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Venezuela: las piezas del puzzle bolivariano

Fuentes: Contrapunto de América Latina

Los medios que hoy día están a nuestro alcance para conocer con exactitud lo que ocurre a nuestro alrededor son más sofisticados que nunca y podrían permitirnos descubrir claramente la naturaleza efectiva de las realidad sociales. Sin embargo, quizá nunca como ahora hayan estado tan velados los fenómenos sociales que ocurren a nuestro lado. Los […]

Los medios que hoy día están a nuestro alcance para conocer con exactitud lo que ocurre a nuestro alrededor son más sofisticados que nunca y podrían permitirnos descubrir claramente la naturaleza efectiva de las realidad sociales.

Sin embargo, quizá nunca como ahora hayan estado tan velados los fenómenos sociales que ocurren a nuestro lado.

Los científicos sociales tienen a su alcance todo tipo de medios para estudiar la historia de nuestros días, los cambios que se están produciendo y la orientación en que efectivamente se realizan. Pero nada de eso proporciona un mínimo saber objetivo sobre la naturaleza de los episodios recientes, de modo que la controversia, que además suele hacerse permanente, tiende a ser bastante infundada y, por tanto, demasiado confusa.

Puesto que es evidente que este fenómeno, casi una especie de impuesto relativismo cognitivo, no es el resultado de la escasez de medios de conocimiento, no hay más remedio que achacarlo al hecho, creo yo que así mismo innegable, de que el análisis de las realidades sociales nunca estuvo tan influido como hoy día por intereses políticos, económicos, mediáticos y de todas clases que tratan de oscurecerlo y difuminarlo.

El caso del proceso de transformación social que se vive en Venezuela es una prueba paradigmática de esto.

Hay estadísticas suficientemente fiables, por ejemplo, que podrían mostrar sin lugar a dudas el uso que se hace de los recursos, los logros o fracasos del gobierno en materia económica, en asuntos como la lucha contra la pobreza, el suministro de servicios públicos o en la construcción de infraestructuras. Disponemos de películas, grabaciones, testimonios de todo tipo… que nos informan, la mayoría de las veces sin resquicio alguno para la duda, de lo que en realidad sucedió o sucede en hechos discutidos, en conflictos sociales, en muertes, asesinatos, o golpes de Estado… Pero a pesar de eso, no hay manera de que prevalezca una lectura objetiva de esos asuntos que contenga el mínimo común denominador que permita cierto acuerdo o consenso social sobre su naturaleza real.

Valgan solamente un par de ejemplos recientes sacados del diario español El País, especialmente útiles por venir de un medio que durante tantos años viene siendo una especie de «biblia» mediática para los sectores progresistas de habla castellana.

El día 27 de marzo de 2006 se publicaba en ese diario el primero de la que iba a ser una serie de tres largos artículos de «Investigación y Análisis» sobre el Gobierno de Hugo Chávez, serie que finalmente se quedó reducida a dos textos, al parecer, por las protestas que suscitaron sus escandalosos errores y su evidente falta de objetividad (1). Al inicio del primer artículo se afirma que «lo único que parece estar haciendo Chávez es continuar la triste línea de inmenso desperdicio de los ingresos por petróleo, desorganización e inversiones fracasadas que, en las últimas décadas, ha empobrecido al pueblo venezolano». Sin embargo, sólo unas líneas más adelante decía que las masas de pobres son «el sector de la población en el que Chávez está tratando de construir su base política mediante generosas inversiones en proyectos sociales». ¿Con qué debería quedarse, entonces, el lector?: ¿dilapida el gobierno de Chávez los ingresos petroleros o los invierte generosamente en proyectos sociales para las masas de pobres?, ¿o es que quizá se quiera hacer entender que una y otra cosa son lo mismo?

Un segundo ejemplo extraído del mismo diario progresista es el artículo más reciente de un intelectual de larga trayectoria de crítica al neoliberalismo y compromiso social (2) . En un texto de muy pocas líneas, Luis de Sebastián se refería al Presidente Chávez y al proceso venezolano para establecer que ni uno ni otro pueden considerarse como ejemplos de lo que hace o debe hacer la izquierda y lo hacía aplicándoles términos o juicios como los siguientes: «caudillos que se creen elegidos no por los ciudadanos sino por la Providencia», «sin una concepción integral y coherente de la sociedad que quieren crear», «ser de izquierda no consiste en lanzar a los desposeídos contra los ricos y a los impotentes contra los poderosos, y de ninguna manera es de izquierda sembrar el odio y la intranquilidad en la sociedad», «la izquierda moderna tiene que actuar dentro del marco de la democracia parlamentaria, en una pugna respetuosa con los demás partidos que compiten por el poder, sin ventajas, ni atajos, ni abusos», «el mesiánico Hugo Chávez se ha dedicado a sustituir los anteriores proyectos de integración en Latinoamérica por un ilusorio mercado bolivariano a través del chantaje del petróleo y el gas natural».

Si un pensador honesto, crítico de las políticas neoliberales y comprometido con lo que, al menos convencionalmente, llamamos izquierda en su versión más abierta, renuncia a los datos y a los hechos para razonar sobre lo que ocurre en Venezuela, como en este caso, a base de juicios de intenciones, de descalificaciones nominales o de faltas evidentes de veracidad, ¿cómo se forjará, entonces, la opinión de alguien que no comparta los principios que inspiran a quienes dirigen el proceso de cambio social en Venezuela?

Como es natural, con la reflexión que hago en estas páginas no trato, ni mucho menos, de solventar esa impresionante disonancia que desde el principio está asociada al proceso venezolano. Pretendo limitarme, simplemente, a exponer lo que a mi modo de ver son sus elementos cruciales, los que me parece hay que tener necesariamente en cuenta para comprender lo que allí viene ocurriendo. Aunque, seguramente, algunos de ellos resultarán también esenciales para explicar esa disonancia.

Una revolución compleja y paradójica

Las mayores dificultades para poder establecer puntos de acuerdo acerca de lo que realmente está ocurriendo en la Venezuela bolivariana de nuestros días provienen, sin duda, del conflicto de puntos de vista, de los intereses cruzados y del poder enorme de los medios de comunicación cuyos propietarios están directamente afectados por las medidas de gobierno que allí se toman.

Los medios y los grandes poderes oligárquicos que sintieron que se les expropiaba un país al que consideraban una propiedad más, han creado un entorno endiablado en donde no existe la ecuanimidad ni la serenidad necesarias para deducir los elementos objetivos que precisa el conocimiento riguroso de los hechos. Basta leer la prensa o ver los programas de televisión para comprobar que se difunden claves radicalmente diferenciadas que crean apariencias distintas de lo que es una misma realidad.

Los medios ocuparon el lugar de la oposición política y en lugar de proporcionar información se dedican a combatir al gobierno por todos los medios, manipulando la realidad según convenga a sus intereses en todo momento. La emisión de dibujos animados en abril de 2002 en lugar de informar a la población de que se estaba desmoronando un golpe de Estado debe pasar a la historia como uno de los grandes hitos en la historia de la manipulación de los medios de masas.

Pero aunque eso es un problema cierto que dificulta el hacerse una idea cierta de lo que viene ocurriendo en Venezuela no es solamente eso lo que ocurre.

Es verdad, también, que la propia revolución es compleja y muy paradójica, llena de tonalidades que producen sombras que pueden confundir fácilmente al observador.

El proceso político es compulsivo y lo primero que no es fácil dilucidar es si ésta es una característica buscada para mantener una constante pulsión movilizadora, una componente deseada de la estrategia del cambio social, o si, por el contrario, es más bien una calentura y, por tanto, una auténtica herida abierta en el proceso que terminará provocando, en un futuro más o menos inmediato, el cansancio, el hastío y con ellos la deserción y la desmovilización.

En cualquier caso, el movimiento acelerado y compulsivo del proceso de cambio político, económico y social que se vive en Venezuela dificulta su conocimiento. Se suceden y muchas veces se superponen las estrategias, los horizontes se redefinen casi constantemente, a menudo, sin que hayan cambiado las circunstancias que justificaron los anteriores. En apenas seis años y casi sin solución de continuidad se ha pasado de proponer cambios de naturaleza realmente moderada, orientados a lograr equilibrios básicos en la vida política, económica y social del país y que en realidad no afectaban a la estructura esencial del capitalismo allí existente (aunque, como señalaré más adelante, sí a la pauta de distribución y eso fue lo que inevitablemente lo hizo saltar velozmente hacia adelante), a orientarse hacia el llamado «socialismo del siglo XXI».

Por otra parte, en ese periodo se han producido cambios muy notables en la legislación y en el uso de los recursos. Su naturaleza es muy evidente e incluso sus primeros efectos, pero su complejidad y calado hacen que todavía sea casi imposible determinar su exacta profundidad, sus efectos reales a medio y largo y plazo, y, por supuesto, la sostenibilidad de los procesos en que se vienen basando.

La ausencia de una auténtica administración pública de los recursos hace que sea factible conocer el origen de los cambios pero mucho más problemático determinar hasta dónde han llegado verdaderamente y a quién han afectado de verdad. Eso es seguramente lo que contribuye a generar la contradictoria impresión que se tiene sobre lo que en realidad está significando la revolución bolivariana: muchos de los cambios no están todavía sino en su primitiva etapa de gestión conflictiva, siendo todavía meros proyectos de transformación social que no llegan a consolidarse como modificaciones reales de las estructuras sociales o económicas.

El problema, pues, es doble. La beligerancia política y mediática contra el proceso bolivariano siembra confusión y ruido pero sus propias debilidades internas y su desarrollo aún escaso impiden que pueda conocerse su naturaleza profunda y sus efectos reales sobre el bienestar social en la medida necesaria para generar en torno a sí todo el consenso y la confianza que sería deseable (3) .

Eso significa que para entender la revolución bolivariana, si es que de verdad se la quiere entender y no sólo combatir o defender por encima de cualquier otra consideración, es imprescindible afinar muy bien la perspectiva, contemplar desde muchos ángulos lo que está ocurriendo, despojarse de prejuicios y analizar lo que sucede con la generosidad de quien es consciente de la limitación de su conocimiento y con el rigor de quien no sólo percibe en el otro aquello que le conviene.

Naturalmente, si eso es una tarea extraordinariamente ardua incluso para el observador externo y más o menos imparcial, podemos fácilmente imaginarnos en qué medida será difícil de practicar cuando quienes tengan que hacerlo sean los propios protagonistas o afectados por esos cambios. Y eso es lo que lleva a que la revolución bolivariana transcurra con protagonistas (no solo de la oposición sino incluso dentro de las propias filas que lideran el proceso) que se enfrentan a una misma realidad pero que es percibida como radicalmente diferente por cada uno de ellos: la peor condición que puede darse para que los seres humanos convivan pacíficamente y lleguen a entenderse.

Algo más que un nuevo Presidente, la V República

Otro elemento que hay que tomar en consideración para entender la llamada «revolución bolivariana» es que su punto de partida radica en la completa degeneración del régimen político que había nacido en el llamado «Pacto de Punto Fijo» (4).

La mejor expresión de lo que éste significaba es el acuerdo elemental que unió a los partidos que, en virtud de ese pacto, se disputarían amigablemente el poder: nadie perderá aunque el otro gane.

Un pacto de esta naturaleza facilitó una alternancia política relativamente estable basada también en un reparto oligárquico de las rentas petroleras: las clases altas se beneficiaban principalmente de ellas, pero permitiendo que se produjese el «derrame» suficiente hacia las clases medias urbanas como para que estas legitimaran la situación al sentirse también como sus beneficiarias.

El problema apareció, sin embargo, cuando se fueron combinando, principalmente, tres circunstancias que los corruptos dirigentes políticos de la época no supieron anticipar. En primer lugar, un impresionante crecimiento demográfico; en segundo lugar, el uso irresponsable de los recursos sociales y, finalmente, una despreocupación de las clases dirigentes hacia la elemental redistribución de la renta y la riqueza social que hubiera podido garantizar una mínima e imprescindible legitimación y paz social.

Así, entre 1970 y 2000 la población aumentó de 10,7 millones de personas a 24,1, un incremento que iba generando una masas de pobres y marginados cuyas necesidades no se estaba dispuesto a satisfacer en lo más mínimo porque eso hubiera obligado a replantearse la distribución privilegiada de las rentas petroleras. Las clases dirigentes vivieron completamente de espaldas a este cambio, ignorantes de que ahí se encontraba el origen de un nuevo sujeto social que, antes o después, iba a exigir un lugar en la mesa donde se repartía el pastel.

El uso irresponsable de los recursos nacionales que hizo la oligarquía venezolana, e incluso gran parte de las clases medias, se manifestó principalmente en el continuado proceso de externalización de las rentas petroleras que, cada vez en mayor medida se situaban fuera del propio país. Sus estrategias completamente ajenas a las demandas básicas que planteaba incluso el más elemental modelo de desarrollo nacional se tradujeron, al mismo tiempo, en la evasión permanente de capitales (calculada entre los 80.000 y los 100.000 millones de dólares de 1974 a 2000).

Para colmo, las políticas neoliberales que comenzaban a aplicarse siguiendo las directrices de los centros del poder económico internacional agudizaban el problema, destruían tejido industrial, empobrecían la actividad productiva, externalizaban las fuentes de creación empleo y riqueza y terminaban por crear más y más pobreza,

El incremento de la población, la salida de capital y las políticas neoliberales que se fueron aplicando desde los años ochenta provocaron la continuada degradación de las condiciones de vida de la mayoría de los ciudadanos de un país que había llegado a tener una renta per capita igual o incluso superior a la de los países más avanzados de Europa occidental. El salario real descendió un 40% en ese periodo, la informalidad se adueñó del mercado de trabajo y eso provocó que el consumo per capita cayera en un 25%. Algunos estudios llegaban a cifrar el nivel de pobreza en el 70% de la población a finales de los años noventa (5).

La llegada al poder de Carlos Andrés Pérez, concebida como un cambio de rumbo para salir airosamente de la crisis que afectaba al régimen de la IV República, significó en realidad su definitiva condena de muerte. La aplicación contundente de las medidas neoliberales del Consenso de Washington produjo en muy poco tiempo efectos aún más traumáticos sobre las condiciones de vida de millones de personas. Empezaron a empeorar, no sólo para los grupos sociales hasta entonces más desfavorecidos sino incluso para cada vez más amplios sectores de las clases medias (6).

Las continuas movilizaciones que culminaron con las matanzas del llamado «caracazo» o la simpatía que despertaría el golpe fallido que protagonizó Hugo Chávez con otros oficiales fueron síntomas bien evidentes de que lo que se había podrido no era solamente un momento político sino todo un régimen y de que la salida no podía ser otra que su cambio radical.

Si fue sintomático que Hugo Chávez barriera a los demás candidatos en las elecciones de 1989, obteniendo en la primera vuelta el 56,2% de los votos, lo que realmente muestra el clima social y la contundente voluntad ciudadana que iba a inspirar los cambios que se avecinaban fue que la propuesta de iniciar un proceso constituyente para elaborar una nueva Carta Magna fuese aprobada poco más tarde con el 86,4% de los votantes.

Lo que se produjo en Venezuela, y lo que se viene dilucidando desde entonces, no fue solamente una alternancia o una simple modificación en la velocidad de crucero de la política sino el establecimiento de un nuevo espacio político.

Este cambio fue efectivamente deseado inicialmente por una proporción casi masiva de la sociedad (algo menor una vez que la Constitución se aprobara definitivamente) pero en su interior se contenían intereses y demandas implícitas de muy diferente signo y que pronto iban a comenzar a mostrarse como muy difícilmente conciliables. Sobre todo, cuando comenzó a hacerse evidente que el factor que estaba impulsando realmente los cambios que se estaban dando era la irrupción en la vida social de un nuevo sujeto colectivo formado por una masa ingente de desheredados que, hasta entonces, habían sido literalmente excluidos de todo tipo de participación en la vida pública, que no habían participado en «el derrame» y que a partir de ahora iban a comenzar por demandar, primero, su espacio correspondiente en la vida política e, inmediatamente después, una parte privilegiada en el reparto de la renta. Lo primero se lo iba a dar la nueva Constitución que erigiría a ese sujeto innominado en sujeto político. Lo segundo, las políticas sociales que tratarían de darle al sujeto político todos sus derechos económicos y sociales.

La irrupción de ese nuevo sujeto es lo que no ha sido ni bien entendida ni, mucho menos, bien aceptada, por quienes habían considerado que la situación de exclusión era un problema menor y consustancial a la sociedad venezolana y, por tanto, por quienes creyeron que los cambios que iban a producirse no iban a afectar a la pauta de distribución de los recursos sociales..

La comprensión de este fenómeno es también crucial para entender lo que desde fuera se percibe que ocurre en la Venezuela bolivariana: dos sociedades que no se reconocen una a la otra o que ni siquiera desean admitirse como parte integrante de un mismo espacio social y político. La de los beneficiarios de un régimen de privilegios y de sosiego tan aparente que creyeron real, y la de los advenedizos. Por un lado, la gente guapa de los comercios y los aviones dispuestos a salir para Estados Unidos a cualquier hora, la de las cuentas en dólares, la de las urbanizaciones cerradas y la de los bares elegantes abiertos sin parar, la gente bien de Caracas y su secuela de profesionales, profesores, médicos, abogados, comerciantes, o contables… Por otro, los buhoneros, los trabajadores de mil oficios, los habitantes de los cerros, los negros, los desclasados, los campesinos pobres, o simplemente lo que se hartaron de seguir viviendo como antes. Cualquiera puede apreciar el desprecio, la lejanía, la brecha abierta, incluso el racismo que destilan las relaciones sociales y el abismo que hay entre ambos.

De esa desigualdad nace un clima enrarecido en donde se hace muy difícil alcanzar el diálogo y el reencuentro y que la sociedad se entienda y se perciba en su compleja totalidad, como una sola parte aunque en su interior esté diferenciada. Una tarea que está resultando prácticamente imposible conseguir en Venezuela.

Y de ahí nace uno de los elementos problemáticos de la revolución bolivariana que la hace sufrir una tensión sin descanso, que la obliga a vivirse como un pulso permanente, en el ínterin de una amenaza constante, en un íntimo y continuo sobresalto.

Otra Constitución, una nueva democracia

Lógicamente, la revolución bolivariana no puede ser entendida sin considerar el papel de la Constitución, que es extraordinariamente complejo y muy distinto al que en otros países desempeñan estas normas superiores. De hecho, algo que siempre y a cualquier observador seguramente debe haberle sorprendido fue el sentimiento de propiedad que las clases populares tuvieron del nuevo texto constitucional desde que comenzó su gestación.

La Constitución bolivariana iba a ser el texto que reconociera nuevos derechos (por ejemplo a los indígenas, a las mujeres, a todos los ciudadanos), nuevas formas de propiedad y gobierno de la economía, nuevos poderes (el Ciudadano y el Electoral), procedimientos novedosos de revocación de todas los cargos electos, una nueva estructura del Estado, nuevos regímenes y procedimientos de representación política, incluso un nuevo lenguaje. Pero, sobre todo, iba a ser la base un nuevo tipo de democracia, más directa que indirecta y más participativa, y que, sin renunciar (como efectivamente ocurre a pesar de las acusaciones verdaderamente injustas por infundadas que proliferan) a la democracia formal al uso en el resto de los países, avanza en nuevas formas de protagonismo civil. La nueva Constitución supuso un doble avance político y social en Venezuela.

Por un lado, proporcionó instrumentos para una vida mucho más democrática, que vienen siendo utilizados no sólo por el Gobierno sino -como ocurriera con el referendum revocatorio, o con la mayor independencia de los poderes judicial o electoral- por la propia oposición que luego se deshace en crítica a la democracia existente. Por otro lado, la Constitución -y el desarrollo normativo que ha tenido en este sentido- ha servido para encauzar la participación política de los ciudadanos en moldes más flexibles y auténticos que los de la tradicional maquinaria electoral o de los partidos políticos (que, de hecho, apenas si se mencionan en el texto constitucional). Se han impulsado y creado estructuras participativas en forma de comités, asambleas u organismos más abiertos y descentralizados que lógicamente confieren mucho mayor protagonismo a la voluntad ciudadana, en tanto que esta no queda encorsetada en los aparatos o procesos de participación política tradicionales.

Esto último es lo que ha podido ir configurando como sujetos políticos en acción, como titulares de derechos y portadores de capacidad de decisión, a los meros rebeldes que creó la IV República y que habían ido adquiriendo carta de naturaleza como titulares de derechos y obligaciones a medida que avanzaba el proceso.

Uno de los hechos políticos más significativos y quizá menos conocidos o incluso mal valorados de la revolución bolivariana es el simple acto de conceder la «cédula», la documentación civil necesaria para existir como ciudadanos o ciudadanas, a millones de hombres y mujeres que, hasta entonces, sencillamente no lo eran a efectos de las relaciones civiles más elementales. Se estima que antes de que se pusiera en marcha la Misión Identidad (encargada de resolver ese problema de cedulación) tenían problema con su cédula 8 de cada 10 venezolanos, mientras que ahora esos problemas afectan a menos de 2 de cada 10. Sólo entre octubre de 2003 y octubre de 2004 se tramitaron 8.212.659 de cédulas a los venezolanos que necesitaban adquirir su documento de identidad o simplemente no estaban registrados.

Es frecuente oir decir que esta medida se hizo para que los pobres votaran a Chávez sin percatarse ni valorar que antes de ello no podían votar ni al actual presidente ni a nadie.

Sin tomar en consideración el sentido de autopertenencia y autoestima civil que supone el mero hecho de poder ser identificado como ciudadano, no se entiende que el efecto primero de la Revolución Bolivariana fue propiciar el alumbramiento (para muchos inesperado) de un nuevo sujeto político venezolano.

La Constitución bolivariana responde o contiene, por tanto, dos grandes lógicas. Una, la que inspira la arquitectura formal de los poderes, la lógica institucional que por definición es más rígida y predecible. Otra, la lógica de la participación, la que inspira la nueva democracia «protagónica» y que también es por naturaleza más flexible, menos formal y más dúctil, menos dada al control y poco susceptible de ser encorsetada en los aparatos formales.

Se trata de un binomio que enriquece la democracia pero que la hace compleja y más difícil de vivir y ejercer porque, como señalan los constitucionalistas, tiende a crear problemas de conciliación, sobre todo, cuando uno de los sujetos, carente y deseoso de los privilegios que históricamente han correspondido a otros grupos sociales, tiene prisa por disfrutarlos en igualdad de condiciones (7) .

El problema principal que plantea este nueva dimensión de la democracia es que, en la medida en que quiere hacerse más auténtica por ser más protagónica, necesita ser más deliberativa y, por tanto, esencialmente inclusiva y nunca exclusiva. Pero eso requiere el que toda la sociedad acepte el marco de juego democrático. La trágica paradoja de la democracia (que tan crudamente se está viviendo estos años en Venezuela en medio de una gran incomprensión exterior) es que ninguna puede llegar a serlo cuando alguna parte implicada se arroga el derecho a excluirse si lo deliberado o decidido no le satisface, lo que quiere decir que quien no quiere la democracia tiene un poder efectivo para hacer que la democracia, si no les complace, no llegue nunca a serlo.

En las últimas elecciones legislativas celebradas en Venezuela el poder electoral aceptó prácticamente todas las exigencias de la oposición pero, incluso así, ésta decidió retirarse: después de la votación su discurso es que en Venezuela no hay legitimidad democrática a través de las urnas porque la oposición no está representada. Y lo que es peor no es esa retórica, sino que, al no estar representada, la democracia efectivamente se resiente.

En cualquier caso, los problemas que acabo de plantear se refieren naturalmente a los que ha de resolver, entre demócratas, un proceso que se abre a un nuevo tipo de democracia. Pero la situación es otra aún más compleja desde el primer momento en que las viejas oligarquías optan expresamente por destruir la propia democracia mediante el golpe de Estado de 2002 (llamado «vacío de poder» por el poder judicial que la oposición acusa de estar al servicio del gobierno), por el golpe petrolero de 2003-2004 o por los continuos actos de sabotaje y agresión que en cualquier otro país serían calificados como simples acciones terroristas pero que, tratándose de Venezuela, se contemplan con simpatía o reciben el apoyo, sobre todo, de Estados Unidos.

Todo ello es lo que hace que en lugar de que la constitución como sujeto político de una parte de la sociedad que el régimen anterior había condenado al ostracismo y a la exclusión social se perciba como un (necesario) momento superior de la democracia, ese trance se convierta en un motivo de ruptura y negación de la democracia.

La inclusión de los desheredados en la polis se concibe como una negación de la democracia. Pero, obviamente, no porque su carácter incluyente la haga menos «democrática, sino porque la presencia de nuevos sujetos obliga a modificar el criterio de reparto y disfrute de los derechos y libertades que, hasta entonces, habían sido exclusivos de los privilegiados.

El nuevo sujeto político, un sujeto de derechos sociales

Desde que en Venezuela se inició el cambio revolucionario que lidera Hugo Chávez, se ha producido un proceso que es innegable: la transformación sustancial en la pauta distributiva que siguen las políticas estatales, incluso teniendo en cuenta la brecha que en este aspecto abrió en su día el golpe de Estado y, más adelante, el paro petrolero.

Los adversarios del proceso de cambio suelen argumentar que lo ocurrido es, simplemente, que el gobierno de Hugo Chávez se encontró con una fase de precios del petróleo muy elevados que le ha permitido hacer enormes dispendios y elevar el gasto público.

Pero eso no es la verdad.

Según los datos que proporciona el Ministerio de Economía y Finanzas, los ingresos petroleros que se recibieron en 2003 fueron, en términos reales, aproximadamente la mitad de los que se registraron en 1974. Respecto a los que se recibían en el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, no alcanzan ni el 27%. Unos porcentajes que han mejorado en 2005 y 2006 pero que aún quedan lejos de los de aquellos años de la «Venezuela saudí», sobre todo, si se tiene en cuenta que la población prácticamente se ha duplicado en esos últimos 32 años.

Cuando Chávez ganó las primeras elecciones, el ingreso fiscal de la renta petrolera fue el menor de la historia, una de las circunstancia que indujo a una doble estrategia: procurar unos precios internacionales más justos y una asignación menos dilapidadora de la renta de la empresa petrolera nacional (PDVSA) al Estado.

En cualquier caso, es un hecho innegable de que la principal riqueza de Venezuela es el petróleo y, por tanto, la cuestión que hay que discutir es la del destino que se la ha dado a sus frutos y cómo se distribuyen los ingresos que genera, porque es natural que los principales recursos de un estado petrolero sea esos y no otros. Otra cosa es, como analizaré más adelante, en qué medida se utilizan esos recursos para avanzar hacia un modelo de crecimiento menos dependiente de un recurso que es agotable y más sostenible a largo plazo. Los ejes de esa nueva pauta redistributiva han sido la alimentación, la salud, la educación y, en general, todos los gastos sociales.

Como puede verse claramente en el cuadro que acompaña a estas líneas, el peso del gasto público total en el PIB ha aumentado 5,4 puntos y el del gasto social 3,9, mientras que los incrementos que han registrado los diferentes conceptos de gasto real por habitante (más significativos de su beneficio final sobre las personas que del esfuerzo del estado para financiarlo) son aún más importantes. En todo el periodo ha ido aumentando el esfuerzo realizado por el Estado para financiar los gastos sociales, lo que se mide por el porcentaje que representan sobre el PIB.
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Lógicamente, ese mayor gasto es lo que ha permitido que millones de ciudadanos que antes no disfrutaban apenas de ningún derecho social hayan comenzado a ser sus titulares. Sin tratar de realizar aquí un análisis exhaustivo de esos logros (que pueden consultarse en las estadísticas oficiales o en las de los organismos internacionales (8)), se puede destacar la alfabetización de más de un millón y medio de personas, la inclusión de tres millones en las diferentes etapas del sistema educativo, o el aumento del 83% de la matrícula en la enseñanza preescolar, del 13% en la básica o del 55% en la media.

Por otro lado, la puesta en marcha de Misiones sanitarias (principalmente la de Barrio Adentro) ha permitido realizar del orden 70 millones de actuaciones y establecer 20 millones de tratamientos.

Del avance que esto supone es un buen ejemplo un dato que me proporcionó en alguna ocasión el propio Presidente Chávez y que no he visto después publicado: quirófanos ambulantes que actuaban en las zonas más pobres estaban realizando en una semana el mismo número de pequeñas operaciones que antes se realizaban en siete años.

Han sido más de cien mil las personas que, en mayor o menor medida, han vuelto a ver y muchos más las que han sido curadas de dolencias antes crónicas, y millones las que han comenzado a tener atención médica asegurada por primera vez en su vida.

En el campo de la seguridad alimentaria destaca la actuación de los mercados populares de alimentos (MERCAL) que han proporcionado productos alimenticios de diferentes clases con descuentos de entre el 25 y el 50% a más de quince millones de personas, hasta el punto de que es cada vez más habitual que las propias clases medias los usen cada vez más frecuentemente.

Hay que tener en cuenta, además, que al gasto público consignado en los presupuestos del Estado hay que añadir las cantidades millonarias que la empresa pública de petróleo (PDVSA) transfiere cada año a las Misiones, integradas a su vez en los correspondientes ministerios, por un montante que se ha calculado incluso en el 50% del correspondiente presupuesto estatal.

Eso significa que en términos reales y efectivos, el gasto que está llegando a los sectores populares, los que normalmente son beneficiarios de estas políticas, es mucho más elevado que el que parece en las cifras oficiales que provienen de fuentes presupuestarias.

Todo ello puede interpretarse de muchas formas, como de hecho ocurre. En los círculos de opinión opuestos al gobierno prevalece la idea de que éste «compra» las voluntades de los ciudadanos. El profesor del Centro de Políticas Públicas del José Manuel Puente estima, por ejemplo, que se trata de una «estrategia política para moldear la percepción de los ciudadanos votantes» (9).

Es, sin duda, una opinión legítima, aunque basada en juicios de intenciones o en una idea bastante simplista, porque estaría por ver qué gobierno del planeta hace gasto público sin la intención de aumentar el número de sus votantes. Pero, en cualquier caso, lo que parece que debería ser lo relevante y merecedor de ser destacado es que ahora perciben beneficios sociales ciudadanos que antes no los percibían. Porque, por otro lado, es bastante fácil adivinar que a quienes no podían ir a las escuelas, ni tenían médicos, ni agua en sus viviendas… seguramente no le hubiera importado que los gobiernos de la IV República hubieran tratado de «moldear sus percepciones» si era a cambio de los bienes sociales que ahora reciben del gobierno chavista.

Lo que está ocurriendo es que no se percibe el fenómeno esencial: que ahora hay millones de nuevas personas que se sienten titulares de nuevos derechos (por muy imperfecta que sea todavía la forma en que los disfrutan), que perciben beneficios antes impensables y, como no podía ser menos, que se sienten dueños de las rentas (principalmente petroleras) que se producen en su país. Eso es lo que ha dado carta de naturaleza como sujetos político a quienes se habían sentido siempre como simples desheredados.

¡Claro que los triunfos electorales de Chávez y de los partidos que gobiernan Venezuela están ligados a esas políticas sociales, a ese reparto de la renta petrolera, al incremento del gasto social, a las inversiones dedicadas a satisfacer las necesidades de los más pobres … ! Es normal, e incluso parece que debe ser lo lógico y deseable que así ocurra en las democracias. Lo que no parece tan lógico es criticar esto y, al mismo tiempo, no reconocer que quizá se está en contra de ese gobierno justamente porque ha establecido prioridades de reparto que no resultan tan satisfactorias para los demás o, al menos, tanto como las anteriores que dejaban fuera del reparto a millones de conciudadanos (10).

Los dos espacios de la política económica

Uno de los rasgos más interesantes del proceso revolucionario venezolano es, al mismo tiempo, el que quizá cuesta más trabajo reconocer a sus adversarios.

Es una evidencia que la economía se encontraba en una situación realmente catastrófica a finales de los años noventa y que estuvo a punto de volver a estarlo en 2003, como consecuencia del paro petrolero. Pero lo que ha resultado sorprendente es que el gobierno de Hugo Chávez haya sido capaz de devolverle la senda del crecimiento y lograr resultados positivos en periodos de tiempo tan relativamente breves.

Es muy difícil, por no decir imposible, encontrar en la historia económica de nuestros días una experiencia semejante a la venezolana, que acumule en un lapso de tiempo tan corto salidas millonarias de divisas, un golpe de Estado, un ambiente de constante movilización y altercados callejero, cierres patronales y, sobre todo, un golpe tan dañino como el que supuso la huelga petrolera que durante más de dos meses produjo más de 13.000 millones de dólares en daños directos y otros indirectos sencillamente incalculables y que provocó una caída del PIB del 7,6% y del 8,9% en 2002 y 2003 respectivamente. Y, al mismo tiempo, que muestre un mejoramiento neto de la situación económica en un lapso de tiempo tan breve.

Sin duda, esta intensa y tan efectiva capacidad de reacción tiene que ver con las nuevas estructuras y con la política económica que el gobierno bolivariano ha sabido imponer en la economía venezolana. No puede haber caído del cielo.

En concreto, creo que se deben destacar tres circunstancias que la explican.

En primer lugar, que se ha rechazado explícitamente aplicar las recetas neoliberales del Fondo Monetario Internacional e incluso que se han aplicado orientaciones claramente contrarias a esa ortodoxia, lo que ha procurado independencia y capacidad de maniobra sin la cual hubiera sido imposible salir de las situaciones problemáticas a las que se ha enfrentado el país.

No sólo se han aplicado políticas expansivas que han resultado ser muy convenientes, como señalaré enseguida, sino que, a diferencia de lo ocurrido en otros países, se han instrumentado otras como el control de cambios, extraordinariamente razonables e imprescindibles para que las economías se defiendan de la fuga de capitales o de la especulación financiera tan nefasta para la economía productiva y para los negocios creadores de riqueza real.

En segundo lugar, que esas medidas han dado resultados bastante positivos hasta el momento tanto en el equilibrio macroeconómico como en los procesos reales de creación de actividad, empleo y riqueza mejor distribuida.

Cuando Hugo Chávez fue elegido por primera vez sólo el 25% de los trabajadores cotizaban a la seguridad social, el salario medio era solo un 20% mayor que el ya reducidísimo salario mínimo. En 1998 los salarios reales eran el 56,8% de los de 1990, el 20% hogares no tenían ingreso fijo, el 50% hogares no recibía agua potable diariamente, el 89% de los niños entre 4 y 15 estaban en situación de pobreza. En aquel momento, Venezuela era el octavo productor de petróleo y había sido el primero durante muchos años pero era el tercer país más desigual del mundo. De 1990 a 1998 el 70% de los puestos de trabajo creados habían sido en el sector informal y en 2000 había 4,7 millones de trabajadores en esa situación. Durante los años 90 el PIB por persona tuvo un crecimiento del 0% y el PIB por persona cuando Chávez llegó al poder era el 75% que el de 1977 (11).

Los gobiernos anteriores nunca se habían preocupado por establecer instrumentos fiscales eficaces que permitieran alcanzar equilibrio macroeconómico y justicia social. La recaudación del impuesto sobre la renta en Venezuela representaba aproximadamente el 0,2% PIB cuando Chávez comenzó a gobernar y la formación bruta de capital privada que en 1978 representaba el 24% del PIB bajó al 8% en 1998, y la pública pasó del 18% al 9% (12).

Los ingentes ingresos petroleros de los que disfrutó el país en todos esos años no se dedicaron a mejorar o incrementar la capacidad productiva del país sino todo lo contrario. Venezuela se convirtió en un país rentista en el peor sentido del término, que repartía los ingresos de la explotación petrolera entre los sectores privilegiados y los consumía sin más, en la confianza de que los pozos no iban a parar nunca de dar oro negro a los mercados.

En contra de lo que venían siendo las directrices neoliberales del Fondo Monetario Internacional, las primeras medidas económicas del proceso se dirigieron a recobrar el pulso productivo mostrando, al mismo tiempo, su expreso y rotundo compromiso popular. Se decretaron subidas de sueldos y salarios tanto en el sector público como en el privado, de modo que solo entre 1998 y 2001 se produjo un incremento del 12% en los salarios reales promedio (que, recordemos, habían bajado un 20% en los últimos diez años). Además, se pusieron en marcha las políticas sociales que he comentado antes, además de otras de reestructuración de la actividad productiva, para lograr más equilibrio e integración internos.

Los resultados de estos primeros años del proceso bolivariano fueron real y objetivamente exitosos. Frente a los datos de crecimiento negativo del PIB a finales de los años noventa, en 2000 ya se alcanzó un crecimiento positivo del 3,2%. En 2001, el PIB no petrolero (más significativo de la evolución del total de la economía y no sólo del «tirón» del petróleo) aumentó el 4%, la construcción el 12,5%, las comunicaciones el 13,2, las manufacturas el 4,2. La consecuencia de ello fue que el PIB per capita aumentó un 1% en 2001.

La inflación había sido del 30% en 1998, pero bajó al 20% en 1999, al 13,4% en 2000 y al 12,3% en 2001. El saldo positivo de la balanza de pagos por cuenta corriente casi se multiplicó por cuatro entre 1999 y 2001 y las reservas internacionales aumentaron en casi 5.000 millones de dólares. La ocupación aumentó en casi 550.000 personas, de ellas, más de 315.000 empleadas en el sector privado. El paro juvenil se redujo solo entre 1990 y 2000 del 28% al 22,3%.

Una expresión evidente de esta mejora, incluso desde la perspectiva de los parámetros más ortodoxos, era que la inversión extranjera casi se había doblado desde 1998 a 2001.

A finales de 2001 se podía decir, por lo tanto, que la evolución de la economía venezolana era realmente positiva.

Como he señalado antes, el golpe de estado primero y el paro petrolero después paralizaron la economía, provocando la pérdida de cientos de miles de puestos de trabajo, de inversiones, de capitales que salieron por millones fuera del país, e incluso de casi 3.800 pozos petroleros. Pero, lo sorprendente fue que, una vez vencidas esas resistencias antidemocráticas, la profundización en las políticas expansivas y redistributivas permitió que ya en 2004 se alcanzase un crecimiento del PIB del 17,3% y, después de diez trimestres consecutivos con crecimiento positivo, del 9,4 en 2005.

En este último año se consolidó la recuperación económica de forma palpable y no solamente como consecuencia del tirón de la industria petrolera, puesto que el PIB correspondiente al sector no petrolero aumentó incluso más, el 10,9%.

En 2005 aumentó una vez más el gasto público, un 39%, y la inversión; y disminuyeron la inflación (que se situó en el 14,5%) y el desempleo (que alcanzó el 10,1 frente al 18% de 2003). Los ingresos del Estado aumentaron un 80%, en parte como consecuencia de la subida de las regalías petroleras y en parte también como efecto de la mayor recaudación fiscal conseguida. Eso permitió que el déficit público haya pasado de representar el 4,4% del PIB en 2003 al 1,5%. Aumentó la entrada de capital hasta los 7.500 millones de dólares y las exportaciones se incrementaron un 44%, frente a un 30% las importaciones.

Puede decirse, por tanto, que la revolución bolivariana ha logrado mantener, a pesar de los ingentes problemas que se le han plateado, los equilibrios macroeconómicos básicos. Incluso desde esta perspectiva más bien ortodoxa (reducción de los déficits, de la inflación, del desempleo, atracción de los capitales…) ha logrado resultados que son claramente superiores a los alcanzados en otros países en los que se vienen aplicando las recetas neoliberales.

Es obvio que eso lo ha podido hacer gracias a la inmensa riqueza petrolera que posee el país, pero se diría una verdad a medias si, al mismo tiempo que se dice esto, se olvida que la misma riqueza estaba en manos de los gobiernos de la IV República que llevaron la economía a la ruina, o incluso de otras grandes potencias económicas: en 2002 el gobierno bolivariano había logrado reducir el porcentaje de personas cuyo ingreso estaba por debajo del ingreso medio per capita del 70,8% en 1997 al 68,7%. Sólo en el año siguiente, en 2003, el número de pobres aumentó en Estados Unidos, bajo la administración de George Bush en 1,3 millones de pobres. Es una diferencia bien notable en cuanto a «performance» económica de un gobierno y de otro.

Pero si ese factor de éxito en la gestión macroeconómica es realmente distintivo, un tercer elemento que resulta ser una de las claves fundamentales de la transformación bolivariana es que, al mismo tiempo que se ha realizado ese tipo de gestión más bien anclada en una ortodoxia no neoliberal, se ha abierto un profundo espacio para el desarrollo de nuevas relaciones económicas, tal y como señala la Constitución al hablar del fomento de una economía diferente basada en «mecanismos autogestionarios y cogestionarios» o en «asociaciones solidarias, corporaciones y cooperativas».

Sobre todo después del paro petrolero el gobierno impulsó la estrategia llamada de desarrollo endógeno que pretende, básicamente, potenciar el autoabastecimiento, reducir las dependencias indeseables, diversificar la producción y aumentar la producción y exportación de bienes industriales. Es decir, generar alternativas a la enorme extraversión y desintegración que han producido las políticas neoliberales.

En los últimos años se han creado miles de cooperativas o Empresas de Producción Social y se han puesto en funcionamiento múltiples instrumentos de financiación alternativos (bancos públicos especializados en diferentes sectores o actividades económicas o abundante microfinanciación) (13).

Su desarrollo, sin embargo, es todavía muy limitado (e incluso muchas de ellas ni siquiera funcionan con efectividad), sobre todo, debido a que se carece del suficiente mercado interno, de redes de transporte y comunicación adecuadas y, en general de la integración que resulta necesaria para que todas esas actividades generan las economías y sinergias que las hagan competitivas.

Pero, incluso a pesar de ese escaso desarrollo, este nuevo espacio económico representa la realidad más interesante del panorama económico venezolano, la auténtica vía por la que se podría avanzar hacia una transformación social que garantice mayor satisfacción general y mejor rendimiento económico. De su futuro dependerá, seguramente, no sólo lo que ocurra con la economía venezolana sino quizá con todo el proceso político que la dirige y sostiene.

La ambiciosa sombra de la Espada de Bolívar … y la larga mano del vecino del norte

Para finalizar este comentario que trata de subrayar los elementos que me parecen centrales en la revolución bolivariana hay que mencionar a su proyección exterior.

Esta ha sido, efectivamente, uno de los ejes sobre los que ha gravitado la acción del gobierno de Hugo Chávez, empeñado siempre en rememorar los sueños integradores de Simón Bolívar. Como otros tantos aspectos de la política de la República, ha sido interpretada de mil formas, pero la mayoría de las veces apresurada y equivocadamente.

Por parte de sus adversarios se resuelve el asunto señalando simplemente que el presidente venezolano es un revolucionario interesado nada más que en exportar su experiencia o su modelo social a otras latitudes, recurriendo a los tópicos más primitivos que tratan de descubrir por todos lados «la amenaza comunista».

Es verdad que los regates en corto (aunque en muchas ocasiones sean inevitables), la precipitación, el histrionismo ocasional y la imprudencia con que Hugo Chávez aborda a veces las cuestiones internacionales (más que cualquier otra exigentes de tacto y diplomacia) provocan confusiones e incluso problemas que a veces se vuelven contra los propios intereses progresistas que trata de defender (como puede haber ocurrido en Perú con sus desesperados intentos de «ayudar» a la candidatura de Ollanta Humala). Pero los detalles accidentales no deberían ocultar la naturaleza real del papel que el entorno internacional juega en la revolución bolivariana, y viceversa.

La primera orientación internacional del gobierno de Chávez se dirigió inteligentemente a fortalecer la posición de los países exportadores de petróleo, algo que sus antecesores habían descuidado y que provocó la perdida de millones de dólares en ingresos como consecuencia de los precios tan bajos del crudo.

Un segundo eje de la política exterior venezolana ha consistido en forjar la mayor solidaridad posible con el proceso de cambio que se viene realizando o, al menos, la neutralización de las posiciones poco amistosas que Estados Unidos, principalmente, ha ido cultivando en la diplomacia internacional desde que «le vio las orejas» al lobo chavista.

Esta estrategia se ha complementado con la apertura o fortalecimiento de lazos comerciales con países hasta ahora alejados de los intereses venezolanos, como China, Rusia o Irán, pero con quienes está abriendo una vía de proyección exterior que sin duda va a proporcionarle no sólo mercados muy rentables sino también una gran dosis de independencia en sus relaciones exteriores.

En este sentido, ha modificado también sus relaciones con países de la Unión Europea, especialmente con España, o quizá a través justamente de España, lo que ha permitido desbloquear relaciones comerciales y ganar posiciones de mayor neutralidad a la hora de hacer frente a los conflictos que inevitablemente le comporta a la revolución bolivariana el circular contra la corriente política e ideológica dominante en casi todo el planeta.

Sin embargo, en donde Venezuela está desplegando una mayor actividad es en el espacio que se constituye como el ámbito natural de la transformación social que allí se lleva a cabo: América Latina.

No puede ser de otra manera. En nuestra época de redes e interrelaciones de todo tipo, de inmediatez, flexibilidad y de transnacionalismo el ámbito en el que inexcusablemente tiende a proyectarse cualquier proceso de transformación social es internacional. Sin este, es muy difícil que cuaje el cambio productivo, o incluso el político o el cultural en el interior de cualquier país. Es injusto que se defienda continuamente la globalización «realmente existente», bastante imperfecta, desequilibrada y asimétrica y que, al mismo tiempo, se critique que la revolución bolivariana tienda a crear un espacio propio, aunque por definición compartido y, por tanto, consensuado y diseñado en conjunto, en el espacio internacional en el que se inserta.

Lo que ocurre es que esa tendencia a la proyección exterior no es exclusiva de Venezuela sino que es buscada igualmente por quienes tienen proyectos de transformación social muy diferentes, lo que provoca que la correspondiente búsqueda del espacio exterior natural se haga en condiciones conflictivas, de choque y contradicción de intereses. Y en esa situación, las respuestas que se ofrecen no suelen ser las democráticas porque los más fuertes no admiten reglas del juego y se empeñan siempre en imponer sus condiciones.

La paradoja es que en nombre de la libertad y la democracia se niegue el espacio, por ejemplo, para un proyecto de integración continental como el que propone y está empezando a construirse bajo el impulso venezolano (el ALBA, la integración energética, comunicativa, educativa, etc.) mientras que se da por hecho que el proyecto centrado exclusivamente en la integración de los mercados (como el ALCA o los Tratados de Libre Comercio que tratan de paliar su paralización) es solamente el que tiene derecho a existir legítimamente.

Es un simplismo creer que la política exterior bolivariana busca que Chávez se convierta en el dueño de América, una expresión que aunque parezca exagerada puede escucharse habitualmente en comentaristas o ideólogos que no simpatizan con su gobierno. Se quiera o no, una integración regional de nuevo tipo es imprescindible para los países que quieran no ya iniciar un proceso de cambio radical (que ni siquiera se está dando en Venezuela) sino, simplemente, reutilizar mejor sus recursos endógenos para hacer frente a la desertización productiva que ha provocado el neoliberalismo, reorientar su economía hacia la satisfacción de las necesidades sociales, mejorar la distribución de la renta y lograr un poco más de capacidad de maniobra a la hora de hacer frente a los desequilibrios económicos (14).

Bien es verdad, sin embargo, que todo ello tiene una restricción fundamental: el hostigamiento continuo de Estados Unidos que va desde la financiación a la oposición (una práctica que sería condenada en cualquier otro lugar del mundo) hasta la protección a terroristas como Posada Carriles, pasando por el sabotaje económico, por la práctica de bloqueos comerciales de hecho o por la constante preparación de todo tipo de ataques al orden constitucional y al gobierno legítimo de Venezuela.

Estados Unidos es la fuente principal de agresión a un gobierno legítimo y que, según las encuestas nacionales e internacionales, además de los propios resultados electorales, goza de un inmenso apoyo popular.

No deja de sorprender el continuo discurso descalificador procedente del gobierno de Estados Unidos cuando los ciudadanos venezolanos expresan, seguramente más a menudo y en mayor medida que los de otros países, una gran confianza en su gobierno. Una encuesta realizad en 2005 indicaba que sólo un 23% de la población consideraba que vivía en una dictadura, mientras que el 74% afirmaba vivir en democracia.

El Latinobarómetro que anualmente proporciona información sobre el grado de aceptación de la democracia y satisfacción con los gobiernos en América latina viene mostrando en los últimos años que Venezuela es el país que proporciona datos más satisfactorios. Por ejemplo, es en el que desde 1999, año en que comenzó a gobernar Hugo Chávez, hay más confianza en la democracia y en donde más se confía en las elecciones. Otras encuestas ha mostrado que casi la mitad la población, el 45%, afirma sentirse beneficiada por el reparto de la riqueza petrolera, cuando ese porcentaje rondaba el 20% en los años anteriores a la revolución bolivariana. Aunque no suelen reconocerlo los adversarios del proceso, lo cierto es que los porcentajes de popularidad y aceptación de la gestión del Presidente Chávez suelen estar entre el 50% y el 60% en las encuestas (15).

Pese a ello, es muy difícil encontrar otro país en el mundo que se enfrente a un entorno internacional tan complicado, que sufra una descalificación tan constante sobre su experiencia democrática, un desconocimiento tan profundo sobre lo que allí sucede y una agresión tan explícita a sus instituciones legítimas.

También hay lugar para las sombras

Como es natural, la revolución bolivariana no está exenta de problemas sin resolver, de limitaciones graves y de desviaciones que en muchas ocasiones desfiguran su auténtica naturaleza o impiden que se logren los objetivos de bienestar humano que se persiguen.

Analizarlos obligaría a comenzar de nuevo otro texto y no es esa mi intención aquí, aunque sí me parece necesario apuntar, al menos, los que me parecen más relevantes.

En primer lugar, hay que tener en cuenta que, aunque la elección de Hugo Chávez abrió las puertas a una auténtica revolución que dio la vuelta a la cultura política y a sus instituciones, a la pauta de reparto y a la forma de gobernar el país, la administración del Estado prácticamente se mantuvo inamovible. Aún hoy está formada en su mayor medida por personas opuestas a la transformación social que se quiere llevar a cabo y eso provoca a menudo que las medidas del gobierno se desvanezcan en el aire, por la falta de instrumentos administrativos que las hagan efectivas.

Se trata de una carencia fundamental que ha tratado de solventarse utilizando el ejército o creando las Misiones pero es evidente que esa alternativa no es siempre la adecuada, que tiene limitaciones importantes y que puede ocasionar a la larga más problemas de los que resuelve.

A esa circunstancia se añade la extendida corrupción que se padece en casi todas las actividades sociales. Una corrupción que se heredó como una auténtica cultura, fuertemente arraigada y extendida, pero que nadie ha sido capaz de erradicar con eficacia. Se trata de prácticas que literalmente minan la economía, que generan una extraordinaria ineficacia, que desaniman a la población y que generan impotencia, frustración y desaliento.

Por otro lado, aunque se han logrado avances, Venezuela sigue siendo un país inseguro y violento en donde los conflictos se resuelven a menudo de forma incivilizada y esa es una enfermedad social de la que no están completamente exentas las relaciones políticas y civiles en general. Más bien al contrario, la presión que crea ese clima se traduce inevitablemente en un medio ambiente social crispado y en donde la convivencia no siempre es la que permite cultivar el diálogo y el reconocimiento social.

La revolución bolivariana es una transformación de valores que ha tenido como singularidad la de incorporar principios éticos muy explícitos a la vida política y social. En el mejor sentido del término, desea ser una transformación social moralizante (y por eso se entiende mal, por ejemplo, que instituciones como la Iglesia Católica sean tan opuestas a las políticas de reparto que está inspirando, a las políticas sociales de ayuda a los más pobres, a su discurso igualitario o a su radicalismo democrático). Sin embargo, la revolución no ha sido capaz de avanzar suficientemente en la lucha contra el machismo o incluso contra los brotes (aunque sean más implícitos que claramente explícitos) de cierto racismo que tantas veces dominan las relaciones sociales.

La revolución también ha estado y sigue estando lenta a la hora de hacer frente a algunos problemas de infraestructuras sociales muy graves. Haber visitado una cárcel venezolana es una experiencia desoladora. Se necesita avanzar mucho más en esos campos, como también en el de la vivienda (que podría convertirse en un cuello de botella insalvable en ese país si se sigue produciendo el actual crecimiento demográfico).

Al parecer, si se tiene en cuenta la continua controversia que hay sobre ello en círculos más especializados, tampoco parece que se haya terminado de resolver un asunto tan crucial en Venezuela como es la gestión y el control de la industria petrolera, de modo que muchos advierten que lo que se ha hecho es sustituir a una meritocracia por otra.

Finalmente, hay que señalar que, a pesar de que el gobierno se propone avanzar en la generación de un espacio económico alternativo y diseñar un modelo de crecimiento no dependiente de la renta petrolera, esa es una tarea tan ardua en la que sólo se ha avanzado escasamente. Eso significa que sigue pendiente, y seguramente lo seguirá estando durante muchos años, la consolidación de una vía económica más sostenible a medio y largo plazo.

A esos problemas, en fin, se podrían añadir, sobre todo, los derivados del escaso control que en realidad se tiene sobre el poder real que hoy día gobierna nuestras sociedades y que en el caso de Venezuela se traduce en una oligarquía tan poderosa como egoísta y carente de principios. Su poder no está incrustado solamente en los grandes escenarios de la economía, de las multinacionales o de las finanzas, sino que ha generado extensiones en otros ámbitos más domésticos: en la policía, en la judicatura, en sectores del ejército (aunque éste quizá más depurado que ninguna otra institución), en la enseñanza, en las jerarquías de las iglesias…

No son pocos, por tanto, los escollos a los que se enfrenta continuamente este proceso singular y complejo pero con una característica que se superpone sobre cualquier otra: la de haberle dado la voz y la ciudadanía efectiva (la que se expresa con el voto pero también con la posibilidad de disfrutar de derechos sociales) a millones de hombres y mujeres antes desheredados.

En definitiva, todo estas cuestiones son las que plantea inevitablemente un proceso que pretende crear un socialismo del siglo XXI en una sociedad que padece desigualdad y pobreza del siglo XIX. Seguramente, sea la primera vez que un proceso revolucionario de esta naturaleza se da en un país que tiene dinero. Pero, desgraciadamente, no basta con tener dinero.

Hace unos años un periodista le preguntó a Jorge Giordani, Ministro de Planificación de Venezuela, que cómo logrará el país «destetarse» del petróleo. Dice el periodista que antes de contestar suspiró como diciendo «¡qué ingenuo!» y luego le dijo: «Desde que asumimos hemos estado continuamente librando batallas políticas. Mucha gente ha aprendido a leer en los últimos años, pero ¿cuánto tiempo les llevará poder formarse para trabajar en alta tecnología, o en el campo de la medicina o de los servicios? ¿Diez años? ¿Una generación? Estamos combatiendo contra una cultura rentística, y muy individualista. Siempre lo mismo: ‘Mamá Estado, papá Estado, denme algo del dinero que produce el petróleo’. Organizar a la gente es muy, pero muy difícil».

Luis Althusser habló alguna vez de «procesos sin sujeto». Si la revolución bolivariana tiene algo, además de todos los problemas que he mencionado, es eso: un sujeto que no parece que, de momento, esté dispuesto a dejar de serlo.

NOTAS

1. Norman Gall, «La dudosa obra de Chávez», El País, 27 de marzo de 2006.

2. Luis de Sebastián, «El reparto de la globalización», El País, 28 de mayo de 2006.

3. Sobre la «guerra de los medios» vid. Emilia Bolinches. «Venezuela traicionada por sus medios». Agora, Revista de Ciencias Sociales, nº 10 (pp.187-198).

4. Una análisis histórico resumido de este proceso en el capítulo «De Punto Fijo a la Constituyente. Los bolivarianos, entre la acción y la reacción» de Rubén Martínez Dalmau en Juan Torres López, «Venezuela a contracorriente. Los orígenes y las claves de la revolución bolivariana». Icaria 2006.

5. Juan Torres López y Alberto Montero, «¿Hay más pobres en Venezuela con Hugo Chávez?», en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=5651.

6. Algo que se escucha muy frecuentemente en Venezuela es que Chávez ha destruido a la clase media venezolana. Muchos estudios, sin embargo, muestran que el deterioro de las clases medias (algo que no deja de ser un eufemismo en un país donde más de la mitad de la población está bajo el umbral estadístico de la pobreza) comenzó mucho antes. Así, Patricia Máquez y Ramón Piñango afirman que entre 1975 y 1997 la clase media venezolana se redujo del 56,9% al 31,3%. En Patricia Márquez y Ramón Piñango (edits): «Realidades y nuevos caminos en esta Venezuela». IESA 2003).

7. Sobre este asunto pueden verse los capítulos 2 y 3 de Juan Torres López, «Venezuela a contracorriente…», op.cit.

8. En el portal del Sistema integrado de indicadores sociales de la República Bolivariana de Venezuela pueden encontrarse datos actualizados sobre la realidad social del país. Su dirección es: http://www.sisov.mpd.gov.ve/indicadores/index.html.

9. En: http://www.asemaster.com.ve/Jose%20Manuel%20Puente.pdf.

10. Un análisis reciente sobre los efectos de estas políticas sobre la desigualdad de partida en Rodolfo Magallanes, «La igualdad en la República Bolivariana de Venezuela (1999-2004)», Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, 2005, vol. 11, nº 2, pp. 71-99.

11. Vid. Juan Torres López, «La economía en tiempos de convulsión: luces y sombras» en «Venezuela, a contracorriente…», ob.cit.

12 . Juan Torres López, «¿Ha hundido Chávez la economía venezolana?» en Pascual Serrano (Coord.), «Mirando a Venezuela», Editorial Hiru. San Sebastián 2004.

13. Cuando Chávez llegó al poder, existían algo menos de 900 cooperativas, aunque sólo la mitad funcionaba con algún éxito. En el año 2001 surgieron más de 1.000, y más de 2.000 el año siguiente, pero desde que el gobierno comenzó a fomentarlas y a financiarlas con gran generosidad su número creció exponencialmente: se crearon 18.000 en 2003, 36.000 en 2004 y 41.000 en 2005. Lógicamente, no todas, ni mucho menos, tienen una actividad potente ni contribuyen en igual medida a la creación de riqueza y al desarrollo económico nacional.

14. Como es fácil comprobar, y en contra de la caricatura que suele predominar en muchos análisis de la proyección externa de la revolución bolivariana, el papel real que desempeña Cuba en esas estrategias, dada su situación geopolítica, no es desde luego nada determinante, aunque es obvio que la isla es la primera interesada en que América Latina se dote de un espacio económico integrado que favorezca proyectos de esa naturaleza. Quienes sólo quieren ver en la política exterior venezolana una alianza entre comunistas gobernada por el viejo comandante de Mayarí simplifican hasta la exageración y lo que les ocurre es que no pueden detectar el auténtico cariz que están alcanzando los procesos de integración en el continente.

15. Los datos del Latinobarómetro se pueden encontrar en http://www.latinobarometro.org/. Los demás están recogidos en Ernesto Fidel de Cházaro, «Buscando la Revolución Bolivariana» (2006), pendiente de la edición escrita puede encontrarse en: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=30980.

Juan Torres López es Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga (España) y coordinador del libro «Venezuela a contracorriente. Los orígenes y las claves de la revolución bolivariana» (Barcelona, Icaria 2006).
Su web: www.juantorreslopez.com