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Viaje al porvenir con Tomás González

Fuentes: Rebelión

Se dice que los europeos vienen de vacaciones al tercer mundo por una razón similar a la que catapultó a la fama la literatura de García Márquez en Europa hace 40 años: es un modo de encontrarse con su pasado, con su propia barbarie, con su propia inocencia. El emblemático discurso del Nobel invocando nuestra […]

Se dice que los europeos vienen de vacaciones al tercer mundo por una razón similar a la que catapultó a la fama la literatura de García Márquez en Europa hace 40 años: es un modo de encontrarse con su pasado, con su propia barbarie, con su propia inocencia. El emblemático discurso del Nobel invocando nuestra eterna soledad insiste en la misma idea: esa extravagancia no viene de nosotros, viene de ellos. Nuestros conflictos no son nuestros conflictos, son también -fueron también- los suyos. La creatividad no es ningún privilegio, ningún don, ninguna maravilla de la exuberante naturaleza: hace parte de la condición humana.

 

Ese mundo mágico y maravilloso, que no resbala en el desencanto de la fría razón occidental, como señala Fernando Cruz-Kronfly, ese que llena hasta la náusea la literatura latinoamericana de los años 60 y 70, es el mismo que buscaban los lectores europeos voraces hace unas décadas y en gran medida es el mismo que buscan los viajeros de ahora. El manido Boom latinoamericano fue un fenómeno más comercial que literario, así como más francés y español que europeo, según cuentan los entendidos. Bastó para que el tópico nos sometiera casi medio siglo entre colitas de puerco y cabezas mochas que llaman huracanes.

Hace unos días el periódico El Espectador publicaba uno de esos titulares que suelen recrearse en la costa Caribe y nos persuaden que García Márquez, Cepeda Samudio o Héctor Rojas Erazo al final sólo eran unos mediocres exitosos que copiaron la realidad sin mucho retoque. Dice la prensa que un «hombre asesinó a joven por burro que pastaba en su predio» con un peligroso producto agrícola-cultural: un totumo. Maldito Gabo y todas sus mariposas amarillas que indigestan el estómago de este país enamorado de sus ídolos, héroes nacionales.

Existe una generación de jóvenes escritores y escritoras, que contra el ostracismo y el fantasma enorme del Nobel que los asusta todas las noches, intenta romper tal paradigma que ya resulta vetusto, rayando en lo institucionalmente rancio, en lo inofensivamente arcaico. Dentro de esa generación de jóvenes ya no tan jóvenes, tal vez el más original sea Tomás González, un cultor de la introspección, del relato sin pudores. Con la escritura cortante como la navaja de cualquier hampón de Medellín, no necesita envilecerse en la narración fácil y amarillista de la cotidiana violencia de su ciudad natal, ni caer en pretensiones superficiales de novelas policiacas, de crónicas de narcos o de historias trilladas sobre prostitutas, asesinatos y demás, miserias muy a la colombiana. Lo de Tomás es otra cosa, lo de Tomás es un viaje al futuro.

Es un autor discreto, que sin bombos ni platillos carga con una resignación muy antioqueña que le otorga una disciplina inagotable, prolífico autor medio desconocido, más ocupado en entregarse a su obra y en sobrevivir como pueda, que en figurar o llenar portadas, como sucede con otras vedetes jóvenes de la literatura colombiana.

Huyendo de ese realismo mágico, que a pesar de todo parece dominar como la palma de su mano, también huyendo de un protagonismo que considera pernicioso para la creación, Tomás González ensaya una literatura del desencanto y la angustia existencial, de la confusión humana dentro de las historias simples y aburridas de pintores, profesores o empresarios fracasados, fugados de sí mismos, atropellados sin remedio por la modernidad. Familias arrasadas por sus propios odios y amores. Personajes devorados en sus pasiones y el peso de una tradición tan conservadora como cruel, que sigue imponiendo los modelos de conducta de los arrieros católicos de hace dos siglos. Su narración pulcra, exacta, neurótica, que casi logra la perfección porque lo acerca a la locura, no requiere recursos importados para sumergirse en la miseria de la condición humana, sino que puede apropiarse de la rica tradición antioqueña, con sus voces coloquiales, provistas de giros hermosos, de metáforas de la tierra.

No es gratuito que el autor haya dedicado un buen número de páginas a imaginar historias recreadas en Estados Unidos, describiendo situaciones exasperantes donde la soledad, el desamparo, el vacío y la vida sin sentido o con un sentido absurdo, confrontan al lector con la rutina terrible, deshumanizada, de las sociedades industriales. Confrontar al lector al fin de cuentas, con lo que será algún día él mismo: un ser miserable. Sin futuro.

Bien distinto de lo que hacen los turistas o lectores europeos buscando un pedazo de su pasado y de su inocencia, nosotros con Tomás González podemos ir a conocer nuestro futuro y nuestro desencanto. Los habitantes de este pedazo del tercer mundo nos liberamos un rato de la condena a lo real maravilloso, para dar un paseo por el porvenir: entrar a través de sus ojos a ese laberinto sin salida de la modernidad. Y también, asomarse a mirar cómo podrá ser la literatura colombiana en unos años.

¿Hallarán ambos turistas las mismas cosas? Dice Tomás: » no es el mar más grande que el rocío / ni es el sol mayor / que las luciérnagas» [1] .

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.