (al menos para una gran parte de los miembros de la sociedad, encabezada especialmente por las mujeres).
La mencionada separación radical entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio, en el tiempo, en el espacio y en la conciencia, lleva a una dicotomía que, al plantear la cuestión en términos de opuestos no conciliables y no en términos de polos de una realidad única en tensión dialéctica, es aberrante y limitativa. Las actividades del ser humano, múltiples en un ente que no tiene que ser reducido a la unidimensionalidad, no aparecen en forma complementaria y dirigida al desarrollo máximo y equilibrado de sus capacidades (de ocio y de trabajo, ambos creadores), sino como contrapuestas, cerradas y en absoluto relacionadas.
A su vez, esta situación empuja lógicamente a una escisión dentro del propio individuo, creándose en su interior unas pautas culturales para el trabajo y otras, completamente distintas, para el asueto. En realidad, el tiempo libre se presenta como liberación (en teoría, claro está) del trabajo, mientras que, consecuentemente, el tiempo de trabajo se ve como maldición (incluso como maldición bíblica).
Pero si se mira más de cerca y se observa en qué actividades o cómo ocupan su tiempo libre la inmensa mayoría de la población trabajadora y sus familias resulta que también está lleno de coacciones, de determinaciones ajenas, de angustias, en suma, de la inseguridad social que caracteriza a los asalariados y a las amas de casa. Reparación del coche, lavado y cosido de la ropa, cuidado de los niños, mantenimiento de la vivienda, etc., son actividades efectuadas durante el tiempo libre y destinadas a conservar el nivel de vida y a sobrevivir. El tiempo libre no sólo es cada vez más pobre y limitado, sino que también sigue dominado por el capital, o por quienes dominan lo que eufemísticamente se llama «sociedad libre de mercado». Si, además, se tiene en cuenta que las horas que quedan libres se pasan mayoritariamente ante el televisor, se tendrá un cuadro más preciso de esta pobreza espiritual.
Desaparece así la dicotomía entre tiempo de trabajo y tiempo libre, pues también éste es tiempo alienado, de otros, dominado por otros, y no tiempo propio, autodeterminado. Desde una perspectiva emancipadora, sólo acabando con esta doble alienación será posible acabar con la escisión a nivel social y a nivel interno del individuo, y comenzar a sentar las bases materiales y espirituales para la autorrealización plena, ni escindida ni alienada, del género humano.
Parece como si el desarrollo de las nuevas tecnologías vaya a convertir en realidad el «derecho a la pereza», título del libro de Paul Lafargue, escrito hace ya más de un siglo y recuperado ahora ante las posibilidades emancipadoras que ofrecen esas Nuevas Tecnologías.
El desarrollo multilateral y armónico de la personalidad no sólo exige la apropiación del tiempo de trabajo, sino también una cantidad de tiempo libre socialmente necesario.
Un cambio en el empleo del tiempo pasa, finalmente, por una definición de la cultura a partir de la práctica de las masas y de un nuevo concepto del ser humano. Habría que crear una cultura cotidiana en la que el tiempo fuese propio y no alienado y alienante, de otros, de los pocos que se enriquecen con las carencias de los muchos. Crear una nueva cultura significa ante todo liberar el potencial creador y organizativo de las masas, empezando por devolverles el habla, hacer que el pueblo (el populicus, público) sea el protagonista activo y no el consumidor y («pagano») pasivo. Si la cultura enriquecedora ha sido y es prerrogativa de una minoría de «conocedores», habría que «ampliar el círculo de conocedores», como decía Brecht, cuyo centenario se celebra este año.
Y para todo esto, el dominio del tiempo parece requisito imprescindible en la visión humanista del siglo XXI.
7
Finalmente, el desarrollo tecnológico vivido en el siglo XX está llevando a plantearse la cuestión de si es socialmente conveniente todo lo que es tecnológicamente posible. La actual glorificación de las nuevas tecnologías, a las que se califica incluso de «inteligentes», como si los seres humanos estuvieran de sobra, no es nada nuevo. El fascismo y el nazismo las ensalzaron en su momento (recuérdese a Marinetti) y las aplicaron hasta donde pudieron. Aunque no precisamente para fomentar el progreso social, humano, sino para la deshumanización.
Conviene, pues, hacer una reevalucación de los conceptos de desarrollo y progreso para el siglo XXI.
La idea del progreso es indudablemente uno de los logros más viejos de la burguesía. Si no se entiende únicamente como mera acumulación de medios técnicos, el progreso significa también superación de prejuicios, producción de juicio crítico, aumento de la emancipación, extensión de la autodeterminación en menoscabo de la heterodeterminación, en suma, de la libertad del ser humano. Es evidente que no se trata entonces de un continuo proceso en ascenso y hacia adelante, sino que avanza en zigzag. Progreso y regreso, avances y vuelta de lo viejo, son los aspectos condicionantes de una cultura que parece haber perdido la capacidad de descubrir y superar sus propias contradicciones. El verdadero progreso parece consistir hoy en la conservación de lo viejo olvidado y desplazado, de una naturaleza no mutilada, de la dignidad humana, de la participación.
Frente al pesimismo y escepticismo que dominan hoy la esfera intelectual y que niegan el progreso social (fin de la historia, de las ideologías, de la utopía, etc.), no cabe duda de que si se mide éste por el criterio del perfeccionamiento de la organización social aún queda mucho camino por recorrer.
Dado que la sociedad persigue la consecución de bienes para sus miembros, a primera vista podría tomarse como índice de su progreso la eficacia de la organización social productiva y medida por la capacidad social de obtener bienes per cápita. Pero es un criterio estático, que no habla de cómo se obtienen los bienes ni se refiere al modo de producirse el progreso.
Ante la creciente complejización y dinamización de la sociedad, ante la creciente sucesión y densidad de los acontecimientos, la acelerada masificación de los medios de información y de los transportes hace que el aluvión de estímulos sociales afecte a un número rápidamente creciente de personas y, a este respecto, la humanidad parece uniformarse con rapidez. Si, irreflexivamente, se pensara que la abundancia de estímulos sociales que inciden sobre las personas ofrece un índice significativo del progreso de su acción y experiencia individual, uno podría sentirse inclinado a aceptar que la organización social moderna es satisfactoriamente progresiva.
El criterio de progresividad de una sociedad no puede medirse por su mera capacidad de producir bienes per capita, sino por su adecuación para fomentar el desarrollo de la acción y experiencia de sus individuos de modo que repercuta sobre la organización social, haciéndola más apropiada para favorecer, a su vez, el desarrollo de la acción y experiencia individual, y así sucesivamente.
Sirva esta lista de valores para una cultura alternativa como base para completar de manera colectiva una visión más solidaria y libre, esto es, más humana, de esta sociedad para el siglo XXI.