A muchos de los que trabajamos cada día con ese material esquivo que son las palabras, siempre nos ha parecido extraño que un idioma tan rico y específico como el español (el castellano, me rectificarán algunos), que parece tener sustantivos para casi todo lo existente y adjetivos para las más mínimas y extraordinarias cualidades, no […]
A muchos de los que trabajamos cada día con ese material esquivo que son las palabras, siempre nos ha parecido extraño que un idioma tan rico y específico como el español (el castellano, me rectificarán algunos), que parece tener sustantivos para casi todo lo existente y adjetivos para las más mínimas y extraordinarias cualidades, no haya logrado patentizar una palabra capaz de encerrar el significado de uno de los sentimientos más inquietantes que existen: la vergüenza ajena.
Aunque no tan dolorosa y previsible como la vergüenza propia ante una actitud o idea desatinada, la ajena tiene proporciones dramáticas, y por lo general se manifiesta cuando asistimos al comportamiento avergonzante, o lamentable, de una persona que, con o sin conciencia (peor es cuando lo hace con), comete un acto que nos obliga a sentir una molesta vergüenza por la situación en el que ha caído nuestro congénere.
Mi vieja preocupación por la falta de bautismo de la vergüenza ajena se despertó hace unos días al recibir una súbita oleada de ese sentimiento emitida desde una actitud y un personaje de los que nunca imaginé que podrían provocarme tal sensación. Todo comenzó con una foto, ya común cada año, en la que se refleja la cara satisfecha del director de cine que, en la megadifundida ceremonia de entrega de los premios Oscar, saluda al público levantando en sus manos la codiciada estatuilla que lo reconoce como «el mejor».
En la más reciente premiación, el congratulado resultó ser uno de los artistas que más admiro y respeto, el veterano Martin Scorsese, escogido como mejor director, gracias a la también congratulada como mejor película del año, Infiltrados.
Durante mucho tiempo he sentido una veneración compacta por un artista que me ha obligado a regresar, una y otra vez, siempre con la certeza de estar asistiendo a la llamada de un genio, a películas como Taxi Driver, Toro Salvaje, o Uno de los nuestros, obras maestras que, por la razón que fuese, nunca alcanzaron la máxima distinción hollywodense pero que desde ya gozan del privilegiado estatus de clásicos.
Infiltrados, sin embargo, alcanzaba el galardón que les fue negado a aquellas obras y el gran Scorsese, sonriente, con su estatuilla dorada en la mano, ha sido una imagen que en los últimos días ha recorrido el mundo. Y desde el primer encuentro me provocó el maligno sentimiento de la vergüenza ajena.
Si el inteligente y genial Scorsese leyera estas líneas (dudo que se digne a hacerlo) quizás entienda mi desasosiego ante el hecho lamentable de que se le reconozca como mejor director de la mejor película por una pieza que, un hombre como él, no puede dejar de saber que no pasa de ser una operación comercial y un mal ejercicio cinematográfico. Para empezar, Infiltrados es, como se sabe, un remake de la cinta Infernal Affairs, estrenada hace apenas cinco años por dos directores de Hong Kong, Wai Keung Lau y Siu Fai Mak, y aunque la película fue poco favorecida por la distribución internacional dominada por las grandes casas norteamericanas, en ella Hollywood detectó la presencia de una magnífica historia y se lanzó, casi de inmediato, a reciclarla y promoverla por sus poderosos canales. Pero, lo más triste ha sido constatar que Infiltrados resulta, comparada con el propio cine de Scorsese, una obra de baja temperatura artística y poca densidad en la revelación de las actitudes humanas que tan bien ha manejado este director.
Con independencia de las conocidas veleidades del premio en cuestión y de las poco escrupulosas maniobras de la industria norteamericana del cine, me niego a creer que Scorsese considere Infiltrados como una obra memorable. De hacerlo estaría ofendiendo su propia inteligencia. Por eso, su sonrisa y su estatuilla en alto me embargaron de esa corrosiva e innombrada vergüenza ajena por un hombre al que las circunstancias obligan a sonreír satisfecho, cuando bien debería de saber (o sabe) que su premio sí agrede a la inteligencia de los demás, al arte y a la justicia.
Buscando actitudes que me hubiesen provocado el mismo sentimiento logré recordar la entrevista televisiva a una persistente cantante cubana que se quejaba (desplazando la culpa sobre los otros) de que en sus más de treinta años de vida artística, ninguna casa discográfica la hubiese solicitado para grabarle y distribuirle un disco. La respuesta unánime de las disqueras (que en este caso no imponían, ni por asomo, algún tipo de censura política o moral) advertía a las claras lo que todos más o menos sabían: que grabar a dicha cantante sería un acto comercialmente suicida. Sin embargo, la pobre mujer, convencida de que sobre ella se cernía un complot, y se cometía una enorme injusticia histórica, resultaba incapaz de entender que la razón de su fracaso no estaba en los otros, sino en ella misma. La falta de conciencia de sus limitaciones la hacía lanzar un patético reclamo, capaz de despertar la vergüenza ajena por un acto que la cantante cometía sin conciencia pero con altanería.
Lo terrible de recibir una oleada de vergüenza ajena es la sensación de que su emisor muchas veces pudo evitar el acto que la genera. No es el caso, digamos, del boxeador, la bailarina o hasta el político, ya envejecidos y fuera de forma y tiempo, que se empeñan en mantener su preeminencia y reciben golpes, abucheos, rechazos que la mayoría de las veces apenas nos producen lástima o nos ratifican la mezquina condición humana de no saber establecer determinados límites y aferrarse al poder y la gloria.
La vergüenza ajena que algunos hayamos podido sentir por Scorsese en nada afectará, por supuesto, las cifras millonarias que recaudará su película luego de recibir las dos grandes coronas en la noche de los Oscar. Pero el solo hecho de que yo haya percibido esa maligna sensación y de imaginar que, con su almohada, el gran director tal vez se habrá confesado su vergüenza propia, me provocan un sincero malestar, pues me demuestra que incluso los más lúcidos se ven expuestos a propiciar el surgimiento de ese sentimiento tan común y doloroso como necesitado de un nombre, al menos en mi lengua.
(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a una decena de idiomas y su más reciente obra, La neblina del ayer, ha ganado el Premio Hammett a la mejor novela policial en español del 2005.