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¿Violencia? ¿Qué violencia?

Fuentes: La Haine

Traducido para La Haine por S. Seguí :: Así como se impone hacer la distinción entre violencia dominante y violencia dominada, el terrorismo de Estado no puede confundirse con el terrorismo que lo combate y que se llama resistencia. La Intifada es, esencialmente, una réplica a la ocupación que permite al pueblo palestino permanecer de […]

Traducido para La Haine por S. Seguí :: Así como se impone hacer la distinción entre violencia dominante y violencia dominada, el terrorismo de Estado no puede confundirse con el terrorismo que lo combate y que se llama resistencia. La Intifada es, esencialmente, una réplica a la ocupación que permite al pueblo palestino permanecer de pie. La resistencia iraquí tiene en jaque al imperialismo. He aquí las vanguardias de la violencia legítima. Y al diablo las indignaciones morales

La intervención de Etienne Balibar en el último Congreso de Actuel Marx (París, oct.2004), titulada «Lenín y Gandhi, ¿un encuentro fallido?», y reproducida en la revista Alternative (Roma, n°6, nov-dic 2005), merece, por varias razones, nuestra atención. Presentados como «las dos mayores figuras entre los revolucionarios teórico-prácticos de la primera mitad del siglo XX»1, Lenín y Gandhi habrían inaugurado, con sus propias vidas, un debate cuyos considerandos resurgen hoy día, en un mundo donde la violencia «parece estructural». Estos «dos modelos» tendrían en común el rasgo de invitar a las masas a la transgresión de la legalidad política personificada por el Estado, uno bajo la forma de «dictadura del proletariado», otro bajo la de «desobediencia civil», en el seno, sin embargo, de condiciones históricas muy diferentes.

Ahora bien, uno y otro no podrían evitar las aporías inherentes a su acción: para Lenín la ruinosa contaminación de los fines por los medios, es decir la imposibilidad de dar la vuelta a la violencia; para Gandhi la ruptura de la adecuación deseada entre fines y medios, que fracasa en la contención de la violencia. En los dos casos, seguiría estando sin resolver, para nosotros, la cuestión de las masas, es decir, saber si estamos aún en «la era de los movimientos de masas» y, en consecuencia, la «complejidad de lo político», que los dejaría desprovistos.

Tal reflexión representa una invitación a reconsiderar de buen principio el par violencia/no violencia, a pesar de la advertencia del autor en cuanto a su excesiva simplificación, por cuanto este par remite precisamente a esos «modelos» que serían Lenín y Gandhi. Estamos obligados a ello por una doble razón.

Se trata en primer lugar de una problemática sintomática de preocupaciones y posturas claramente inscritas en nuestro tiempo. Un ejemplo altamente significativo lo tenemos en la viva polémica desencadenada en Italia por el juicio de Fausto Bertinotti sobre la cuestión de las foibe2 y de las posibles exacciones cometidas por la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial. El Secretario General de Rifondazione, en su folleto La guerra es el horror (13.12.03), condenó categóricamente la furia de las masas desencadenada entonces contra los fascistas y todo tipo de recurso a la violencia. «Nuestros adversarios -escribe- son la guerra y el terrorismo como productos de la globalización. La violencia, en todas sus alternativas, se revela ineficaz, porque acaba absorbida por la guerra o el terrorismo, que ponen fuera de juego la política (…) No es cierto que el terrorismo hable en nombre de los pueblos oprimidos». La única réplica es «la de la paz, de un pueblo de paz» y la única «opción«, la «no violencia«. Y, en una entrevista concedida a Unità (28.09.04), afirmaba: «Los enemigos de Bush no son nuestros amigos«. El Profesor Domenico Jervolino, Director de Alternative, sin suscribir el veredicto sobre las foibe, iba en el mismo sentido, en el Congreso de Actuel Marx ya citado: «La respuesta simplemente reactiva -violencia contra violencia- en nuestra opinión no sería una respuesta eficaz (…) Es preciso arrancar las raíces de la violencia, con una práctica activa y generalizada de la no violencia».

En mi opinión, estas tesis deber aproximarse a las que rechazan la toma del poder con vistas a la instauración de una nueva sociedad, sean las del subcomandante Marcos en Chiapas o las de John Holloway, que se refiere explícitamente a los zapatistas en su libro-programa Cambiar el mundo sin tomar el poder. En una perspectiva bastante próxima, Daniel Bensaïd titula «La violencia domesticada» el capítulo de su obra autobiográfica, Una lenta impaciencia, donde sugiere, a falta de poder erradicar la violencia en un futuro previsible, «desarrollar una cultura de la violencia dominada», lo que le valió los elogios de Michaël Löwy en su recensión (Rouge, 29.05.04). Es en los orígenes de estos análisis y a veces invocando su calidad, donde se encuentra el gandhismo.

Sin que sea necesario que los lectores L’Ernesto3 recuerden las numerosas objeciones, de hecho una verdadera enérgica oposición, provocadas por estas apologías de la no violencia4, es preciso tener en cuenta dos objeciones preliminares.

Por una parte, los partidarios del rechazo de toda violencia presentan sus tesis como consecuencia directa del marco que elaboran de la universalización y que, vale la pena destacarlo, comparten con sus contradictores. Bertinotti, por ejemplo, no parece cuestionar las ideas que exponía en su obra de 2000, Le idee que non muoiono5, sobre la mundialización, sus problemas y su carácter de clase; sobre la incompatibilidad entre capitalismo y democracia; sobre la alternativa «socialismo o barbarie«; sobre el papel de Estados Unidos en la situación de guerra y la soberanía imperialista; sobre la necesidad de abrir una perspectiva revolucionaria. En el Comitato politico nazionale (15-16.09.01; véase Liberazione), hacía hincapié también en la conexión globalización/guerra y, denunciando «el fundamentalismo del mercado y el de la religión«, llamaba a la movilización antiimperialista.

No se puede, por otra parte, sino compartir la indignación y la cólera que levantan la multiplicación y la sistematización de crímenes imperialistas, de la guerra «infinita» de Bush a los bloqueos, a Guantánamo y a Abu Ghraib. Los actos de «terrorismo», por su parte, suscitan un legítimo horror. A escala histórica, los primeros años del tercer milenio confirman hasta qué punto la cumbre de civilización alcanzada, en principio, por la Humanidad se confunde con una explosión de violencia sin parangón en los siglos anteriores. Añadamos a esto, lo que no tiene nada de accesorio, la dolorosa conciencia, en el movimiento comunista, de las considerables exacciones perpetradas en nombre de «los mañanas que cantan«. Esta aversión a la violencia no es otra cosa que la lección de esta acumulación de experiencias.

Haré valer una segunda razón, más teórica, que se inscribe en esta propuesta que no me canso de repetir: la violencia no es un concepto. El término remite a una multitud de formas, de las sangrientas a las pacíficas, de la bomba a la disciplina de fábrica, del asesinato de un loco a la existencia del sistema, a saber, las relaciones capitalistas de producción. Por consiguiente, no hay otra violencia que la contextualizada. Dos corolarios se siguen. Oponer violencia a no violencia, siquiera estipulando que se trata de acciones de masas, es o bien sumergirse en plena metafísica, o bien erigir el candor como argumento, o bien disimular su impotencia, su dimisión, su consentimiento al orden establecido o cualquier otra reserva mental. La violencia no puede prescindir de una calificación, sea cual sea. Definirla por la «fuerza» (Littré) no hace más que desplazar el problema. La mayoría de los diccionarios e incluso de los libros que pretenden tomarla como objeto deliberado se eximen de definirla y se limitan a dar enumeraciones descriptivas según distintos ámbitos, de los cuales se excluye en general lo estructural: el sistema. Un alma bella, como se sabe, no tiene manos.

No es de ninguna manera sorprendente que los intelectuales de América Latina, atentos y a menudo asociados a los sufrimientos de sus pueblos, no hayan recibido de buen grado la obra de Holloway: saben que todo mando («el poder sobre»), y singularmente el estatal, no puede ser objeto de una condena absoluta. Una vez apagado el entusiasmo de las izquierdas occidentales, los indios de Chiapas no han salido de los guetos donde los mantiene el ejército mexicano, inigualable en esta clase de ejercicio. No es tampoco ejemplar un teórico de la no violencia que no mida los límites de ésta y que no reserve algún lugar a alguna violencia.

El buen David Thoreau (1817-1862), llamado el «Nuevo Adán» y el «Robinson moderno», cuya desobediencia civil inspiró a Gandhi, respaldó al anarquista John Brown, que acababa de atacar un arsenal en nombre del «derecho a la revolución», y no temió justificar el derramamiento de sangre si los acontecimientos lo exigían. El conde León Tolstoi (1828-1910), que mantuvo correspondencia con Gandhi y a quien éste consagró un ashram en Sudáfrica bautizado Tolstoi Farm, tomó parte como funcionario en las operaciones contra los rebeldes de Chamil y defendió Sebastopol. ¿La guerra «patriótica» contra Napoleón no es acaso elogiada en Guerra y Paz? El Mahatma, en la India, como recuerda Etienne Balibar, fracasó a pesar inmenso del prestigio de que gozaba su doctrina del «abrazo de la verdad» (satyagraha) y de «la negativa a dañar» (ahimsa). Tampoco, no obstante, excluía la violencia. Llegó incluso a justificarla: «Me arriesgaría, mil veces, a la violencia antes que a la emasculación de toda una raza» (Hind Svarag, 04.08.20); o bien: «Si hubiera que elegir entre la violencia y la cobardía, aconsejaría la violencia» (Young India, 19.08.20).

Es preciso recordar finalmente la lógica de una posición que llevó a un líder, Gandhi, del que se sabe que durante la segunda Guerra Mundial no había tomado partido por uno de los dos bandos, a escribir: «Hitler mató cinco millones de judíos. Pero los judíos habrían debido ofrecerse en masa al cuchillo del carnicero. Habrían debido lanzarse al mar por su propio pie desde la cumbre de los acantilados (…) esto habría sublevado al universo y al pueblo alemán (…) de todos modos, sucumbieron por millones de una manera u otra6» El fundamento de estas doctrinas, además, la de Tolstoi como la de Gandhi, era religioso. En uno, la fe cristiana, el amor del próximo predicaba una filantropía que condenaba, con el Mal, la violencia revolucionaria, el arte moderno y la sexualidad. En otro, el concepto «panindio» (C. Mellon) de no violencia y la creencia a la transmigración prohibían todo ataque a la vida de otros7. En los dos casos, se privilegiaban las masas campesinas, lo que suponía la negación de la industrialización. Gandhi llegó a decir que «no hay nada que hacer contra el Imperio británico» (Autobiografía, 1927).

Con todo, ante la antigüedad declarada de tema de la no violencia, en nombre de la esperanza de un mundo nuevo, el inventario de las formas de agresión de la Biblia da que pensar. Desde el Éxodo, donde Moisés invita a tomar las armas, «que cada uno mate a su hermano, a su padre», hasta los Actos, donde Ananias y su mujer caen muertos a los pies de San Pedro, por haber sustraído dinero8. «¿En qué condiciones, –se preguntaba Paul Ricoeur-puede ser el no violento otra cosa… que un puro al margen de la historia?9»

Segundo corolario: la violencia no es una elección. Las generosas declaraciones añadidas al legado de Gandhi, –tanto da que emanen de la «Llamada de los Premios Nobel en favor de una cultura de la no violencia para los niños», de la «Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre una década de cultura de paz y no violencia en favor de los niños del mundo» o del «Manifiesto 2000» que invita «a transformar la cultura de la guerra y la violencia en una cultura de la no violencia y la paz10»– son incapaces de ir más allá de la fase de las intenciones encomiables. Y no pueden sobrepasarla. Ya que, tratándose de los dominados, de los oprimidos, de esta sal de la tierra, que en español recibe el apelativo tan justo de «los silenciados«, entre violencia y no violencia, no tienen nunca elección. No es de ejemplo el hecho de que paguen el precio más alto, el más pesado tributo a la violencia que les es impuesto por la violencia estructural del sistema, sea militar o pacífica. «La peor violencia es la pobreza», declara el teólogo de la liberación Gustavo Gutiérrez11.

Hace ya más de 20 siglos, el padrecito Sócrates aseguraba «Nadie es malo voluntariamente». Los condenados de la tierra no sufren de ninguna patología mental, sino del peso de las cadenas de las que se proponen librarse, al mismo tiempo que de la servidumbre voluntaria a la que se ven reducidos. El juicio de un R. Habachi, que se hace eco de las afirmaciones de algunos de nuestros contemporáneos, cuando declara: «En el momento en que Lenín, en 1917, descubre la revolución por la violencia, Gandhi, en su estilo único e incomparable, descubre la revolución por la no violencia12», frase literalmente falta de sentido, para no hablar de la palabra «revolución», en este caso completamente inadecuada. Con todo respeto a nuestros buenos apóstoles y al respeto que a ellos debemos, es, al contrario, un John Le Carré quien tiene razón: «Si fuera un Palestino habitante de Cisjordania o Gaza, dispararía a vista sobre todos los soldados de ocupación israelíes (…) Un acto de violencia premeditado contra civiles sin armas no es nunca admisible. El hecho de que ustedes y sus amos americanos hayan lanzado bombas de fragmentación prohibidas y otras armas inmundas sobre una población iraquí indefensa, compuesta en un 60% de niños, no modifica de ningún modo mi posición.13»

Sin embargo el idealismo de principio resiste apenas a la constatación de que en toda guerra, desde la noche de los tiempos, las desdichas de los «civiles inocentes», incluida la muerte, son incomparablemente más considerables que las de los militares. No olvidemos nunca Dresden e Hiroshima. Esta es la razón por la que el término terrorismo nos impone una sospecha similar a la del término violencia. Fuertes separaciones son indispensables. Ciertamente, como afirma el citado Bertinotti, el bushista y el islamita son las dos caras de la misma moneda, pero esta constatación no autoriza el oprobio general lanzado sobre la palabra. Así como se impone hacer la distinción entre violencia dominante y violencia dominada, el terrorismo de Estado no puede confundirse con el terrorismo que lo combate y que se llama resistencia. La Intifada, en todas sus formas, es, esencialmente, una réplica a la ocupación que permite al pueblo palestino permanecer de pie. La resistencia iraquí tiene en jaque al imperialismo. He aquí las vanguardias de la violencia legítima. Y al diablo las indignaciones morales.

Y esto no es todo. La lucha de las masas, –que, en primer lugar, existen sin duda alguna– desde América Latina al Oriente Medio, se desarrolla según una dialéctica que alterna violencia y no violencia, esta última siempre preferible y preferida por una economía de víctimas verdaderamente inocentes a las que representa. «La violencia es justa donde la dulzura es inútil», pone Corneille en boca de uno de los personajes de su Héraclius. Traducción: la relación de fuerzas decide la naturaleza de las luchas: a veces política, económica o social, a veces armada. El estratega, si es preciso y cuando está allí, sólo tiene ojos para la coyuntura, «el análisis concreto de la situación concreta». Nunca puede elegir entre «la violencia, ley de la bestia, y la no violencia, ley del hombre»(Gandhi). ¿Quién querría seriamente dejar despojar al hombre por la bestia?

La única finalidad de una elección consiste en desarmar las masas. Y hay incluso procesos revolucionarios que no recurren, que no tienen ninguna necesidad de recurrir a la violencia abierta. Tenemos la oportunidad de disponer desde el «Que se vayan todos!» de las masas de esta Argentina, declarada «mejor alumno del FMI», piqueteros y clases medias mezclados, que hace ya escuela fuera de sus fronteras; hasta la «revolución bolivariana» de Venezuela que, varias veces sin interrupción, a pesar de conspiraciones y manipulaciones, transformó el sufragio universal en instrumento de liberación popular. He aquí que el pacifismo, tan elogiado por una determinada «izquierda», puede no ser pacífico, incluso para el orden dominante que sólo sueña con la sumisión planetaria y que la violencia revolucionaria, en sus distintas formas, se propone abolir.

* Georges Labica, pensador marxista francés, es profesor en la Universidad Paris X-Nanterre


Notas

1. Este juicio se aproxima al de Robert Payne, que escribió al principio de su biografía de Gandhi: «En nuestro tiempo, sólo hay dos ingenierías políticas auténticas: Lenín y Gandhi» (The Life and Death of Mahatma Gandhi, Nueva Delhi, Rupa & Co. ed., 1999, p. 14).

2. Fosas comunes, en la región de Istria, donde estarían enterrados fascistas italianos represaliados por el ejército yugoslavo de Tito al final de la II Guerra Mundial (NT)

3. «L’Ernesto – Rivista Comunista«

4. Véase en particular, los artículos de Rossana Rossanda, Giovanni Pesce y Salvatore Distefano, en el número de enero-febrero de 2004.

5. «Las ideas que no mueren».

6. Citado por L. Fisher, Life of Mahatma Gandhi, 1951.

7. En Encyclopédie Philosóphique Universelle, II/2, artículo «Ahimsa», París, PUF, 1990

8. Véase la lista de Bernhard Lang, in Françoise Héritier, De la violence, París, Odile Jacob Ed., 1996.

9. Histoire et vérité, París, Seuil, 1955, p. 235.

10. Véase Marie-Pierre Bovy, Gandhi, l’heritage, París Siloé Ed., 2001, anexos

11. Entrevista en La Nación, Buenos Aires, 11.01.04

12. Encyclopaedia Universalis, s.v.

13. Une amitié absolue, París, Seuil, 2003, p. 329.