Dentro del más bien sosegado cine español de la Transición y de lo que le siguió, Vicente Aranda fue uno de los pocos directores que supo desarrollar un tratamiento personal, inequívoco, de algunas de las mejores obras de literatura de su tiempo, así como de crear un universo en el que destacaban unas mujeres decididas, […]
Dentro del más bien sosegado cine español de la Transición y de lo que le siguió, Vicente Aranda fue uno de los pocos directores que supo desarrollar un tratamiento personal, inequívoco, de algunas de las mejores obras de literatura de su tiempo, así como de crear un universo en el que destacaban unas mujeres decididas, rebeldes, entregadas a la autodestrucción, capaces de llegar hasta el final, o sea a revolverse contra los patrones de una sociedad enferma y patriarcal.
Había nacido en Barcelona en 1926. A finales de los años cuarenta emigró a Venezuela donde llegó a alcanzar un lugar importante en una empresa de informática. Regresó a la Ciudad Condal en 1956, donde intentó ingresar en el Instituto de de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, pero no pudo porque ni tan siquiera ha aprobado el Bachillerato; no obstante, consiguió entrar en el mundo del cine formando parte de lo que se llamó la Escuela de Barcelona, dentro de la cual optó por la vía de Víctor Hugo en oposición a la de Mallarmé según el dilema que expuso Joaquín Jordá. Debutó en 1964 con Brillante porvenir junto a Ramón Gubern (la historia de un carrerista, a la manera de algunos títulos del «free cinema») como uno de los exponentes de lo que se llamó alegremente el «nuevo cine español».
Siguió por este mismo territorio con otras películas propias de un cierto «vanguardismo posibilista», tales como Fata Morgana (1965), de tonalidad surrealista, que sería reivindicada por el conocido Quentin Tarantino; sigue con Las crueles(1969), con una ambigua Capucine que incide en la misma vocación surrealista; Clara es el precio (1974), en la que denuncia la mercantilización del cuerpo femenino; Cambio de sexo (1976), que aborda con sobriedad una temática «escandalosa» en la época como la transexualidad, un filme más interesante de lo que parece y en el que inicia su colaboración con Victoria Abril, entonces una de las chicas del Un, dos, tres…; con ella realizará La muchacha de las bragas de oro (1979), su primera adaptación de una sonada novela de Juan Marsé en la que éste efectúa su particular ajuste de cuentas con el presunto «descargo de conciencia» de un antiguo falangista, Pedro Laín Entralgo, del que el autor de estas líneas recuerda haber leído en su día una biografía de Menéndez Pelayo escrita en 1944, en la que se reivindica a éste como un precursor de las teorías raciales del nazismo y que en los 60 se hizo socialdemócrata como Dionisio Ridruejo.
Aranda trasladó al cine varias novelas de Marsé con unos resultados ante los que el novelista no se sentía en nada responsable -cuando vendía sus derechos se liberaba de su obra-, pero que, con todo, no dejan de resultar unas tentativas bastante sugestivas que se sitúan muy por encima del mediocre cine nacional de la época. Son los casos de la muy olvidada El amante bilingüe (1992), una sátira de nacionalismo lingüístico convergente; Si te dicen que caí (1989) que suponía un sentido homenaje a la resistencia libertaria contra el franquismo, donde uno de los personajes secundarios (Antonio Banderas), es un poumista que todavía se pegunta sobre dónde estaba Andreu Nin; en 2007 realizó Canciones de amor en Lolita’s club , en la que volvió a incluir fuertes escenas y motivó que Aranda y Marsé tuvieran algunas diferencias porque el escritor creía que el director tenía fijación por lo escatológico y lo erótico de sus libros. «En lo erótico, sí; en lo escatológico, no», le replicó.
En una misma línea de adaptaciones poderosas y controvertidas se incluyen autores como Manuel Vázquez Montalbán: concretamente, la singular Asesinato en el Comité Central (1982), que juega sobre la idea del asesinato de Santiago Carrillo en un ejercicio de humor que se podía interpretar de muchas maneras; también, de Prótesis de Andreu Martin, titulada Fanny Pelopaja (1984), uno de los policíacos más turbios y más inclementes de una cinematografía que trató a la policía con guantes de terciopelo… No menos importante fue la adaptación de uno de las novelas más valoradas de la literatura de denuncia del régimen, Tiempo de silencio (1986), de Luís Martín Santos, una tarea poco menos que imposible de resultados muy controvertidos. Otra cosa es que dichas adaptaciones contribuyeron en no poca medida en dar a conocer estos títulos a un público muy amplio, que de otra manera no habría accedido a su conocimiento.
Aranda brilló con especial intensidad en una de nuestras series televisivas más memorables, La huella del crimen, que dirigió con rigor y acierto Pedro Costa y que supuso una aproximación veraz a la «crónica negra» de de este país de países. Aranda realizó El crimen del capitán Sánchez (1985), en la que mostró una visión de la vida y de España amarga y realista, irónica y sin concesiones; y Amantes (1991), rodada para la pequeña pantalla, pero que está considerada como su obra maestra, una película que supuso una aproximación sin tapujos a la depresión y la extrema corrupción de la inmediata posguerra, con personajes que buscaban su liberación a través del sexo: «La no felicidad puede ser más creativa, más enriquecedora», tal como declaró el propio Vicente en una entrevista. «La historia nació de un guión escrito por Álvaro del Amo y Carlos Pérez Merinero, al que luego yo he dado muchas vueltas«, contó entonces Aranda, añadiendo: «El suceso real ocurrió en 1949, pero lo ambiento en 1956 porque el telón de fondo no es la posguerra, sino una historia de amor que podría ocurrir hoy mismo«.
No faltan quienes creen que en realidad la mejor fue Intruso (1989), que se basaba igualmente en un guión escrito por Álvaro del Amo y en la que juega con un conflicto amoroso a tres (Victoria Abril entre el desdichado exmarido Imanol Arias y el marido actual ya instalado Antonio Valero).
En 1990, Aranda realizó otra miniserie televisiva del mayor nivel, Los jinetes del alba,que adaptaba una novela de Jesús Fernández Santos situada en la Asturias revolucionaria de 1934 y que ofrece un fresco impresionante sobre las vísperas de la guerra civil.
Su obra es muy desigual y muchos de sus títulos más ambiciosos reflejan una decadencia. Quizás merezca un punto y aparte Libertarias (1996), basada en la novela de Antonio Rabinaud, un personaje singular que era conocido por los visitantes de Els Encants de libros de segunda mano en Barcelona, un anarquista cuyo padre había sido asesinado por la FAI y que escribió La monja libertaria (el personaje interpretado por Ariadna Gil). Se trataba de un viejo proyecto que Aranda consiguió llevar adelante gracias al éxito de Tierra y Libertad, a la que, desde luego, no se puede comparar. Los personajes femeninos no resultaban creíbles, existía ya una abundante documentación sobre las «Mujeres libres» así como sobre la columna de Durruti y las licencias se estimaron como excesivas. Aún con todo, se trataba de un filme apasionante, digno de ser reconsiderado, seguramente lo mejor que realizó en su fase final. Creo que no estaría de más volverla a ver y discutir.
En su trayectoria, Vicente Aranda mostró una intensa simpatía por el anarquismo y por el surrealismo, ismos que, por supuesto, entendió a su manera.
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