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¿Hacia una “Misión Anticorrupción”?

Venezuela: ¿cómo enfrentar la corrupción?

Fuentes: Rebelión

[email protected] Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Albert Einstein En su histórico discurso del 17 de noviembre del año 2005 en la Universidad de La Habana, Fidel Castro, pasando revista a décadas de construcción socialista, se abría un interrogante con el que invitaba a los cubanos y a todos los revolucionarios del […]

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Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.

Albert Einstein

En su histórico discurso del 17 de noviembre del año 2005 en la Universidad de La Habana, Fidel Castro, pasando revista a décadas de construcción socialista, se abría un interrogante con el que invitaba a los cubanos y a todos los revolucionarios del mundo a ver el futuro de esa revolución en particular, y de todas las luchas populares en general. Adelantaba allí, para malestar de muchos incluso, que el peor enemigo del proceso de transformación social no está tanto en la agresión imperialista sino en las propias flaquezas de la sociedad; o si se quiere: de los individuos. Dicho de otra manera: la revolución podría revertirse debido a tendencias internas, a una restauración de viejas formas, a recaídas en eternos «errores». Es decir: el capitalismo, por atavismo cultural, lo llevamos hondamente metido todos, y es muy posible que nos salga por los poros en cualquier momento. Lo cual introduce, o al menos enfatiza de un modo privilegiado, un componente muchas veces dejado a un lado: el factor subjetivo, lo ético. La sociedad, y por tanto también la revolución, están hechas por individuos; sin el individuo no cambia, no hay cambio social posible. Dialéctica compleja, por cierto, pues para que el individuo cambie, también debe cambiar el marco social que lo constituye.

Por años en el campo de la izquierda se vivió la bienintencionada -¿ingenua quizá?- fantasía que el cambio de dirección política de la sociedad era la garantía para la construcción de un modelo nuevo de justicia social. La experiencia del socialismo real mostró, a veces en forma patética, que ello no es forzosamente así. 70 años de socialismo en Rusia no impidieron la restauración capitalista de fines del siglo XX. Revolucionar algo es más difícil de lo que se creía.

Sólo para graficarlo con un ejemplo -uno entre tantos, sin dudas numerosísimos, que se podrían presentar- tomemos lo recientemente informado por la Agencia «China Roja», de la República Popular China (lo cual no es novedoso, porque continuamente se escuchan noticias de este tipo en ese país): «Entre agosto de 2005 y junio de 2006, se vieron implicados funcionarios en 3.128 casos de sobornos comerciales, por valor de 968 millones de yuanes (121 millones de dólares USA), según un reciente informe de la Comisión Central de Control Disciplinario del Partido Comunista de China. A comienzos de mes, el ex vicepresidente del Comité Provincial de la Conferencia Consultiva Política de Anhui, Wang Zhaoyao, fue sentenciado a muerte [por casos de corrupción]. Con las últimas destituciones y condenas penales de altos cargos gubernamentales, Beijing está lanzando un claro mensaje a la clase política y es que no consentirá la corrupción entre sus filas. La educación ética (…) desempeñará un papel fundamental en la lucha contra la corrupción en los próximos años». China lleva ya más de medio siglo construyendo su socialismo -en el último tiempo con características muy especiales que dieron lugar a una supuestamente controlada economía capitalista paralela- y más allá del trabajo ideológico y la educación ética, siguen dándose lacras que se supondrían superadas. Aunque hay pena de muerte contra ella, la corrupción continúa. Y por lo que se ve, en buena cantidad.

¿Es entonces imposible enfrentar ese flagelo?

El caso de Venezuela, donde apenas van unos años, ni siquiera una década de revolución bolivariana, la situación de corrupción como cultura generalizada sigue siendo algo común, cotidiano, normal en la vida social. ¿Habrá que implementar la pena de muerte para combatirla? Pero por lo que vemos, en China eso no alcanza. ¿Qué hacer entonces?

Lo adelantado por Castro en ese famoso discurso -que justamente por tratar ese tema fue histórico- nos pone en alerta respecto a ese grave problema: el peor enemigo de las revoluciones, de los cambios sociales, de las grandes transformaciones en nuestros paradigmas, está en nosotros mismos. Revolución quiere decir cambio, cambio profundo; y si no cambia el sujeto de la historia, si no cambia el individuo que lleva adelante esos cambios, no es posible ninguna transformación real y sostenible.

La corrupción, como tantas conductas que tenemos los humanos, es algo que, aunque no esté presente todo el tiempo, es siempre posible, puede aparecer en algún momento. Cuándo, cómo y por qué se dispara, no importa. La experiencia muestra que en cualquier sociedad compleja, en cualquier parte del mundo, es posible. Excluyamos los grupos menos desarrollados, aquellos que aún viven en estadios pre-industriales, incluso en condiciones pre-clasistas donde su misma estructura social no necesita la corrupción como «mecanismo» de sobrevivencia: grupos neolíticos en las profundidades de la selva amazónica, o en Australia. Pero esos grupos son excepcionales. Lo que la constatación empírica muestra es que en cualquier lado es posible que aparezcan actos corruptos, en el Norte próspero o en el Sur empobrecido, blancos y negros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, civiles y militares, heterosexuales y homosexuales. Y también la experiencia del socialismo real nos lo evidenció. De ahí la rudeza del famoso discurso de Fidel Castro al que hacíamos alusión.

En la República Bolivariana de Venezuela, que durante largas décadas del siglo XX vivió del más descarnado rentismo petrolero, la cultura de la corrupción está instalada en forma casi obligatoria. El «¿cuánto hay pa’ eso»? marca la cotidianeidad de las relaciones interpersonales desde hace años. Ahora bien: ¿por qué esperar que la población que durante años vivió en medio de esos valores culturales -corruptela, facilismo, tráfico de influencias, sobornos (desde pequeños a enormes, para todos los gustos y bolsillos)- ahora «mágicamente» presente una ética revolucionaria inquebrantable? El presidente Carlos Andrés Pérez llegó a la primera magistratura amparado en la noción popular de «roba, pero deja robar». ¿Eso cambiaría por decreto de una semana para otra? Los mismos funcionarios públicos que nacieron, se criaron y envejecieron en los prejuicios de esa cultura rentista y de la corrupción y que ahora siguen siendo parte del aparato burocrático estatal; y por otro lado, la misma población que nació, se crió y envejeció bañándose en esa cultura de la corrupción, toda esa masa de población acostumbrada desde siempre a pagar para evitar hacer una cola, para conseguir cualquier papel o para caminar tranquila por la calle, ¿cómo y por qué ahora, por arte de magia, podría desplegar una nueva moral socialista en apenas unos pocos años de revolución? Si fue lo usual por décadas pagar para conseguir favores, para obtener un pasaporte o una licencia de conducir, para entrar a una empresa importante o para obtener un título en un colegio o en la universidad, ¿cómo y por qué va a desaparecer eso si es ya cultural, está metido en el imaginario? ¿Dejaría un ruso de tomar vodka por decreto, o un japonés abandonaría el arroz o las artes marciales por una nueva disposición gubernamental? De la misma manera funciona la cultura de la corrupción. ¿Por qué habría de cambiar por decreto?

Lo vemos en China, que con más de 50 años de ejercicio del poder de un Partido Comunista férreo y pena de muerte instaurada y aplicada regularmente, la corrupción no termina, ¿cómo pensar que ya hubiera terminado en Venezuela?

De todos modos esto, dicho así rápidamente, podría sonar a tonto consuelo. Y obviamente no se trata de eso. Partimos del reconocimiento de una realidad: que la cultura de la corrupción es parte de la cotidianeidad de los venezolanos y venezolanas, pero ello sólo para ver qué hacer de aquí en más. ¿Pena de muerte? ¿Formación ideológica? ¿Educación en una nueva ética? ¿Más control por parte del Estado? ¿Castigos ejemplares a funcionarios corruptos? ¿Grandes campañas mediáticas contra la corrupción? ¿Una «Misión Anticorrupción»?

No es fácil dar un manual; quizá, incluso, es imposible. Tal vez una combinación de todos o algunos de esos factores. El presidente Chávez dio un buen ejemplo el día de las últimas elecciones, el pasado 3 de diciembre, yendo a votar él solo, sin guardaespaldas, en un modesto carro popular, sin todo el aparato que habitualmente acompaña a los jefes de Estado. ¿No se puede ser funcionario público de jerarquía si no se tiene chofer, guardaespaldas… y amante? La apuesta es que sí, pero evidentemente un decreto no basta para lograrlo.

Aunque no haya «una» solución a este problema humano de la corrupción, lo importante es -como sin dudas ahora se está haciendo en Venezuela- plantearlo en la agenda nacional como un tema de vital importancia. Tal vez angustie un poco saber que no hay recetas mágicas y que este tipo de problemas no se solucionan en unos días, con un decreto ni con grandes inversiones en infraestructura. Quizá la frase de Einstein nos pueda ayudar a caminar en este campo minado: «es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio». Pero lo importante es ponerse en marcha, aunque no sepamos bien cuánto tiempo y esfuerzo demande el cambio.

La idea de una «Misión Anticorrupción», con sus peligros obvios -puede terminar siendo una oficina burocrática más, también corrupta- es una interesante idea. Lo importante es que el tema sea puesto sobre la mesa. Y eso es lo que está sucediendo hoy día en la Revolución Bolivariana. Si es cierto que el movimiento se demuestra andando, pues: ¡andemos!