Cuando Sherlock Holmes visitó Brasil en 1886, mientras investigaba los crímenes de un asesino serial en Río de Janeiro, quedó deslumbrado con el país. En una recepción ofrecida por el vizconde de Ibituaçu, Rodrigo Modesto Tavares, el detective británico comentaba que encontraba fascinantes las costumbres en esas tierras, pero que había algo que todavía no […]
Cuando Sherlock Holmes visitó Brasil en 1886, mientras investigaba los crímenes de un asesino serial en Río de Janeiro, quedó deslumbrado con el país. En una recepción ofrecida por el vizconde de Ibituaçu, Rodrigo Modesto Tavares, el detective británico comentaba que encontraba fascinantes las costumbres en esas tierras, pero que había algo que todavía no entendía. Inmediatamente le preguntaron sobre esa duda. «Los trajes», respondió Holmes. «No comprendo porqué todos los hombres se visten de negro, a la europea, en un país tropical».
Se tocaba una cuestión sensible para los brasileños que porfiadamente usaban prendas de colores y materiales adecuados para el frío y la nieve, pero no para el trópico. Uno de los comensales, la baronesa de Avaré, le respondió: «El señor Holmes nos debe perdonar, pero la civilización tiene su precio», y enseguida agregó que se debe sufrir para lucir hermosos, aunque lo hizo en francés, para acentuar todavía más su admiración con Europa.
Esta anécdota, relatada en la novela «O xangô de Baker Street», del reconocido periodista y escritor brasileño Jô Soares, expresa con fantasía y humor un drama latinoamericano que se arrastra desde hace mucho tiempo: imitar, copiar y reproducir las ideas y la cultura occidental, sean las vestimentas europeas como las ideas sobre el desarrollo.
El problema de los estilos de desarrollo imitativos es que van más allá del uso de una chaqueta, y reproducen tanto concepciones teóricas como medidas prácticas. Se repiten las ideas básicas sobre cómo se concibe el progreso y cuál es el papel de la sociedad, y se intenta transplantarlas sin más en nuestro continente. Estas ideas están tan profundamente arraigadas que rebrotan incluso en el seno de los gobiernos progresistas, a pesar de los intentos de superar las reformas de mercado emprendidas en las décadas de 1980 y 1990.
Muchos de los ejemplos actuales más alarmantes se observan en el medio rural, y precisamente en países como Brasil, Argentina o Uruguay. En esas y otras naciones están ocurriendo cambios drásticos en la agricultura y ganadería, bajo un embate imitativo, aunque a veces deformado, de los estilos observados en los países industrializados. Se repiten tanto las bases conceptuales como aspectos instrumentales. Se defienden las mismas teorías de transformar a los campesinos y productores en empresarios, dejando que la competencia entre ellos permita seleccionar a los más eficientes, y se insiste en entender a la agropecuaria como una proveedora de mercaderías para exportar. También se aplican los mismos instrumentos, tales como los paquetes de insumos químicos, la mecanización extrema y el uso indiscriminado de transgénicos. Los campesinos, agricultores familiares y hasta los medianos productores son reemplazados por una gestión agroempresarial, volcada a las exportaciones, donde se pierde el papel de la agricultura como un nicho que permite mantener a las familias en el campo o como proveedora de alimentos para las necesidades nacionales.
El cultivo de soja es seguramente el caso más evidente. La producción de Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay y Uruguay superó los 114 millones de toneladas en la última zafra 2006/07, y se espera que vuelva a subir hasta por encima de 116 millones de toneladas. En Argentina y Paraguay, la soja cubre más de la mitad del área agrícola total de cada país, y en Uruguay este cultivo se ha multiplicado por cien en la última década. En Brasil, hay más de 20 millones de hectáreas dedicadas a la soja; esto representa el doble de la suma de todas las tierras arables en los países andinos, lo que permite calibrar la dimensión de este proceso.
En todos estos países se repiten, aunque con distintos énfasis, los reportes y los testimonios de los impactos de estos cambios. En el plano social, los ejemplos más conocidos son el desplazamiento de pequeños y medianos productores rurales, el avasallamiento sobre campesinos e indígenas, y el endeudamiento. En la dimensión ambiental hay zonas donde se observan serios impactos por la intensificación del cultivo; se pierden las rotaciones con otras especies y con el ganado, y consecuentemente se deterioran los suelos y se acumulan los efectos negativos del uso exagerado de agroquímicos. En otras regiones el cultivo avanza sobre áreas naturales desencadenando serios efectos ambientales, desde la pérdida de las áreas naturales de la ecoregión del «Cerrado» en el centro de Brasil a la deforestación en algunos sitios del norte argentino.
Se ha vuelto muy difícil ensayar un análisis desapasionado sobre la soja. Atrapados en la lógica de la imitación, la soja es presentada con los trajes de una avanzada biotecnológica, como un ejemplo de una afinada aplicación de la ciencia y tecnología contemporánea. Es también mimada por economistas y gobiernos, por sus jugosas contribuciones a las exportaciones. En efecto, se ha convertido en un producto clave en las exportaciones de los países del Cono Sur.
Debe reconocerse que los viejos análisis en muchos casos son insuficientes frente a estos cambios. Estamos frente a un nuevo tipo de gestión productiva donde en muchos casos ni siquiera existe una disputa sobre la tenencia de la tierra. Bajo la nueva producción sojera no es necesario adquirir la tierra, ya que basta controlar el uso del suelo y la producción por medio de convenios, arrendamientos o contratos de venta sobre las futuras cosechas. En muchas localidades los contratos a futuro llegaron al campo y no son pocos los que miran las cotizaciones en la bolsa de granos de Chicago. La producción es controlada y gestionada por grandes empresas y fondos de inversión bajo la forma de un monocultivo de gran escala.
Asimismo, las tareas rurales se han fragmentado en sus distintos pasos para quedar en manos de diferentes empresas. Cada una de ellas realiza por separado actividades específicas, como por ejemplo aplicar fertilizantes o levantar una cosecha. Se generó un nuevo capitalismo empresarial, que se asemeja a un fordismo que llega a cada rincón del medio rural.
Muchos productores quedan atrapados en una tercerización productiva ya que comprometen todas sus cosechas a las empresas intermediarias o con las grandes corporaciones de alimentos. En algunos casos reciben enormes sumas de dinero, pero por otro lado los químicos, la maquinaría y hasta las semillas han disparado sus costos, y por lo tanto los márgenes de rentabilidad son cada vez más estrechos. Los riesgos por las fluctuaciones de los mercados son muy altos para los campesinos o pequeños agricultores, lo que desemboca en repetidas crisis de endeudamiento toda vez que el mercado internacional baja sus precios o el clima juega una mala pasada.
No es necesario recurrir a un Sherlock Holmes del siglo XXI para admitir que este es un nuevo caso de desarrollo imitativo. Tampoco faltan quienes recuerdan a la afrancesada baronesa de aquella cena: son los actores locales que reproducen y profundizan esta estrategia, son los que admiten una vez más que el desarrollo tiene un «precio», y son los que no reaccionan para remontar esos costos sociales, económicos y ambientales.
Esto explica que muchos sigan vistiendo los viejos trajes negros del desarrollo imitativo. Frente a esta situación es necesario desembarazarse de esas vestiduras, abandonar las imitaciones y construir estilos de desarrollo propios, originales y genuinamente adaptados a las condiciones sociales y ambientales de América Latina.
– E. Gudynas es investigador en D3E (Desarrollo, Economía, Ecología, Equidad – América Latina), en Montevideo (Uruguay).