En 1936, comenzó la guerra de España; en 1956, la contrarrevolución en Hungría. Veinte años decisivos que pasan sobre una familia obrera de Londres, militantes comunistas, revolucionarios. Van desde la militancia entregada, con manifestaciones y revueltas reprimidas por los policías, hasta la serie de desencantos que se van produciendo: desde la revelación de los crímenes […]
En 1936, comenzó la guerra de España; en 1956, la contrarrevolución en Hungría. Veinte años decisivos que pasan sobre una familia obrera de Londres, militantes comunistas, revolucionarios. Van desde la militancia entregada, con manifestaciones y revueltas reprimidas por los policías, hasta la serie de desencantos que se van produciendo: desde la revelación de los crímenes de Stalin hasta el Budapest del cardenal Mindszenty. La sociedad de consumo, la leve mejora de las condiciones de vida en Londres durante ese tiempo, las represiones, les van haciendo abandonar poco a poco su ideal. A todos, menos a una: la madre de familia, que en un espectacular final creado por la directora de la función se ve en lo alto de la mesa que simboliza el hogar rodeada por todos en sillas de ruedas, inválidos mentales, arengándoles a todos. A nosotros, los espectadores que les rodeamos por una disposición especial de nuestras butacas: la lucha no ha terminado. No hay que ceder, no hay que pactar…
Representa al autor, y representa, según él, al revolucionario, al oprimido, al engañado por el «sistema»: al que debe seguir combatiendo a pesar de todo. Rasgos de la autobiografía de Wesker aparecen continuamente repartidos entre varios personajes. Él, por ejemplo, fue el que marchó a París para trabajar de cocinero. Una historia que parece la de Orwell, cocinero en París (escribió luego La cocina) y revolucionario en Londres (Up and down London and Paris), y en la guerra de España. Wesker apareció en el escenario junto con los otros jóvenes airados de su época: pero él no renunció a sus ideas. En España esta obra fue estrenada al terminar el franquismo.
La directora Carmen Portaceli da una versión menos académica que aquélla. Elige la forma del teatro en redondo -una plataforma central rodeada por los espectadores- quizá por deseo de hacernos solidarios con lo que pasa en la obra. La solidaridad es uno de sus temas continuos: la «sopa de pollo con cebada» sirvió una vez para salvar la familia, cuando la aportó una vecina para ayudarles. Tiene, también, una tendencia brechtiana: ciertas coreografías, ciertas canciones, algunos movimientos histéricos de los actores, parecen destinados al distanciamiento, mientras el texto y el escenario redondo incitan a la solidaridad. Los actores actúan con esa naturalidad necesaria en el tema, y especialmente Pilar Martínez, con su discurso final. Todos merecieron las ovaciones del público.