Hace unos años, cuando ya había desaparecido la Unión Soviética, vi un documental que me hizo repensar las largas discusiones que durante largos años habíamos tenido en Europa sobre la naturaleza del socialismo a propósito de lo que creíamos saber que estaba pasando Rusia, China, Cuba, Vietnam, etc. En el documental, un periodista, no recuerdo […]
Hace unos años, cuando ya había desaparecido la Unión Soviética, vi un documental que me hizo repensar las largas discusiones que durante largos años habíamos tenido en Europa sobre la naturaleza del socialismo a propósito de lo que creíamos saber que estaba pasando Rusia, China, Cuba, Vietnam, etc. En el documental, un periodista, no recuerdo ahora si inglés o alemán, preguntaba a un viejo campesino de un país euro-asiático por qué en su pueblo se habían hecho comunistas al final de la primera guerra mundial.
El viejo campesino contó esta historia: «Llegaron aquí unos funcionarios de la lejana Moscú y nos dijeron que se había acabado la era del capitalismo y empezaba la era del socialismo. Y nosotros, que teníamos noticia de que allí habían acabado con el régimen de los zares, les preguntamos: Y eso del socialismo, ¿qué es? Uno de los funcionarios llegados de Moscú nos lo explicó: El socialismo -nos dijo- es vivir en comunidad, labrar las tierras en común, producir en común y repartir equitativamente lo que se produce en la comunidad. El socialismo es todo eso y -añadió- poder trabajar la tierra con tractores que nosotros os vamos a traer para ahorraros esfuerzos».
Aquel viejo campesino concluyó instruyendo al periodista occidental: «Nos hicimos inmediatamente socialistas porque lo primero, lo de trabajar las tierras en común, es lo que veníamos haciendo desde siempre, y era bueno y justo continuar haciéndolo; y lo segundo nos pareció aún mejor: ellos nos traían los tractores que íbamos a necesitar para labrar la tierra y que produjera más».
El viejo campesino euro-asiático no había oído hablar todavía de las polémicas que en aquellos tiempos antiguos enfrentaban a los componentes del núcleo dirigente bolchevique. Apenas sabía nada sobre la discusión, entonces en curso, acerca de cómo había que denominar lo que se estaba haciendo en la URSS, si socialismo o proto-socialismo o capitalismo de estado dirigido por la clase obrera. Por aquel entonces muchos campesinos analfabetos, o casi, tenían una noción tan elemental como sólida del socialismo; identificaban socialismo con estas tres cosas juntas: pan, paz y consejos. Capitalismo, en cambio, era para ellos lo que habían sufrido en los últimos tiempos: hambre, guerra y disolución progresiva de la propia comunidad.
Esta visión del socialismo, que a la mayoría de los europeos parecerá hoy primitiva, se parece mucho al «comunismo solar» de Chevengur, la estupenda novela de Platónov que no pudo publicarse en la Unión Soviética estalinista. Y se parece bastante a la noción de socialismo que tuvieron los primeros narodnikis o populistas rusos, luego llamados socialistas revolucionarios. Tiene poco que ver con la noción de socialismo que hay en las obras de Marx y de Engels. Apenas un punto de contacto: la defensa emotiva de los valores de la comunidad (antes de su desestructuración) y la esperanza en que la clase obrera industrial con conciencia, que estaba construyendo otra comunidad, llegara a tiempo de salvar de la ruina a la comuna rural. Por eso la mayoría de los «pingos almidonados» europeos decretaron hacia 1919 que lo que decían y hacían los campesinos euro-asiáticos no tenía nada que ver con el socialismo. Prefirieron el concepto a los hombres, a lo que decían y hacían los hombres. Y por eso mismo uno de los pocos marxistas europeos que no quiso ser «pingo almidonado» escribió aquello de que la revolución rusa era en realidad «una revolución contra El capital» para luego manifestar su preferencia por la revolución sobre El capital.
De Gramsci dijeron casi todos sus colegas de entonces que no era marxista. Y, por supuesto, de los campesinos euro-asiáticos también, aunque éstos no se enteraron de la crítica. Tuvo que pasar mucho tiempo para que otro que tampoco quería ser «pingo almidonado», el poeta y novelista John Berger, en Puerca tierra, contara una historia de los campesinos que resisten, en la que hombres y concepto vuelven a aproximarse. Y estaba hablando de los campesinos de la Europa occidental. La historia de la vieja historia era tan nueva que John Berger se creyó obligado a poner al final de su relato un interesantísimo ensayito para explicar la supervivencia y resistencia de aquellos seres humanos que parecían haber desaparecido ya, tragados por la industria y engullidos por las megaurbes. Puerca tierra fue algo así como un aldabonazo. Y no porque cubriera de flores un mundo en disolución, sino porque, sin flores, descubrió a muchos que aquel mundo campesino no había muerto del todo y que los seres humanos que lo poblaban eran mucho menos primitivos de lo que había pensado la mayoría de los marxistas académicos.
Desde entonces, y han pasado ya varias décadas, algunos venimos pensando, por inspiración de John Berger y de Pier Paolo Pasolini, que las luciérnagas no se han extinguido del todo en todo el mundo, que las luciérnagas, si se me permite la metáfora, aún están ahí, al otro lado del mundo mediático, y son el equivalente, en un contexto que incluye la cordillera andina, el lago Titicaca, Monte Ávila y la zona amazónica, de aquello que los filósofos humanistas y urbanitas europeos suelen llamar «las Luces». Me di cuenta de eso una noche descansando al raso y mirando al cielo en el Pantanal, en el Mato Grosso brasileño. Vuelvo a pensarlo ahora, al pie del Monte Ávila, mientras escucho al poeta y ecologista Thiago de Melo. ¿Y si el socialismo del que vuelve a hablarse ahora en Venezuela, cuyos ecos llegan a La Paz, Guayaquil, Lima y El Pantanal, tuviera más que ver con las luciérnagas que ahí se reproducen a montones que con «las Luces» de los «pingos almidonados» europeos, incluidas «las Luces» de los marxistas académicos.
No creo que el socialismo del siglo XXI, del que se habla en Caracas y en La Paz, y por impulso del chavismo y de Morales, en algunos documentos de los sin tierra brasileños y en varios papeles de Vía Campesina, vaya a tener gran cosa que ver con la noción de socialismo que hemos elaborado en Europa. Lo intuyó ya Mariátegui, que anduvo por varios países europeos y luego pensó en ello. Y seguramente lo intuyó Guevara en la aventura boliviana que le llevó a la muerte. Pero hoy en día la cosa está aún más clara. Y por eso viene a cuento la historia de la memoria del viejo campesino euro-asiático con la que empezaba esta nota. Esa historia une el principio del «siglo breve» (la ilusión socialista) con su final (la crisis terminal del neo-liberalismo y el resurgir del ideal socialista). Si hay que reconstruir la noción del socialismo habrá que empezar por ahí.
Nosotros, europeos, estamos mal preparados para eso. Aún tendemos a llamar «socialdemocracia» (que fue el primer nombre del socialismo organizado) a lo que hoy es la negación sin más de cualquier proyecto socialista. Aún dejamos que se llame «socialistas» a partidos que hace décadas que perdieron la noción de lo que eso es. Aún llamamos «comunistas» a partidos políticos que se darían con un canto en los dientes si tuvieran un programa socialdemócrata de verdad. Y aún exportamos al oro lado del Atlántico libros, revistas y periódicos que dan por supuesto que se sabe en Europa qué es socialismo y que, en base a ese supuesto (y ocultando los intereses económicos de los «dadores de trabajo»), descalifican cualquier medida que se aproxime a la noción de socialismo del viejo campesino euro-asiático.
Pan, paz, libertad, consejos, tractores , electricidad, decían las pobres gentes de 1919 cuando hablaban de socialismo en comunidades y asambleas, en las calles y plazas. No digo yo que los campesinos sin tierra, los de Vía Campesina, los cultivadores de coca, los indígenas amontonados en los suburbios de las megaurbes, los ayer campesinos y hoy obreros en lo que salga, vayan a repetir esas palabras en la primera década del siglo XXI, o que tengan que repetirlas. No en la época de las parabólicas, de la robótica y de Internet. Claro que no. Pero si, como decía Juan de Mairena, hay que hablar, y hablar en serio, de «lo que pasa en la calle» y no de «los acontecimientos que suceden en la rúa», entonces lo primero que tiene que hacer el europeo amante del socialismo es preguntar en esos sitios e intentar traducir aquellas «pobres» palabras al lenguaje de los pobres (y proletarios de hoy). Probemos.
Pan quiere decir hoy, para quienes están abajo en la pirámide social, soberanía alimentaria. La base material del socialismo es hambre cero. Para erradicar el hambre hace falta soberanía alimentaria. Y, por lo que se ve en todos los países empobrecidos, para que haya soberanía alimentaria se necesita soberanía sensu stricto (o sea, independencia para redistribuir equitativamente los recursos disponibles).
Paz quiere decir, para esas mismas gentes, lo mismo que ayer: que el nuevo imperialismo en su competición capitalista por la obtención de beneficios rápidos no nos traiga la guerra o nos lleve forzadamente a ella (inventándose, preventivamente, enemigos que son sólo resistentes frente a la homogeneización cultural).
Libertad seguirá siendo, hoy como ayer, palabra clave de cualquier socialismo que se precie. Un día alguien se preguntó con razón: ¿libertad para quién? Pero habrá que prestar atención para no preguntar esto con ánimo liberticida, sino reconociendo aquello, tan sabido y tantas veces olvidado, de que la libertad es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos, y vinculando la libertad, como hizo el clásico, a la lucha por el pan, o sea, a la soberanía alimentaria: «Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo». O sea, en no habiendo cielo en el sentido religioso de la palabra, a las luciérnagas de hoy.
Consejos quiere decir hoy democracia participativa. Y, como ayer, andar atentos a lo dicen los dirigidos y a lo que hacen los dirigentes. Barrio adentro y barrio atento. Consejo fue palabra grande del socialismo y el concepto que expresa se tiene que conservar. Tal vez haya que llamar a la cosa de otra manera, porque el socialismo del siglo XXI, y particularmente en América Latina, tendrá que respetar otras lenguas y otras culturas –distintas de esta en la que estoy escribiendo–, pero en su concepto (deliberar y decidir desde abajo) está la clave de la democracia socialista.
¿Y qué decir de los tractores y de la electricidad del viejo campesino euro-asiático? Que cien años después eso no basta. Y no sólo porque el ecologismo social de los empobrecidos rechaza hoy la vieja loa al viejo productivismo. También por otra cosa, que es esencial y que diferencia a los campesinos sin tierra, a los de Vía Campesina, a los cultivadores de coca, a los indígenas amontonados en los suburbios de las megaurbes, a los ayer-campesinos-y-ahora-proletarios del viejo campesino de los confines euro-asiáticos: porque nadie, en el mundo andino, caribeño o amazónico, espera ya que vengan «los funcionarios de Moscú» a salvar la comunidad. Tiempo hubo y no lo hicieron.
El estado educador puede poner las bases del socialismo a través de micro-créditos concedidos a las mujeres pobres, potenciando cooperativas y misiones sociales en los barrios periféricos de la ciudad y en el campo, como lo está haciendo ya en Venezuela. Será en ellas, en las cooperativas, en las misiones, en los barrios dónde se decida acerca de las nuevas tecnologías (equivalentes del viejo tractor y de la ya vieja electricidad) que haya que emplear respetando el entorno y sobre el uso alternativo de esas nuevas tecnologías. Socialismo es también responsabilidad, social e individual. La responsabilidad se puede fomentar desde arriba. Para lo cual hay que dar ejemplo. Se materializa por abajo cuando el ejemplo de los dirigentes es bueno. Se pierde hasta la idea de la responsabilidad cuando se llama socialismo a la burocracia y a la corrupción.
Vuelvo, para terminar, a la alegoría del viejo campesino euro-asiático. Cuando se pregunta ahora a los moradores de esos lugares que se han visto beneficiados por las misiones sociales, la creación de cooperativos, los micro-créditos y los mercados alternativos subvencionados por el Estado, tal vez digan, ellos también, que socialismo es esto. Los europeos amantes del socialismo deberíamos comprenderlos porque quienes así hablan no habían visto nunca en su vida hasta ahora un médico que les tratara con dignidad, ni apenas una escuela, ni tenían otra noción del crédito que la negativa de los grandes bancos, ni otra noción del consumo que aquello que los otros, los de arriba, podían hacer y ellos no. «Socialismo» -dijo uno de los pobres latino-americanos, hasta ahora humillado y ofendido- «es haberse pasado años sin ver nada de lo que nos rodea y empezar a verlo gracias a una simple operación de cataratas financiada por el Estado con la ayuda de los médicos cubanos».
Marx contestaría: socialismo es mucho más que eso. Ahí falta la socialización de los medios de producción. Ahí falta la nacionalización de las grandes empresas. Ahí falta la abolición de la propiedad privada. Ahí falta una educación politécnica a la altura de los tiempos. Ahí falta empezar a superar la vieja división social entre trabajo manual y trabajo intelectual. Y, sí, falta. Pero necesitaríamos una operación de cataratas, también nosotros, si desde Europa no atendiéramos a las razones del viejo campesino euro-asiático y del pobre viejo latino-americano que se ha hecho chavista. Si el socialismo del siglo XXI quiere seguir dialogando con Marx, hay que contarle eso también a él. Ya sabemos que lo sabe, pero no en esta versión.