Muy pocos fenómenos regionales, en América, tienen la capacidad de movilizar tantas y tan virulentas pasiones a lo largo y a lo ancho de la región como lo hacen los vaivenes políticos que tienden a ocurrir en Venezuela. Y es que, junto con Cuba y, en menor medida, con Nicaragua, Venezuela representa en este continente (aunque no sólo en él) una experiencia nacional sui generis tanto de lo mucho que pueden llegar a hacer los pueblos del mundo —antaño sojuzgados— cuando toman las riendas de su destino en sus manos cuanto de lo exitosos que pueden llegar a ser las izquierdas, en particular, y el mucho más amplio, diverso y plural campo del progresismo, en general, cuando toman el poder para cambiar el mundo y efectivamente lo hacen a partir de su pleno compromiso con la construcción de una sociedad mucho más libre, democrática, igualitaria y socialmente justa.
Que la política venezolana, en este sentido, haya tendido a ser, en todo lo que va del siglo XXI (como indiscutiblemente lo fueron Cuba y Nicaragua en la segunda mitad del siglo XX) un problema regional capaz de generar profundas confrontaciones entre derechas e izquierdas y, además, al interior mismo de las propias derechas y de las izquierdas, operar como factor de polarización en lugar de ser objeto de consensos, sobre cuestiones que van desde lo ideológico hasta lo programático, tiene todo que ver con el hecho de que el chavismo logró materializar en ese país una de las experiencias más interesantes, más innovadoras, exitosas y aleccionadoras de lo que podría ser un proyecto nacional-popular en favor de las mayorías. De ahí, entonces, que en la oposición entre derechas e izquierdas sobre este tema el foco de la tensión siempre se halle, para aquellas, en la necesidad de mostrar al chavismo como un fracaso populista más entre los muchos que saturan las páginas de la historia política de América y, para las izquierdas, en obstaculizar la aniquilación de la experiencia venezolana por parte de movimientos reaccionarios y contrarrevolucionarios (internos y externos), pero también en impedir que los éxitos del chavismo y del pueblo venezolano desaparezcan como un referente de lucha para otras sociedades, otras naciones, otros gobiernos y otros Estados dentro y fuera de América.
Al interior tanto de las derechas como de las izquierdas (nacionales, regionales, internacionales), por otro lado, lo que generalmente desata enconos y polarizaciones tiene que ver con los grados de compromiso que se asuman, en el caso de las derechas, con llevar hasta sus últimas consecuencias a la reacción y a la contrarrevolución; y, en el de las izquierdas, a manera de espejo, con el grado de radicalidad —no siempre y no necesariamente en el sentido positivo del término— con el que se defiendan el pasado, el presente y el futuro del propio chavismo y, en general, de la lucha del pueblo venezolano por sus derechos y libertades. Entre las derechas, esta tensión interna suele manifestarse en el hecho de que, si bien es verdad que todas ellas tienen por objetivo final de su lucha con el chavismo el exterminarlo para hacerse con el control gubernamental y con la dirección estatal del país (pero también el de liquidarlo como un referente histórico para otras luchas, en otras latitudes y en otros tiempos), ello no significa que, por esa simple coincidencia, también compartan el proyecto de régimen que habría de suceder al chavismo una vez derrotado.
Entre las izquierdas, por otra parte, internamente lo que se suele manifestar es una suerte de fenómeno de infantilismo en el que la mayor o la menor fidelidad que se exprese en relación con el chavismo en cuestión se toma como sinónimo de autenticidad y de radicalidad de izquierda, de tal suerte que hasta la más sutil crítica o expresión de escepticismo que pueda llegar a aparecer entre individuos y colectividades es asumida o bien como una reacción idéntica a la profesada por la propia derecha o bien como una especie de inmadurez política e intelectual de izquierda o bien como síntoma de ingenuidad o bien —en términos más clasistas— como el claro indicio de que se está en absoluta desconexión con lo popular (como si lo popular en y por sí mismo fuese una manifestación pura y radical de izquierda, desconociendo que lo popular también tiene sus variaciones conservadoras, reaccionarias y derechistas).
Ahora, por ejemplo, que el país acaba de atravesar por un proceso electoral profundamente conflictivo, luego de que durante prácticamente una década las derechas locales, regionales e internacionales han buscado sistemáticamente arrasar con todo lo que dejó tras de sí como legado la muerte de Hugo Chávez, en 2013, son precisamente estas diferencias en el seno de las izquierdas americanas y de otras partes del mundo lo que ha terminado por convertirse en el verdadero problema de discusión que ha venido a saturar la agenda pública y de los medios (en una lógica en la que lo que se debate es el mayor o el menor izquierdismo que profesan quienes opinan del tema), en lugar de problematizar más que el proceso electoral en sí mismo, los elementos que condicionaron su realización y que, en última instancia, son el fundamento de que algunos y algunas demanden lealtad incondicional al chavismo (hoy personificado por Nicolás Maduro en el gobierno nacional) y otros y otras formulen críticas que, en efecto, en algunos casos pueden llegar a coincidir con exigencias de las derechas, pero no siempre. ¿En qué sentido?
Partiendo de lo evidente: lo que hoy divide internamente al campo de la izquierda, en relación con Venezuela, es la posición que se adopte sobre, por un lado, los resultados de los comicios celebrados el pasado 28 de julio; y, por el otro, la legitimidad tanto del proceso como de los resultados arrojados por las votaciones. Palabras más, palabras menos, para uno de los sectores en pugna, lo que se halla en cuestión es que, antes de siquiera pensar en cuestionar los comicios o sus resultados, loque se tendría que poner en perspectiva es que Venezuela lleva —por lo menos— una década asediada por todas las fuerzas de la reacción y de la contrarrevolución globales únicamente por ser el país que cuenta con la potestad soberana de las mayores reservas de petróleo del mundo (calculadas en más de 300 mil millones de barriles). Para el otro, lo fundamental resulta ser la exigencia de no conceder al chavismo (sólo por ser lo que es) nada que en principio no se le concedería a un gobierno de derecha, pero sobre todo, nada que no se le concedería a algún otro gobierno, movimiento social o proyecto político de izquierda que no fuera el venezolano; al margen de —pero sin desconocer, menospreciar u obviar— el golpismo doméstico, el injerencismo regional, el bloqueo internacional, las intervenciones extranjeras, etcétera.
En esta línea de ideas, para el primer conjunto de izquierdas, el problema consustancial a las críticas que otras izquierdas —autodeclarados o reconocidas como tales, da igual— hacen al reciente proceso electoral venezolano tiene que ver con tres factores: en primer lugar, con el hecho de que éstas pueden servir a las derechas para legitimar sus aspiraciones y, en última instancia, para volver efectivo su triunfo; en segundo, con ignorar lo que realmente pasa en el país o con ser víctimas de la propaganda mediática; y, en tercero, con minimizar los condicionamientos que el asedio internacional y el golpismo local le imponen al chavismo y al conjunto de la población para comportarse como una izquierda cualquiera se podría comportar en algún otro país que no viva las dificultades que sí vive Venezuela.
Por su parte, para el segundo conjunto de izquierdas, el problema intrínseco a la exigencia de no cuestionar las elecciones recientes por todos los motivos esgrimidos líneas arriba tiene que ver con el hecho de que, al restringir cualquier crítica que se pueda tener sobre la coyuntura política por la que pasa el país a un discurso que ni le de armas a la derecha para atizar su contrarrevolución, ni se apoye en ningún tipo de información que no sea la directamente obtenida a través de la experiencia directa, personal, en suelo venezolano, ni reclame al chavismo sobreponerse a las limitaciones que le imponen el asedio, el golpismo, el injerencismo, etc., se corre el grave peligro de perder de vista los excesos y hasta los visos de corrupción en los que podría incurrir o de los que podría ser víctima el propio chavismo con tal de sobrevivir a su difícil situación actual. Todo lo cual, dicho sea de paso, sería como asumir cínicamente una postura política de plena identidad con la idea de que el fin justifica los medios aunque ello signifique aceptar un chavismo corrompido o autoritario si ello significa no permitir que la derecha, la reacción, la contrarrevolución, el imperialismo, etc., se queden con el país y con su petróleo.
En tanto que es evidente que no se pueden minimizar los enormes condicionamientos que el asedio de las derechas del mundo imponen a la política venezolana (como bien sostienen las izquierdas que demandan lealtad a toda costa) y, al mismo tiempo, tampoco se puede sencillamente aceptar que una izquierda corrompida o autoritaria es mil veces mejor que cualquier derecha por más de centro que sea (porque esta afirmación clausuraría todo horizonte ético de la izquierda y todo esfuerzo por distinguirse respecto de la derecha precisamente por medio de una integridad ética que aquella claramente no tiene), llegada la discusión a este punto, lo que se tendría que problematizar en serio es aquello que el oficialismo hoy en funciones de gobierno y en el ejercicio de la dirección estatal tendría que hacer para sobreponerse a las complicaciones que se desprenden de su permanente hostilización, rebasando por la izquierda su propio carácter progresista (en lugar de contentarse con enjuiciar, ad hominem, los grados de izquierdismo que profesan o no quienes le critican desde la propia izquierda). Y esto, por dos sencillas razones.
La primera de ellas es que, precisamente porque el cerco (mediático, pero no sólo) que durante años ha padecido Venezuela ha sido sumamente efectivo para aislar a su pueblo de la región americana y de una buena parte de mundo, el gobierno de Maduro, hoy, tendría que estar redoblando esfuerzos en materia de transparencia y de comunicación para demostrar al continente y al mundo su compromiso con las libertades individuales y colectivas, con la democracia, con la igualdad y con la justicia social, en lugar de apostar en exceso a una mayor radicalización de sus denuncias al fascismo como el factor del cual dimanan, por el cual atraviesan y en el cual se agotan todos los males que aquejan a la política nacional. Pero esto no tanto y no en principio debido a que su gobierno sea objeto de una general desconfianza popular fuera de Venezuela sino, antes bien, debido a que no fue desconfianza, sino desconocimiento, lo que generó una década de bloqueo y de aislamiento irrestricto. Reconstruir cierto consenso popular internacional alrededor suyo y del chavismo, en este sentido, no pasa por una estrategia de repetición hasta el cansancio de sus acusaciones sobre golpes de Estado y ofensivas derechistas (que los hay y son innegables), susceptibles de ser interpretadas entre las naciones del mundo como pura demagogia, sino que atraviesa, antes bien, por una constante demostración de y con hechos de su vocación progresista y nacional-popular (como su reciente decisión de abrir a escrutinio la totalidad de actas de las recientes votaciones).
La segunda razón es s todavía más importante: ni él, ni el chavismo ni sus intelectuales orgánicos pueden darse el lujo de no demostrar al mundo que la hostilidad doméstica, regional e internacional de la que ha sido objeto Venezuela desde la muerte de Hugo Chávez no ha propiciado, aunque sea por una única vez, o esporádicamente, la adopción, por parte del gobierno hoy en funciones, de posturas que podrían considerarse como contrarias a una vocación de izquierda o progresista, pero que resultaban fundamentales en un momento dado para resistir a cada embestida con la que se atacó al país. Y es que, en efecto, aquí lo que no se ha sabido reconocer abiertamente entre los círculos más leales al chavismo es que, precisamente por todas las dificultades que han supuesto para Venezuela los intentos de golpes de Estado, las injerencias de las derechas regionales, el sistemático intervencionismo de las grandes potencias occidentales (comenzando por Estados Unidos) o el bloqueo (comercial, financiero, diplomático, político, etc.,), el gobierno de Nicolás Maduro ha tenido que actuar de manera pragmática en más de una ocasión, para sortear la derrota, a pesar de que ello pudiera haber significado ir en contra, inclusive, de los ideales del propio chavismo.
Y la realidad de las cosas es que esto se vuelve verdaderamente un problema de legitimidad y de confianza hacia adentro y hacia afuera de Venezuela porque, hasta el momento, la narrativa que ha predominado entre los círculos intelectuales más recalcitrantes del chavismo representado por Maduro ha tendido a vender la idea de que ni el bloqueo, ni el aislamiento, ni el asedio, ni las intervenciones, etc., han sido capaces de alterar la —supuesta— prístina naturaleza y la nobleza de la experiencia progresista venezolana. Narrativa, por cierto, que hace suponer que el modelo venezolano de progresismo es una singular excepcionalidad en el sentido de que la cultura política, el régimen gubernamental y el andamiaje estatal que lo soportan, a lo largo de todo este tiempo y de cada asalto enfrentado, no ha desarrollado contradicciones y tensiones internas, espacios en los que se puedan desarrollar lógicas de corrupción o tendencias autoritarias para garantizar cierto orden social y político, disciplinar la conflictividad doméstica y gestionar las embestidas de la derecha.
De ahí, pues, que en lugar de centrar la discusión actual en juzgar cuáles individuos son verdaderamente de izquierda, verdaderamente radicales, verdaderamente populares y cuales no, en relación con el problema venezolano, o, en su defecto, en lugar de apelar a argumentos de autoridad ad hominem, lo que se tendría que estar discutiendo (y no sólo por la coyuntura) es la estrategia y los actos concretos que el gobierno venezolano en funciones debería de seguir y de realizar para fortalecer su propia imagen y el consenso político internacional que le permitan construir legitimidad, pero, sobre todo, que le permitan superar el desconocimiento que se tiene de él entre amplísimos sectores de la población que no se reducen a los cientos o miles de intelectuales de los que pueda disponer en redes sociales o en medios de comunicación. Y es que, si bien es verdad que contar con la labor de comunicación y de análisis que llevan a cabo estos y estas intelectuales es parte de las estrategias imperativas para romper el cerco mediático alrededor del país, no puede pasarse por alto que toda legitimidad que se pretenda sólida y duradera también atraviesa por canales institucionales que den cuenta de políticas específicas implementadas por el régimen y de las maneras en las que éste procesa la conflictividad, las contradicciones y las tensiones políticas, económicas, culturales, etc., que toda sociedad experimenta.
Formas de hacer esto, por supuesto, hay muchas, pero una de ellas ya ensayada por el gobierno y la oposición actuales, de común acuerdo, tiene que ver con la regionalización de algunos procesos políticos que puedan ser abordados a partir de la apertura de espacios de concertación política con actores regionales e instituciones internacionales especializadas en la materia. Después de todo, aunque hoy se esgrime como argumento en defensa del gobierno de Maduro la constatación de hechos de que a él se le exigen cosas que no se les exigen a otros regímenes de izquierda en la región (y menos aún a las derechas que plagan al continente), no se debe de perder de vista que ni toda regionalización es un instrumento de intervención al servicio del imperialismo ni Venezuela vive internamente una situación de normalidad política, económica y cultural. La pacificación del conflicto armado colombiano es apenas un ejemplo, entre varios, de cómo las lógicas de concertación política regionalizadas pueden ser efectivas y favorables para las propias izquierdas y el progresismo ante sus adversarios en tanto que las fortalecen y las ayudan a reposicionarse a nivel internacional. En la medida en la que las derechas venezolanas y de otras partes del mundo ahora mismo buscan escalar las tensiones poselectorales a otras formas de conflictividad social, habría que pensar en que Venezuela no es, en este sentido, un caso excepcional que no requiera de ciertas mediaciones institucionales para contener esa posibilidad.
Ricardo Orozco. Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México.
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Fuente: https://razonypolitica.org/2024/08/01/venezuela-y-los-dogmas-de-la-izquierda/
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