La pelota blanca rodaba por el parque de Azkoitia, empujada por el viento, sin que ningún niño reparase en ella. Ignoro si la inscripción que con la firma del Partido Popular figuraba en la misma tuvo algo que ver con el manifiesto desinterés mostrado por aquellos a quienes iba destinada: «Vamos a conquistar Guipúzcoa». No […]
La pelota blanca rodaba por el parque de Azkoitia, empujada por el viento, sin que ningún niño reparase en ella. Ignoro si la inscripción que con la firma del Partido Popular figuraba en la misma tuvo algo que ver con el manifiesto desinterés mostrado por aquellos a quienes iba destinada: «Vamos a conquistar Guipúzcoa».
No hablaba de ganar las elecciones en Gipuzkoa, de sumar adhesiones, de alcanzar la victoria. Hablaba de conquista. Y el problema es que sólo se conquista lo que no es tuyo, lo que es ajeno, lo que no te corresponde. El subconsciente había vuelto a poner en evidencia ese sesgo imperial que acompaña a esa patética España que Valle-Inclán definiera como «espuma de champaña y fuego de virutas, de trenzas en perico, caídas calcetas, blusa, tapabocas y alpargatas, de ladinos, guindillas y fantoches, de soldados romanos y porteras, cuya leyenda negra es su propia historia».
Cuando el poeta peruano César Vallejo escribió en 1937 su poema «España, aparta de mí este cáliz» ya conocía la España de Cachuli, de Paco el Pocero, de Rouco Varela, de Jesulín y la Pantoja, de Aznar y la Botella, de Rajoy y su primo, del Borbón y su corte, de Garzón y su audiencia… de aquella y esta España que viene a ser la misma, la única inmortal.
Un día más tarde, sola y arrinconada, sin gozar siquiera el beneficio de una buena patada que la perdiera para siempre, aquella triste pelota se desinfló.
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