La derrota en el referendum sobre la reforma constitucional en Venezuela ha dado lugar a una rica discusión acerca de su evaluación y los modos de resolver la problemática que plantea. En la mayoría de los casos, los interrogantes se dirigen a encontrar el modo de preservar y profundizar las transformaciones sociales a las que […]
La derrota en el referendum sobre la reforma constitucional en Venezuela ha dado lugar a una rica discusión acerca de su evaluación y los modos de resolver la problemática que plantea. En la mayoría de los casos, los interrogantes se dirigen a encontrar el modo de preservar y profundizar las transformaciones sociales a las que han dado lugar los nueve años de gobierno de Chávez en el poder. O lo que es lo mismo, a visualizar cómo afianzar y extender una perspectiva revolucionaria que, a partir del país caribeño, se proyecta sobre nuestro continente.
Al discurrir sobre la derrota se han volcado argumentos explicativos de variado tipo, que van desde críticas al diseño de la campaña hasta fenómenos de corrupción, burocratización e inoperancia al interior del gobierno y de los organismos revolucionarios en general, pasando por la propia concepción y alcance de la reforma constitucional. También han ocupado un lugar importante los alertas sobre la falta de solución a los problemas concretos de la población, como el abastecimiento alimenticio, las carencias en materia de vivienda, la inseguridad, el deterioro de las «misiones». Y aquí y allá brotaron las advertencias sobre la creación de estratos privilegiados que se enriquecen mientras corean consignas revolucionarias.
Ese conjunto de factores seguramente jugó cada uno su papel, pero creemos que a ellos subyace algo más sustantivo, estructural, cuya comprensión es indispensable para analizar lo transcurrido y apuntar estratégicamente en dirección del futuro: La revolución bolivariana, como otros procesos progresivos latinoamericanos, está atravesada ella misma, su gobierno, su militancia, sus cuadros dirigentes, por la lucha de clases. Ese conflicto se proyecta, sin determinarla por completo, a la coexistencia entre concepciones diferentes, si no opuestas, de construcción política y social, al interior del propio poder «chavista».
Esto quiere decir que junto con una visión anticapitalista, basada en la iniciativa popular, radical en su concepción de la democracia de abajo hacia arriba, anidan en el proceso revolucionario tendencias proclives a coexistir indefinidamente con el capitalismo (o más pudorosamente economía de mercado) y a mantenerse en los cauces de la democracia representativa tradicional. Y esa diferencia decisiva no cursa por aceptar o no la denominación de socialista para el proceso, o por estar a favor o en contra de determinada nacionalización. Más bien atiende a si se asigna o no un lugar protagónico a las clases populares conscientes y organizadas; si se apunta consecuentemente a una transformación radical de las relaciones sociales. o sólo se aspira a la redistribución de la riqueza, la inclusión social y demás tópicos que, asumiéndolo explícitamente o no, dejan incólume la sustancia de la explotación capitalista.
Han brotado luego del referendum los llamados a la reconciliación, desde la oposición y sectores del oficialismo. La amnistía presidencial que acaba de beneficiar a partícipes del golpe de abril de 2002 y otros atropellos, y algunas declaraciones presidenciales, indican cierta propensión a aceptar ese rumbo desde la cúspide del aparato estatal. Esto podría avanzar hacia su consumación si se busca una política de pactos con los partidos opositores y se procura la alianza con una sedicente «burguesía nacional».
Habría que entender que la base para «reconciliarse» no puede ser otra que el estancamiento o el retroceso del proceso revolucionario, con la oposición en puja permanente por convertir el parate en reversión total, en desplazamiento del «chavismo» del poder, en retorno a una «normalidad» vaciada en el molde de la Colombia de Uribe o el México de Calderón. En el mejor de los casos quedaría en pie una política exterior moderadamente nacionalista, y cierto rumbo «desarrollista» de la economía. Vale decir, lo compatible con el umbral de tolerancia del núcleo de las clases dominantes y el imperialismo norteamericano para procesos «progresistas» en la región.
Allí está, sin embargo, el camino opuesto, aquél que en lugar de negociaciones o conciliación con gran capital y oposición, se dirija a ampliar la base social en las clases subalternas de la revolución bolivariana. A afianzar la identificación entre el proceso revolucionario, el rumbo estratégico que ha venido marcando el presidente Chávez, y las masas movilizadas y conscientes. Eso requiere la acentuación y extensión de todas aquellas medidas que mejoren el nivel de vida, junto con el compromiso y organización política de las clases populares. Y ello conlleva asumir que, más temprano que tarde, se confrontará con los intereses del gran capital local y extranjero, llegando a un nivel de no retorno, a un punto de definiciones para los que sustentan tomar un cauce «moderado». Esto no se define a través de una reforma constitucional o de cualquier otra iniciativa legal. Requiere la construcción de poder social desde las clases subalternas, la concentración de una capacidad contrahegemónica que cohesione y consolide el poder popular al mismo tiempo que debilite y en última instancia destruya, al poder de las clases dominantes. Es una batalla económica, política, social y cultural, que no puede emprenderse exitosamente sin una reforma intelectual y moral en el interior del propio «chavismo». Más temprano que tarde, se debe asumir que la propiedad privada de los principales medios de producción y las instituciones estatales construidas para mantener el poder de las clases populares limitado a la expresión periódica del sufragio, son por igual incompatibles con una transformación social radical.
Está claro que esa confrontación debe sostenerse, en decisiva medida, en organizaciones de base, conscientes y activas, que tengan todo que ganar en la radicalización revolucionaria, que puedan y quieran avanzar en la construcción de un poder político de nuevo tipo, que concluya por destruir las bases del antiguo estado, corroído por viejos y nuevos fenómenos de burocratismo y privilegio. Ellas pueden abrevar en las mejores páginas del proceso revolucionario venezolano, como han sido la exitosa resistencia popular a la tentativa de golpe, o al boicot económico. Y convertir las consignas gubernamentales de revisión, rectificación y reimpulso, lanzadas después del revés electoral, en un vigoroso torrente que desde abajo cohesione y amplíe el campo de los que están decididos a terminar con la explotación, la desigualdad y la injusticia.
Si la revolución venezolana arriba a victorias decisivas, a transformaciones irreversibles, la potencia expansiva de su ejemplo prestaría un envión importante a procesos como el boliviano, el ecuatoriano, y otros que puedan gestarse en el futuro cercano. América Latina vive una oportunidad histórica en cuanto a la posibilidad de encarnar una profunda desmentida al predominio absoluto e indefinido del poder del capital. El lugar que ocupa el trayecto a seguir por Venezuela en esa perspectiva es, a todas luces, decisivo.