Uno de los más grandes guionistas de historietas de América latina, el padre de El Eternauta fue un lector ávido, un estudiante crónico, un curioso por excelencia que escribió para chicos, cultivó la ciencia ficción como género preferido y pasó a la acción como protagonista de la historia en los cruentos años 70.
Prefacio
Durante muchos años, Elsa Sánchez guardó en una valija los papeles que habían quedado del trabajo de su esposo, Héctor Germán Oesterheld, considerado el mejor guionista de historietas argentino, desaparecido durante la última dictadura militar.
Manuscritos o mecanografiados, esos textos resistieron al tiempo, a diferentes sistemas laborales, a un allanamiento en épocas de represión, a mudanzas, a solicitudes y préstamos sin devolución, a un robo hogareño y a otras circunstancias personales y familiares. Hay, entre ellos, cuentos, guiones, microrrelatos, sueltos informativos; apuntes e ideas apenas insinuadas; índices y sumarios; posibles cronogramas de entrega; proyectos sin concretar, frases ininteligibles; textos sin ninguna referencia…
El contenido de esa valija constata la compulsión y la necesidad de Oesterheld por escribir, su infinita creatividad, su entrenamiento en el oficio y una metodología de trabajo. Iba y venía por temas y géneros, reutilizaba partes y reciclaba formatos a un ritmo fabril y febril, acicateado tanto por los vaivenes económicos como por los de su imaginación.
“Tengo pésima memoria para lo que escribo. En dos o tres días olvido completamente episodios enteros de mis historias. Creo que es una defensa psicológica; tantos personajes, tantas situaciones, acabarían por volverme loco –explicó en la revista brasileña O Cruzeiro Internacional en 1959–. Procuro poner siempre en mis historias acción, vigor, emoción, con bastante acento humano. La historia ideal es la que sacude al lector al comienzo, lo apasiona en su desarrollo y lo conmueve al final. Si a eso se puede agregar ternura, se llega a la perfección.”
El autor produjo miles de textos de los temas más variados. Por cada idea abría una carpeta de cartulina, y había decenas de ellas. Una diversidad multifacética y con cruces marcada, no tanto por la cronología, sino por ejes y áreas temáticas e ideológicas trasversales al tiempo, a las redacciones y a las editoriales.
Estos papeles sobrevivientes confirman a Oesterheld no sólo como un gran guionista; era, lisa y llanamente, un narrador cabal.
“PARA LEER HACE FALTA UNA FUERTE DOSIS DE SINCERIDAD PARA CON UNO MISMO.” (H.G.O)
El 1º de enero de 1941, Héctor y tres amigos se desafiaron a sí mismos: cada uno escribiría un diario personal y se juntarían a leerlos al mes siguiente. Ese cuaderno es un registro cotidiano del por entonces crónico estudiante de Geología de la Universidad de Buenos Aires. Un joven consciente de que debía concentrarse en la botánica (materia en la que fracasaba de modo sistemático) pero no podía resistirse al placer de los libros de cuentos y ensayos, que comenzaba y terminaba a razón de un título por día: Thomas Mann, Waldo Frank, Piotr Kropotkin…
“3 de enero, a las doce de la mañana.
”Me prestaron dos libros: El quinto Evangelio, de Han Ryner, y Anarcosindicalismo, de Rocker. Hace mucho que deseaba leerlos, así que estoy bailando en una pata.
”Esta mañana empecé y acabé El puente en la selva, de Bruno Traven. ¡Quién pudiera escribir algo así!”
En su diario, dejó constancia de sus partidos de truco, de hockey, de polo; de sus caminatas y paseos al aire libre; de las obras de teatro y las películas que vio; de su falta de dinero y de una decena de visitas a la Biblioteca Nacional, ubicada, en aquellos tiempos, en la calle México.
“Leer no significa sólo informarse de algo, sino también sentir algo –apuntó en una de las páginas cuadriculadas de su libreta–. Significa estar dispuesto a examinar a cada paso nuestras ideas y creencias y llegado el caso a modificarlas si se las encontrara falsas.”
La estructura de su imaginación se alimentó, en diferentes períodos, de las novelas de aventuras y los policiales, de la ciencia ficción y de los textos políticos: de Julio Verne, Robert Stevenson, Emilio Salgari y Daniel Defoe a José María Rosa y el Che, pasando por Ray Bradbury y Theodore Sturgeon.
De esa madera estaba hecho.
“ESTO ME LO CONTÓ KARYL, EL MÁS VIEJO ENTRE LOS GNOMOS, EN UN LENTO ATARDECER DE VERANO EN QUE LA LUZ Y LA SOMBRA PARECÍAN CONFUNDIRSE, COMO SI FUERAN MUY AMIGAS.” (del diario La Prensa)
“12 de febrero a las 10 de la mañana. Ayer a la siesta leí Cuentos de la montaña, de Kipling. Ya lo conocía, pero otra vez lo leí para ver los procedimientos para hacer un cuento”, anotó Héctor en su diario.
Un compañero de la facultad le acercó a su padre, director del suplemento literario del diario La Prensa, el relato de dos gnomos, uno dedicado a coleccionar reflejos, y otro, penumbras. Sin que el amigo de su hijo supiera, José Santos Gollán decidió publicar “Truila y Miltar” en la edición del 3 de enero de 1943: el primer cuento editado de Oesterheld.
Desde entonces, los duendes, los animales, el arbolito verde y personajes como Caperucita Roja, Blancanieves y el Gato con Botas fueron figuras que se repitieron en su imaginario. Era un convencido del potencial de los cuentos clásicos reinterpretados en distintos formatos y registros. Hizo versiones en libros infantiles, en historieta y hasta tuvo alguna propuesta, finalmente no concretada, de adaptarlos para televisión.
En general sus producciones para chicos (que van de textos muy simples a algunos relatos más tiernos, más poéticos e incluso más tristes) no rompieron del todo con los moldes de la época. Sostuvieron las rimas y obvios juegos de palabras; algo del tono didáctico y aleccionador de la pedagogía de los años 40 y los 50 y escenas que podían incluir castigos físicos.
De todas formas, la búsqueda intuitiva del novel autor lo situó en un lugar precursor porque abocó su tarea cotidiana a un universo –el literario infantil– que recién una década después comenzaría a discutirse conceptualmente y categorizarse.
“HABLÓ CON PALABRAS DE GNOMO VIEJO, PALABRAS DE CIENCIA Y PALABRAS DE POESÍA.” (De Vida y costumbres de las flores, firmado como Patrick Hanson)
Finalmente, en 1946, Héctor se recibió, comenzó a trabajar en el laboratorio de minería del Banco de Crédito Industrial Argentino como especialista en oro y platino y –tres años después de la experiencia de La Prensa– se lanzó a publicar textos de literatura infantil y de divulgación científica.
Bajo la convicción de que la ciencia y la técnica eran motor del progreso indefinido, esos textos iniciáticos plasmaban el imaginario ligado a la tecnología, que a lo largo del tiempo profundizaría en otros relatos y en sus historietas. De modo más innovador que en los cuentos para chicos, estos escritos combinan la experiencia de su práctica laboral, sus lecturas de aventuras, la precisión informativa y su mirada filosófica y política con el tono narrativo y la imaginería literaria.
Para esos primeros lectores, Oesterheld era Héctor Sánchez Puyol, el seudónimo que utilizó en sus inicios, mientras trabajaba como geólogo; uno de los varios (Patrick Hanson, Francisco G. Vázquez, Alí Whebe, Enrico Veronese) a los que recurrió a lo largo de su labor, ya sea porque publicaba en varias redacciones a la vez, porque las editoriales querían disimular que tantas obras fueran firmadas por un mismo autor o para protegerse en tiempos de riesgo.
Hasta que el 11 de diciembre de 1950 decidió renunciar a la geología para abocarse a la escritura. Esa puede considerarse la fecha de su ingreso definitivo y a tiempo completo en el mundo editorial.
“PREFIERO ESCRIBIR HISTORIAS QUE SE DESARROLLAN EN EL MAR, EN EL DESIERTO, AL AIRE LIBRE…” (H.G.O.)
Sánchez Puyol se incorporó a una industria editorial nacional en crecimiento exponencial.
Si entre 1936 y 1939 la producción fue de 5.536 títulos (el doble de lo editado en los 35 años anteriores), el equivalente a unos 22 millones de libros, a lo largo de la década del 40 se multiplicaron hasta llegar a los 250 millones.
Sus historias aparecieron en la entonces innovadora editorial Abril y en Códex, cuando el sello estaba volcado a la difusión de materiales educativos promovidos por el gobierno justicialista, él que por entonces se declaraba antiperonista. Y luego en Sigmar.
En Abril trabajó durante diez años en diferentes espacios: en Gatito (fue el creador de las aventuras del personaje que daba nombre a la publicación), en la serie Bolsillitos, en Cinemisterio y Misterix (con historietas) y en Más Allá –una revista hito en la ciencia ficción argentina–, en la que hacía de todo y aunque no tenía el cargo de director, en la práctica así funcionaba.
Era un lector/autor atento a ese género que maduraba a velocidad en el mundo y estaba en desarrollo en la Argentina, en plena era espacial y atómica, en donde el hobbismo y los saberes técnicos eran parte del bagaje social.
Y puso ese interés en práctica: desde la creación de una revista propia, Géminis, de la que salieron dos números (del tercero quedan una plantilla y unas pruebas de imprenta, entre los papeles rescatados por Elsa), hasta sus creaciones más memorables: El Eternauta, Mort Cinder, Sherlock Time…
Pese a todas sus lecturas, Oesterheld no se había aproximado a las historietas cuando, a sus 31 años, le ofrecieron formalmente narrar una aventura en viñetas. A poco de andar, logró sus dos personajes más importantes en editorial Abril: Bull Rockett y Sargento Kirk.
Hacia 1956 los transformó a ambos en protagonistas de unas novelas en formato pequeño que lanzó de modo independiente. Resultaron tan exitosas que precipitaron la fundación de la editorial Frontera y el retiro amistoso de Abril: el científico aventurero se quedó en el viejo sello y el militar desertor se mudó al nuevo.
Frontera fue el proyecto que llevó adelante con su hermano Jorge como socio: las revistas Hora Cero y Frontera, con sus versiones semanales, mensuales y extras, entre otros títulos, fueron la plasmación gráfica de la época de oro de los cuadritos en la Argentina.
Apoyado en la tríada Francisco Solano López-Alberto Breccia-Hugo Pratt, el sello dio albergue a los mejores dibujantes de la época y, salvo los guiones escritos por su hermano con el seudónimo de Jorge Mora, Héctor fue el autor de todos los argumentos que se publicaban. Se convirtió en una máquina de imaginar y redefinir las estereotipadas reglas de las historias en viñetas: textos a veces brillantemente logrados y otras menos, pero con una cuota básica de calidad siempre garantizada y una cosmovisión común, la de la humanización de los personajes.
No fue la falta de lectores sino una gestión administrativa y financiera endeble, profundizada por una estafa conjunta de la imprenta y el distribuidor, lo que provocó la venta de Frontera y el fin del sueño del proyecto propio.
Sin dar el brazo a torcer, el autor enfrentó la frustración con más escritura.
“LA MEJOR FUENTE DE OESTERHELD SOLÍA SER EL MISMO OSTERHELD, SU BIBLOTECA DE CIENCIA FICCIÓN Y AVENTURA NO SÓLO ESTABA EN SU GARAJE, SINO TAMBIÉN EN SU CABEZA.” (De Los Oesterheld, de Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami)
Quizás porque fue inmortalizada en El Eternauta –su obra más emblemática–, la casa de Beccar donde Oesterheld vivió con su familia quedó asociada a la época más productiva y consagratoria del narrador. El garaje de ese chalet, rodeado de jardines, se transformó en su espacio de trabajo y dio albergue a una inmensa biblioteca cuyos volúmenes se expandían de los estantes al piso, a las sillas y a la mesa de trabajo. “Casi todas mis historias están acá y salen de acá”, explicaba. Y fue así por muchos años: ocho horas de labor, sin momentos fijos, que daban como resultado una historia por día.
El narrador escribía a mano en letra cursiva, con lápiz o con birome, alguna oración ayudamemoria con signos taquigráficos, luego un párrafo y así hasta terminar de desarrollar el texto, a veces en más de una versión. Como le molestaba el teclear de la máquina de escribir, eran su esposa, su hermana o la secretaria de alguna redacción las que tipiaban sus textos, en varias copias, que él volvía a corregir. Incluso revisaba lo ya publicado para hacer modificaciones en una siguiente edición.
Cuando aparecieron los primeros grabadores se compró uno para contar en voz alta las historias que se le ocurrían y que luego alguien pasaba en limpio; en la época de su militancia en la clandestinidad, directamente dictaba los guiones al dibujante desde teléfonos públicos, punto por punto y coma por coma.
Tenía una cabeza capaz de escribir para varios lugares a la vez y, a fuerza de oficio, supo moverse entre mundos y públicos aparentemente escindidos.
Podía escribir para la editorial chilena Zigzag, publicar junto a Eugenio Zoppi en Atlántida y reciclar en la revista Anteojito a la Bruja Cachavacha, que había inventado para Gatito y que al editor Manuel García Ferré le gustó tanto que le compró el nombre.
Ya había aparecido la historieta sobre la vida del Che y planeaba la de Evita, cuando redactó un episodio, “El Obelisco encoge”, para Grandes andanzas de Patoruzú, que tuvo varias versiones objetadas por la editorial de Dante Quinterno y finalmente no prosperó.
Clandestino, escribía sobre corsarios, cowboys y conquistadores justicieros para editorial Columba –materiales que llevaba a la redacción cuando ya no había nadie, en un maletín rebalsado de algunos de los papeles sobrevivientes– mientras pensaba proyectos como el de traducir los intrincados documentos de la conducción nacional de Montoneros a viñetas para que la gente pudiera entenderlos o publicar una revista infantil y juvenil que iba a llamarse Machete.
Incluso después de su desaparición y de su asesinato, sus producciones seguían publicándose, a veces firmadas, otras sin su nombre o con seudónimo, o continuadas por otros historietistas sin aclarar a los lectores el cambio de autoría ni el destino del guionista.
Hacia 1977, con la casa de Beccar ya allanada por los militares, Elsa cargó todo lo que pudo en muebles y valijas, juntó los papeles del garaje y dejó el chalet de El Eternauta.
“ESTA ES MI REVOLUCIÓN, USTEDES QUE SON JÓVENES VAN A VER MUCHAS, YO SÓLO VOY A PODER VIVIR ESTA.” (Del Viejo –como le decían a Oesterheld en la militancia– según el recuerdo de Mempo Giardinelli)
Con dibujos de Eugenio Zoppi, Lord Commando fue publicada en 1952 en la revista Cinemisterio. Es la primera de las historias que Oesterheld ambientó en la Segunda Guerra Mundial, escenario que el guionista redefinió, cinco años después, a través de Ernie Pike, el corresponsal que rescataba resabios de humanidad entre bandos enfrentados.
Con trabajos como La batalla de Chacabuco y Güemes. El guerrillero, el escritor fue centrándose en la revisión de la historia argentina y latinoamericana desde la óptica de los héroes anónimos, los “Juan Nadie”, como los denomina en 450 años de guerra al imperialismo, la serie que hizo junto a Leopoldo Durañona.
“La historieta, si se hace bien, puede ser el libro educativo del futuro”, sostenía el guionista. Por experiencia propia sabía que los cuadritos eran un vehículo de comunicación de enorme alcance y efectividad, de modo que –hacia los 70– decidió convertirlos en herramientas de su militancia “tomando como principio narrativo la resistencia”, al decir de la investigadora Laura Fernández.
En la medida en que su compromiso con el peronismo revolucionario fue consolidándose –sobre todo como integrante del área de prensa de la organización Montoneros–, su escritura, su lenguaje y sus contenidos se volvieron más duros, directos y contundentes.
Como nunca hasta entonces, el fin justificaba la guerra como medio y la pérdida de vidas individuales en función de un objetivo colectivo liberador. Poco quedaba de la concepción humanista de Pike así como de El Eternauta original, en esa segunda parte que escribió desde la clandestinidad.
Guerra a los Antartes, en el diario Noticias; Camote, en Evita Montonera, 450 años…, en El Descamisado aparecieron en publicaciones del propio movimiento, y los guiones parecían una conversación entre pares, el amplificador de debates internos o un reflejo apenas velado de lo que el propio escritor atravesaba. Eran historietas en tiempo real.
“En la editorial Columba quieren tener una gran reserva de material que desde el punto de vista industrial es correcto. Y está previsto, lógicamente, que me pase a mí cualquier cosa en cualquier momento”, comentó Oesterheld en el reportaje que le realizaron Carlos Trillo y Guillermo Saccomanno en 1975. En esa oportunidad, se negó a hablarles de cómo hubiera concluido la tira de los Antartes, interrumpida por la clausura del diario por el gobierno de Isabelita: “La historieta tenía un final grandioso. No lo cuento porque algún día lo voy a escribir”.
POSFACIO
La caligrafía, las tachaduras, las acotaciones en los márgenes, los dobleces y las ajaduras… Hay mucho de conmovedor en la perdurabilidad en esos documentos que sobrevivieron a su autor.
La valija de Elsa es, a la vez, la recuperación simbólica de una presencia y el vacío de lo que quedó trunco, lo que difícilmente se pueda interpretar y reconstituir, lo que se mezcló, lo que falta. Significa la ausencia personal del escritor, pero también la desmemoria de una cultura nacional que, en diferentes períodos, se desguazó a sí misma al dejar que obras esenciales de su patrimonio se dispersaran en el exterior.
En 2019, una parte de estos papeles sobrevivientes estuvo exhibida en la Biblioteca Nacional. En esa oportunidad, los nietos del escritor, Martín Mórtola Oesterheld y Fernando Araldi, donaron una parte de esos materiales al archivo del Centro de Historieta y Humor Gráfico Argentinos de esa institución pública: un gesto reparatorio hacia el guionista, su palabra y sus lectores.
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“Yo me planto frente a una obra de arte, frente a un objeto, lo miro, lo re miro, me abro a él, dejo que me diga lo que tenga que decirme. Hay muchos que no me dicen nada. Pero hay otros que me abruman, me traen de un golpe jirones a veces espléndidos de las épocas pasadas, me hablan de las vidas que estuvieron ligadas a ellos, no de los guerreros o los monarcas sino de la vida de cada día. Soy así un ateniense de tantos que protesta porque por construir el Partenón me obligan a pagar impuestos más altos, y un legionario cualquiera de las legiones del César que en el puente improvisado tendido sobre el Támesis perdió la espada, se cayó al río, esa espada que está ahí adelante, en esa vitrina. O soy un artesano que pasará años esculpiendo el sarcófago de piedra donde dormirán los restos de un faraón. Cada objeto se me aparece cargado de días, de pequeños placeres, de dolores y también de muertes.” (De una carta dirigida a Elsa, fechada en Londres, el 12 de marzo de 1961)