Se explayaba Vargas Llosa sobre las bondades de la globalización y, reconozco, que aún conociendo las opiniones de tan globalizada pluma sobre el particular, no dejaron de sorprenderme sus desbarres. Entre otros, sostiene Vargas Llosa que el desarrollo del idioma inglés no se da en menoscabo de otras lenguas y culturas y se pregunta: «¿Cuántos […]
Se explayaba Vargas Llosa sobre las bondades de la globalización y, reconozco, que aún conociendo las opiniones de tan globalizada pluma sobre el particular, no dejaron de sorprenderme sus desbarres.
Entre otros, sostiene Vargas Llosa que el desarrollo del idioma inglés no se da en menoscabo de otras lenguas y culturas y se pregunta: «¿Cuántos millones de jóvenes de ambos sexos, en todo el globo, se han puesto, gracias a los retos de la globalización, a aprender japonés, mandarín, árabe, cantonés o ruso?».
Y se responde, lo que aún es peor: «Muchísimos»
No dudo yo que en China, y a pesar de la globalización, todavía los cantoneses aprendan cantonés, pero me temo que, al margen de algún que otro extraño estudiante de algún remoto país, los estudiantes de cantonés, no cantoneses de nacimiento, no sean tantos como augura Vargas Llosa.. Al menos yo, declaro consternado, no haber conocido nunca un estudiante con tales intereses y temo que en el futuro aún me va a resultar más difícil tal hallazgo cuando me entero, en estos días, de que la mayoría de los estudiantes, especialmente en América Latina, se concentran alrededor de 5 carreras: derecho, contabilidad, mercadeo, informática y turismo.
En ningún caso aparece el cantonés, el mandarín o alguna de esas lenguas cuyo estudio, según Vargas Llosa, «sólo puede incrementarse en los próximos años».
Agrega el plumífero peruano que la globalización ha provocado el «desvanecimiento de las fronteras» y que por ello «la perspectiva de un mundo interdependiente se ha convertido en un incentivo para que las generaciones nuevas traten de aprender y asimilar otras culturas». Y pone como ejemplo, el trasiego de millones de latinoamericanos hacia los Estados Unidos, para que uno acabe descubriendo, después de tantos años, que a las yolas y pateras que salen cargadas de sueños hacia el Norte, no las empuja el hambre, ni la miseria o la desesperanza, sino las ansias de conocimento, el «incentivo de asimilar otra cultura», por supuesto «in situ».
Ignoro qué fronteras ha visto «desvanecerse» este ciudadano nacionalizado español y que residiera en Inglaterra algunos años, antes de trasladarse a París y que, actualmente, vive en permanente tránsito, pero estoy por apostar que las únicas han sido las propias.
Lamentablemente, para los latinoamericanos, africanos, asiáticos (incluidos cantoneses y mandarines) las fronteras no sólo no se desvanecen sino que crecen y se agigantan, multiplicando muros y candados, como aumentan los controles, las dificultades para obtener visas o permisos de residencia de ese primer mundo que cierra sus puertas cuanto más propone la apertura de las demás.
La fraterna fiesta globalizadora que augura Vargas Llosa, en la que todos los perfiles humanos, blancos y negros, del Sur o del Norte, estrecharán sus manos o frotarán sus narices, en igualdad de condiciones, así hablen inglés o mandarín, merece un nobel sí, pero a la estulticia, o dicho de otro modo, al más soberano cretinismo.
El signo de los tiempos, sólo por contradecir al escritor, tiene en cuidados intensivos a todas las monedas latinoamericanas, mientras el dólar, la lengua que mejor habla el imperio, pasea sus reales por todo el continente americano, como el euro y el yen gobiernan sus mercados.
El sucre, por ejemplo, ya es historia patria de Ecuador después de más de un siglo de precaria vida, y antes perecieron víctimas de la misma globalizadora enfermedad los pesos argentinos y los balboas, mientras siguen en coma, con sus funciones vitales a punto del colapso y carentes, incluso, de dolientes, duartes, córdobas, gourdes, soles y restantes monedas latinoamericanas que no van poder celebrar la «mundialización de las economías». La globalización sólo puede ser de doble vía y no es el caso.
Los que sí se han globalizado son unos cuantos profetas, muy bien remunerados, de la ruina que se nos promete como progreso, del caos que se nos propone como futuro, y de la canalla falacia que se nos presenta como única verdad.
A Vargas Llosa le duelen los nacionalismos, especialmente aquellos que, a su juicio, obstaculizan la magia redentora de la globalización. Le duele el nacionalismo vasco, el irlandés, el latinoamericano que padece de «delirio de persecución atizado por el odio y el rencor hacia el gigante norteamericano», el nacionalismo que no se conforma con festejar el «renacimiento cultural regional, positivo y enriquecedor» y que, ingratos que son de las ventajas que ofrece el vasallaje, obstinados se empeñan en tener voz propia.
El mismo autor que observara con regocijo el surgimiento como naciones de Estonia, Letonia, Lituania, Eslovaquia, República Checa, Azerbaidján, Ucrania y tantas otras situadas al Este de Europa, se alarma ante la posibilidad de que en el Oeste del mismo continente el mapa geográfico también se fraccione y otros pueblos recuperen su espacio y su palabra.
Lo más sorprendente no es, sin embargo, que Vargas Llosa advierta nacionalismos gratos y nacionalismos ingratos, sino que descarte calificar como nacionalismos el francés que se niega a reconocer dentro de sus fronteras imperiales otras lenguas que no sean la francesa; o el inglés que en nombre de Su Majestad es capaz de cruzar el Atlántico para que siga ondeando su bandera sobre Las Malvinas; o el español que se declara como nación «una e indivisible». América Latina que sigue padeciendo de «paranoia ideológica» ni siquiera agradece los beneficios que que para su economía y desarrollo supone poder ofrecer a tan poderoso vecino del norte tierras fértiles en las que enterrar desechos químicos; islas que sirvan de entrenamiento para nuevos aviones bombarderos y bombas; o millones de consumidores para sus subsidiados productos mientras se habla de mercados libres.
La noción de identidad cultural es peligrosa, afirma Vargas Llosa mientras repasa el inventario de identidades culturales ya desaparecidas o en vías de extinción, porque «desde el punto de vista social representa un artificio de dudosa consistencia conceptual y, desde el político, un peligro para la libertad».
La Inglaterra en la que residió, la Francia que tanto visita, la España en la que anda, el avión en el que vive… no tienen, al parecer, ese problema de pretender mantener sus propias identidades, ni son éstas artificios de dudosa consistencia, ni mucho menos arriesgan la libertad.
Podría haber dicho también, aplicando la misma curiosa lógica, que lo que conocemos como personalidad del ser humano, aquello que confiere al individuo un carácter único y diferenciador, también es peligroso, y que los retos del nuevo milenio nos demandan un individuo sin rasgos propios, clónico y numerado, a salvo de «visiones parroquianas y mucho más adecuado a la realidad de nuestro tiempo», pero por ahí debe estar ya escribiéndolo.
El artículo lo cerraba con un párrafo que no tiene desperdicio: «Nunca antes, en la larga historia de la civilización humana, hemos tenido tantos recursos intelectuales, científicos y económicos como ahora para luchar contra los males atávicos: el hambre, la guerra, los prejuicios y la opresión.»
Tal parece que, además de tantos y tan variados recursos, nunca antes tuvimos tantos ineptos a cargo de esos recursos, porque esos males, que al decir de Vargas Llosa, parecen condenados a su desaparición ante el feliz empuje de un mundo globalizado, no sólo no dan muestras de fatiga, sino que multiplican sus devastadores efectos.
A pesar del optimismo del novelista, el número de hambrientos sigue aumentando su nómina, incorporando al 75 por ciento de los nacidos cada día en el amplio catálogo de miserables y desheredados de que dispone el planeta. A pesar del venturoso futuro que pregona este bien remunerado oráculo de la globalización, los recursos científicos se concentran básicamente en los Estados Unidos y en la Europa occidental.
De cada cuatro computadoras, tres se encuentran en los Estados Unidos y la que queda se la reparten europeos, africanos, asiáticos y latinoamericanos, a la espera de que se globalice su uso y puedan también acceder a Internet, pueblos que ni siquiera disponen de energía eléctrica.
A pesar de los hermosos augurios de Vargas Llosa con respecto a los medios existentes para evitar las guerras, éstas se multiplican por todas partes, gracias al repunte de la industria armamentista estadounidense y europea, y la violencia se convierte en crónica diaria de ciudades en la que no faltan pistoleros lactantes, como modernista expresión del futuro que nos aguarda.
Y ello, mientras se agotan los recursos del planeta, desaparecen los bosques y los ríos, la capa de ozono disminuye, el aire se torna irrespirable, y los seres humanos, atrapados en el engaño de un ficticio progreso, viven más solos y aislados que nunca, dedicados al único afán de sobrevivir a como dé lugar y por encima de quien pese, en una absurda porfía por ver quién es capaz de acumular más objetos y ruidos.
Cada vez parece cobrar mayor vigencia la advertencia con que el jefe indio Seattle se despidiera en una celebrada carta del presidente de los Estados Unidos: «Ustedes morirán sofocados bajo el peso de sus propios desperdicios».
Ignoro por dónde pueda venir la respuesta que el género humano necesita para recomponer la existencia en términos de equidad y de respeto, pero obviamente, esa falsa globalización que con tanto esmero defiende Vargas Llosa, sólo puede servir para acentuar todas nuestras desgracias y aumentar cuentas corrientes, como la suya.
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