No era la primera vez que volaba y jamás había tenido otro problema en un avión que no fuera la comida. Sus irreprochables apellidos nunca habían sido confundidos con los de algún taimado terrorista, ni jamás había levantado sospechas su forma de vestir o caminar. Es más, ella había sido siempre una patriota consciente de […]
No era la primera vez que volaba y jamás había tenido otro problema en un avión que no fuera la comida. Sus irreprochables apellidos nunca habían sido confundidos con los de algún taimado terrorista, ni jamás había levantado sospechas su forma de vestir o caminar. Es más, ella había sido siempre una patriota consciente de sus deberes como ciudadana «americana», la primera el alertar a los servicios de seguridad de los aeropuertos cada vez que descubría a un pasajero con turbante que le inspirara sospechas o a una mujer latina embarazada. Era consciente de la amenaza que se cernía sobre ella y su país y, según había visto en la televisión, las fuerzas del mal tenían debilidad por los aviones. Quizás por ello, un oscuro augurio le hizo saber aún antes de abordar el vuelo, que la calamidad viajaría con ella. No se sentía bien del estómago y, educada en los más puritanos e higiénicos valores, mientras embarcaba no pudo, a su pesar, evitar una primera flatulencia que disparó las alarmas en el pasillo del avión.
Fue al tratar de colocar su bulto de mano en el portaequipaje que colgaba del techo del avión, justo cuando se empinaba, sin nadie que le brindara ayuda, cuando sintió que, piernas abajo, imperceptible, un fétido desahogo se había deslizado buscando alivio.
Para cuando se sentó, los gestos de los damnificados le hicieron saber, a su alrededor, que habían recibido el recado y no, precisamente, de la mejor manera. Optó por aportar también su mueca de profundo desagrado en la esperanza de que se disiparan los efectos del desacato y nadie diera con el origen del siniestro pero, ya en vuelo, otra pérfida y silenciosa ventosidad llamó a la puerta y ella, tras denodada lucha por cerrarle el paso, finalmente, se rindió.
La natural alarma no sólo concitó de nuevo el asco general, también atrajo al lugar de la pútrida emisión a una inquieta azafata. Por más artes que desarrolló la pedorra por sumarse al estupor de todos y fingir no saber qué estaba ocurriendo, su compañero de asiento, el más afectado de los alrededores, ya tenía el pedo detrás de la oreja, y delante también, y en la nasal, y en tan tristes circunstancias tuvo que ser retirado en brazos del sobrecargo del avión a fin de que se le aplicara oxígeno.
El círculo de la sospecha se cerraba sobre nuestra pasajera en la misma medida en que quedaban vacíos los asientos más próximos. Ella sólo quería pasar desapercibida y hasta renunció a la comida del avión para no provocar mayores males. Sabía que nunca debió haber entrado en el Burger King del aeropuerto pero ya era tarde para arrepentirse.
Una hora más tarde, cuando ya la habitual película había logrado su cometido y los 99 pasajeros dormitaban camino de Dallas, somnolienta, la buena mujer dejó escapar una ruidosa y hedionda traca que despertó al pasaje y a la tripulación.
-¡Mei dei mei dei! ¡Atención Houston… nos atacan! -se oyó la voz autorizada del piloto.
Rápidamente, el caos se adueñó del avión y los pasajeros, unos con arcadas, otros vomitando, se precipitaron por los pasillos congestionando los baños. Gritos, llantos de niño, maldiciones…el avión era un infierno. La señora del asiento 23 L clamaba por ayuda; un ejecutivo borracho se empeñaba en abrir una ventana y a su lado un viejo preguntaba por su mascarilla. Era la guerra química, un atentado terrorista, un nuevo golpe de Al Qaeda…hasta que la única pasajera que no se había movido de su asiento decidió encender una cerilla para ver si así se disimulaba la pestilencia…y alguien la vio.
Bien fuera porque creyeron que trataba de encender un cigarrillo o porque la atribulada mujer confesó sus culpas, casi tantas como sus flatulencias, los responsables del vuelo decidieron hacer un aterrizaje de emergencia en Nashville donde fue apeada la terrorista.
Según publicaba el periódico The Tennessean y reproducía Insurgente, Lynne Lowrance, portavoz del Nashville Internacional Airport, hacía saber en rueda de prensa que el aterrizaje de emergencia se había debido a «una pasajera con molestias intestinales que decidió encender unos fósforos para camuflar el hedor de sus ventosidades».
Los 99 pasajeros, luego de que el avión fuera «revisado e higienizado», reanudaron su viaje a Dallas, mientras la responsable del ataque químico, a quien «por piedad» no se quiso identificar, era condenada por American Airlines a no abordar nunca más cualquiera de sus vuelos.
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