Para hacer bien el amor hay que venir al sur», decía la canción de la Carrá. No sé si una se apodera de ciertas cualidades al pisar suelo sureño, pero lo cierto es que un calor abrasador casi no deja ni pensar lo que uno escribe desde un cuaderno de Mickey Mouse y su panda […]
Para hacer bien el amor hay que venir al sur», decía la canción de la Carrá. No sé si una se apodera de ciertas cualidades al pisar suelo sureño, pero lo cierto es que un calor abrasador casi no deja ni pensar lo que uno escribe desde un cuaderno de Mickey Mouse y su panda de amigos, por lo que pido disculpas si meto la pata en las siguientes líneas.
Aprovecho mis vacaciones en tierras andaluzas para poner de manifiesto que el veraneo, con el paso de los años, no ha cambiado absolutamente en nada. Me explico. Una familia de al menos diez miembros monta una «barraca» en la playa, justamente delante tuyo (¡qué casualidad!), te tapan la luz del sol, rompen con el silencio reinante y, si no fuera poco, cuando te esfuerzas en contar a todos los que te han «atacado» durante esa mañana, te das cuenta de que es imposible cifrarlos porque se han ido clonando a lo largo de ese preciado lugar de descanso. Para las dos del mediodía aquello se asemeja a un gallinero, pero a lo bestia.
Con las gotas de sudor que bajan por la frente, te decides a tomar una cerveza bien fría. En la terraza predominan los británicos, así que aprovechas para unirte a sus costumbres y, como una niña enrabietada, pides al camarero que te sirva una de esas pintas que se está tragando el «cangrejo» de al lado. Patatas fritas y cerveza, dos hoolligans vascas en Andalucía, eso no lo superan ni las mejores novelas de Stephen King.
Después de pasar el horrible bochorno de la tarde a refugio, a última hora la gente sale de sus casas cual vampiro inicia su viaje a por sangre fresca -he dicho sangre, no sangría-. La noche invita a sentarse en una terraza y cenar algo mientras un dúo jazzístico ameniza la velada. Un incansable vaivén de vendedores ambulantes hace que, cada cierto tiempo, tengas que decir que no a la compra de gafas, relojes, cedés, pulseras, muñecos… excepto a uno que, a pesar de que haya cruzado la mesa en varias ocasiones, no se digna a parar. Es el vendedor de rosas que es capaz de endiñárselas a una cuadrilla de ancianos alemanes pero que no se inmuta al ver a dos chicas sentadas en la misma mesa. Si ya digo yo que aquí el tiempo transcurre de otra manera. Sólo nos queda esperar a que lo que dicta la canción empiece a surtir efecto.