Pocas cruzadas han conseguido abrirse paso con tanta fuerza y en tan poco tiempo como las dirigidas contra el burka o el niqab, dos prendas que ocultan de manera completa o parcial el rostro de algunas mujeres musulmanas. En una de sus últimas apariciones preveraniegas, el ministro de Justicia, Francisco Caamaño, anunció la restricción […]
Llama la atención, de entrada, que las iniciativas a favor de la prohibición del burka o del niqab hayan surgido de una plataforma de extrema derecha en Catalunya, o que sus principales valedores en el ámbito autonómico y estatal hayan sido las fuerzas políticas conservadoras. Ninguna de estas se ha destacado por impugnar otros velos menos visibles y más interiorizados culturalmente, como los hábitos de las monjas de clausura o ciertas imposiciones de la moda que están detrás de buena parte de los fenómenos de anorexia y bulimia existentes en nuestras sociedades. Tampoco han sido las primeras a la hora de denunciar el carácter patriarcal que subyace a fenómenos como la penalización del aborto, las diferencias salariales entre hombres y mujeres o, en general, la llamada feminización de la pobreza. Tampoco han propuesto, como alternativa, dar voz y poder a las migrantes musulmanas propiciando, por ejemplo, su acceso al derecho de voto y a otros derechos sociales y políticos. Más bien, su celo feminista y laicista sólo parece activarse contra el fanatismo de algún clérigo islamista. En cambio, permanece ciego a otros abusos perpetrados por el Estado, el mercado u otras iglesias, como la católica, que por su propia posición institucional debería ser objeto de un escrutinio mayor.
Ciertamente, la hipocresía del mensajero no implica la falsedad del mensaje. El burka es una forma flagrante de humillación de la mujer, cuyas diferencias con otros velos parciales como el hiyab, la shayla o el chador son evidentes. Que se trate de un caso "extremo" explica, en parte, que la cruzada prohibicionista impulsada por los partidos conservadores haya sido secundada por fuerzas situadas a su izquierda, comenzando por algunos miembros del PSOE. Desde estos sectores, se ha recordado que el burka es una suerte de "prisión ambulante" que vulnera la dignidad de las mujeres. A ello se ha sumado también un argumento de orden público: al cubrir su rostro, impide que puedan ser identificadas a la hora de acceder a ciertos servicios sociales o instituciones públicas.
A pesar de su aparente razonabilidad, estos argumentos presentan varios problemas. Prohibir el burka por su carácter objetivamente discriminatorio puede entrar en conflicto con la libertad de las propias mujeres que, voluntariamente, decidan llevarlo. En estos casos, y aunque se funden en cánones patriarcales execrables, las manifestaciones públicas de opiniones o creencias religiosas se encuentran protegidas, entre otros, por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Así, mientras quitar los crucifijos en las aulas sería obligatorio para un Estado que se defina como laico, la prohibición generalizada del atuendo islámico está reñida con la dignidad de las personas que libremente decidan seguir su tradición, su cultura, sus valores o creencias. Esta es, de hecho, la opinión que en Francia ha emitido la más alta jurisdicción administrativa del país, el Consejo de Estado, frente al proyecto de ley de Nicolas Sarkozy.
Naturalmente, no es lo mismo que una mujer lleve el velo por voluntad propia que por sufrir coacción de la comunidad, el marido, el padre o el hermano. Pero tampoco aquí está claro que la prohibición sea la mejor alternativa. Cuando lo que coacciona es el entorno cultural, la emancipación no puede lograrse esgrimiendo una supuesta superioridad civilizatoria y lanzando a la Policía contra las víctimas, sino favoreciendo la discusión crítica, la persuasión y, sobre todo, otorgando poder político y social a las propias mujeres. Cuando lo que hay, en cambio, es un ejercicio de violencia directa sobre estas, lo lógico sería preocuparse en actuar penalmente contra quien la ejerce, pero no empeñarse en multarlas y obligarlas a cambiar de vestimenta.
Es verdad, por otra parte, que el velo integral puede estar reñido con la necesidad de identificarse en ciertos lugares. Pero esto pasa también con otras prendas y atuendos, como una máscara, una gorra o un pasamontañas. Para garantizar la seguridad, por tanto, no hace falta recurrir a una prohibición específica, con evidentes sesgos discriminatorios: bastaría con una prohibición genérica de ocultamiento de rostro, como ocurre, de hecho, con los protocolos de seguridad que obligan a cualquier persona, hombre o mujer, musulmana o no, a identificarse, por ejemplo, cuando acude a un hospital, a una comisaría o simplemente a recoger a sus hijos de la escuela.
En realidad, cuando se oye a los partidarios de la prohibición del burka o del niqab, es imposible ocultar la sensación de que se está ante una iniciativa electoralista, a la que poco y nada preocupa la emancipación de las mujeres. Hace ya algunos años, se dijo que la guerra de Afganistán liberaría a las mujeres del burka y de otros lazos opresivos. A la luz de los nefastos resultados de aquella empresa, sería de necios emular la operación en nuestros barrios y ciudades. En un contexto de creciente islamofobia, una decisión así sólo agregaría más violencia a la ya existente, al tiempo que consolidaría los dobles raseros y los velos invisibles que atraviesan nuestras sociedades. Como en tantos otros casos, las mujeres más vulnerables serían las más perjudicadas.
*Gerardo Pisarello y Jaume Asens son juristas y miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/2318/velos-invisibles/