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Virginia Woolf: los últimos vencejos

Fuentes: El viejo topo [Imagen: La mesa de Virginia Woolf, en su cabaña de madera del jardín de Monk's House, en Rodmell]

El último abril de su vida, Virginia Woolf encontró un atisbo de alegría: habían vuelto los vencejos, esas extrañas aves que duermen mientras vuelan. No lo sabía aún, pero no volvería a verlos regresar nunca más.

Cuando murió su marido, Leonard Woolf, se encontraron las páginas donde Adeline Virginia Stephen (la Virginia Woolf de la literatura) recorría parte de su vida: aunque ella no quiso publicarlas, aparecieron por deseo de su sobrino, Quentin Bell, treinta y cinco años después de su suicidio en las aguas del río Ouse. En esas notas recorre su vida, sus temores, su destino de escritora y su relación con el grupo de Bloomsbury.

Sus hermanastros habían abusado de ella, y cuando inicia su vida adulta se instala en el 46 de Gordon Square, en ese barrio de Bloomsbury: allí vivió tres años, desde 1904, con otras personas, como John Maynard Keynes; y después se mudó al 29 de Fitzroy Square y permaneció allí cuatro años más. En esos días de Bloomsbury, se relaciona además con Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein y E. M. Forster. Después, vivió una década en Richmond, desde 1914, primero en una pequeña fonda y después en el 34 de Paradise Road, en la Hogarth House, de donde adoptaría el nombre para su editorial, donde publicaron desde T. S. Eliot hasta Robert Graves, pasando por Khaterine Mansfield y la misma Woolf. A partir de 1924 vivió siempre en el 52 de Tavistock Square, con un contrato de alquiler que alcanzaba hasta 1941 y donde escribió sus diarios íntimos: era el lugar donde volvía siempre desde su Monk’s House deRodmell, pero que abandonaron por las molestias causadas por los derribos cercanos: incluso su casa tuvo que ser apuntalada. En agosto de 1939, se trasladan al 37 de Mecklenburgh Square, a pesar del elevado alquiler. Allí, se pregunta: «¿En cuál de estas habitaciones moriré?» No fue allí, sino cerca de donde está enterrada, en la Monk’s House que restauró el National Trust británico para guardar la memoria de sus días y donde los curiosos husmean ahora en su dormitorio. Junto a la casa, está la cabaña de madera donde Woolf escribía, con su mesa, la lámpara de petróleo, sus gafas y el Times Literary Supplement.

Woolf había iniciado la última década de su vida con la noticia del suicidio de Dora Carrington, la pintora que no pudo resistir la muerte de su amante, el escritor Lytton Strachey. No podía imaginar entonces que ella recorrería el mismo camino hacia el infierno. En aquel 1932, Woolf andaba pensando escribir una segunda parte de Una habitación propia. El año anterior había publicado Las olas, donde utiliza el monólogo interior en seis episodios y que constituye una de sus mejores obras, y Al faro la había publicado cuatro años antes. El 13 de enero de 1932anota que en unos días cumplirá cincuenta años, y se pregunta «¿Cuántos años nos quedan? ¿Podemos contar con otros veinte?» Le daba vueltas a las palabras de H. G. Wells: el escritor creía que la función de la mujer debía ser apenas ornamental, porque, según él, durante diez años había podido ser otra cosa y no lo había hecho. En abril, Woolf se fue durante un mes a Grecia («la Acrópolis con los pilares incandescentes», escribe), adonde ya había viajado un cuarto de siglo atrás con sus hermanos, con su marido y con el pintor y crítico Roger Fry y Margery Fry. Tenía problemas de salud, estaba cansada y sufrió un síncope. Durante el veraneo de Rodmell le llegó la visita de T. S. Eliot, y después le visitó la novelista Rebecca West, y todavía tuvo tiempo de ir al congreso de Leicester del Partido Laborista, con quien simpatizaba, como acudirá al congreso de Hastings del año siguiente, y al de Brighton de 1935. En éste, Woolf se conmueve hasta las lágrimas escuchando a George Lansbury, y lamenta la irrelevancia de las intervenciones femeninas, aunque una de las delegadas alza su voz proclamando: «Ya es hora de que dejemos de lavar los platos».

Fue también a visitar al castillo de Sissinghurst a la poeta y escritora Vita Sackville-West, con quien Woolf había tenido un largo romance en los años veinte, a quien recogió en las páginas de su Orlando, que le dedica, y donde aborda la sexualidad femenina y la atracción por el mismo sexo. Tres años después, Woolf anota: «Mi amistad con Vita ha terminado», y constata que es una aristócrata sin ocupaciones, que se ha vuelto gorda y ya no tiene interés por los libros, aunque después volverá a verse con ella y la encuentra «como en los viejos tiempos». Vita era uno de los integrantes del grupo de Bloosbury más curiosos: además de novelas, escribía libros de jardinería y de santas, y su matrimonio con el diplomático Harold Nicolson, que era homosexual, convivió con su apasionado romance con Violet Trefusis, con Woolf y con otras mujeres.

Woolf está inquieta: «Cómo sufro, Dios mío! ¡Qué terrorífica capacidad la mía para sentir intensamente!», anota. En octubre, tras el congreso del Partido Laborista en Leicester, sigue trabajando sin descanso: en poco más de dos meses de 1932 escribe más de sesenta mil palabras para Los Pargiter, libro que con el título definitivo de Los años será el último que publicará en vida: Entre actos, donde recoge su preocupación por el paso del tiempo y sus sentimientos contradictorios sobre la sexualidad, aparece tras su suicidio. Y le atacan las jaquecas, hasta el punto de que, con frecuencia, tiene que pasar varios días en la cama. El año del ascenso de Hitler al poder lo inicia enferma, mientras su antigua amante Vita Sackville-West y su marido recorren Estados Unidos dando conferencias, aunque en mayo Voolf podrá viajar a Italia durante veinte días. Las noticias sobre la represión nazi la horrorizan, como los miles de asesinatos que Hitler ordena al año siguiente. Se entrevista con Bruno Walter, y publica Flush, un libro que no le gustaba, mientras se angustia por la editorial, Hogarth Press, que les da tanto trabajo y apenas sirve, dice, «para publicar a Susan Lawrence y malas novelas», aunque no sea cierto, porque ella y su marido conseguirán importantes beneficios económicos. A finales de 1933, le conmueve la muerte de la escritora feminista Stella Benson (Woolf cree que en China, aunque murió en la vietnamita bahía de Ha Long, entonces bajo la colonia francesa) cuya noticia recibe un día fúnebre en «una especie de reproche, como en la muerte de Khaterine Mansfield».

Al año siguiente, 1934, Woolf se toma un par de semanas de vacaciones en Irlanda, donde visita a la escritora Elizabeth Bowen, que participó también en el grupo de Bloomsbury; y se encuentra con Keynes y su mujer, la bailarina rusa Lidia Lopujova, quien mantenía amistad con Picasso y Stravinski. Termina ese año la novela sobre los Pargiter (disponía ya de ¡novecientas páginas! escritas, que recortará después) que aún no tenía nombre y que terminará por titularse Los años. Culminar el libro la sume en la depresión, como le había ocurrido al acabar Las olas; también tras concluir Al faro estuvo incluso al borde del suicidio. A final de año se encuentra con Man Ray, y accede a que la fotografíe, y se desespera porque aparece en el Times Literary Supplement, TLS, un artículo sobre Wyndham Lewis acerca de su libro con capítulos que abordan la obra de Woolf y la de Hemingway, Faulkner, Eliot, que la escritora recibe como un ataque personal, hasta el punto de que pasa varios días angustiada y escribe: «me he clavado la flecha de Wyndham Lewis en el corazón». Lewis había sido el principal referente del efímero vorticismo, y cinco años después, a finales de 1939, todavía Woolf tiene mal recuerdo suyo: se siente «decapitada» por él y por Gertrude Stein, de quien opina que es una escritora marginal y de segunda categoría.

En 1935, Woolf se ve con Herbert Read, Henry Moore e Irina Radetski, se enfada con E. Morgan Forster (por la actitud hacia las mujeres de quienes gestionan la Biblioteca de Londres y por la idea del autor de Pasaje a la India de proponerla para ingresar en el comité que dirige la institución), aunque cree que es el mejor novelista inglés vivo. Ellos dos son los escritores más notables del círculo de Bloomsbury. Forster insistió en 1940 en proponerla al comité de la Biblioteca, y Woolf volvió a negarse. Con esa tolerancia y comprensión de Bloomsbury, Woolf no hace referencia alguna, ni le da ninguna importancia, a los amantes de sus amigos, como E. Morgan Forster y el barón de Sackville, o Keynes, Duncan Grant y David Garnett, aunque en alguna ocasión utilice la ironía con sus intrigas, y hable de «la cloaca de la sodomía». En 1935, pese a su preocupación por las actividades de los nazis, realiza un viaje a Roma para encontrarse con su hermana Vanessa Bell, atravesando Holanda, Alemania y Austria. Viaja con su marido («escondiendo la nariz de Leonard», porque es judío) y con un tití amaestrado que tenía gran parecido con Goebbels.

Se pelea con el manuscrito de Los Pargiter, y está incómoda con la actitud de su marido hacia los criados de su casa de Tavistock Square: ella cree que es «exigente, despótico» con los sirvientes, aunque no deja de reconocer que tiene sentido de la justicia. En junio de ese año, el gabinete de Ramsay MacDonald es sustituido por un gobierno conservador dirigido por Stanley Baldwin, que conseguirá ganar las elecciones generales en noviembre, mientras Woolf se inquieta por la guerra de Abisinia, y la que denomina «revolución fascista» en Francia». Pese a su rechazo del nazismo y su prevención, la escritora tiene que recibir a la baronesa Helene von Nostitz, sobrina de Hindenburg, que le confiesa que, con Hitler, Alemania ha mejorado. No en vano, la baronesa había suscrito en 1933 el juramento de lealtad al führer que firmaron 88 escritores alemanes.

En marzo de 1936, Hitler ocupa Renania y Woolf está loca por sus jaquecas, hasta el punto de que pasa dos meses en cama, y cuando se recupera algo juega a las bochas, una distracción similar a la petanca, que poco a poco se convierte en una pasión para ella: a veces, solo piensa en jugar con esas bolas. Abandona la corrección de Los años por lo que no se publica en verano como estaba previsto, y en julio de 1936 se retira a descansar a Rodmell, a la Monk’s House, hasta mediados de octubre; allí le llegan las noticias del estallido de la guerra civil española. Meses después, le visita lord Robert Cecil en su casa de Londres. Cecil, que era miembro del Consejo privado del Reino Unido, le confiesa que Churchill y su círculo están del lado de Franco.

Woolf había rechazado el verano de 1935 la propuesta del primer ministro Stanley Baldwin para participar en un lugar destacado en las celebraciones del aniversario del rey Jorge V, padre de Eduardo VIII. A finales de año 1936, cuando aún no lleva un año de reinado, estalla el escándalo de Wallis Simpson y Eduardo VIII, el monarca admirador de la Alemania nazi. En medio de una seria crisis política, Baldwin visita al rey en el Fort Belvedere, y las fuentes que nutren a Woolf le llevan a apuntar: «el rey está borracho y se muestra grosero». Finalmente, Eduardo VIII abdica el 10 de diciembre.

El éxito de Los años fortalece a Woolf: poco después de su publicación ha vendido diez mil ejemplares en Gran Bretaña, y en 1937 en Estados Unidos las ventas alcanzan casi los 50.000 libros; muchos, antes de su salida a la venta. Le satisface que sea considerada en los medios literarios una obra maestra, y le complacen los elogios de los escritores jóvenes como Spender o Kingsley Martin (que después dirigirá la revista New Statesman), aunque éste último le desagrada como persona. En 1937, tras volver de China, su sobrino Julian Bell, hijo de su hermana Vanessa, viaja a España para incorporarse a la defensa de la República asediada. Woolf estaba muy inquieta por ello: el hijo de Francis Cornford (el joven escritor John Cornford, miembro del Partido Comunista británico y voluntario en las Brigadas Internacionales) había muerto en España, en el frente de Andalucía, en diciembre de 1936, al día siguiente de cumplir veintiún años, aunque la escritora creía que había muerto en febrero de 1937. La inquietud de Woolf fue premonitaria: Julian Bell llega a España en junio de 1937 y un mes después muere conduciendo una ambulancia en la batalla de Brunete. Solo tenía veintinueve años. El impacto de su muerte para Woolf y su familia es terrible.

Ese mismo mes, Woolf ve pasar ante su casa de Tavistock Square una larga hilera de refugiados españoles que han huido de Bilbao, cargados de «maletas baratas» y cacerolas. No puede evitar las lágrimas. Acude al Royal Albert Hall a un acto en solidaridad con la República española, donde se subastan cuadros (alguno, de Picasso) para recaudar fondos y donde canta Paul Robeson, el comunista norteamericano en quien Woolf cree ver, sorprendentemente, «calidez y ardientes vapores de selvas africanas». Es un verano desgraciado para ella, aunque su economía familiar vaya bien y no tengan que vender la editorial: su marido piensa incluso en convertirla en una cooperativa para que se hagan cargo de ella Isherwood, Spender, Auden y John Lehmann, aunque finalmente Woolf venderá su parte a Lehmann de tal forma que él y Leonard Woolf pasan a ser copropietarios, mientras ella procura no pensar más que en escribir y jugar a las bochas.

Se pone a trabajar entonces en Tres guineas, donde analiza la discriminación de las mujeres, obra que publica en 1938 y que el Times Literary Supplement elogia afirmando que Woolf escribe los «panfletos más brillantes de Inglaterra». Está decidida ya a componer en el futuro libros escuetos y abandonar la escritura de obras extensas. Después, trabaja en Entre actos, que será su última novela y se publicará tras su muerte. Pero 1938 es otro año aciago, aunque su editorial gane montañas de dinero: Hitler invade Austria, y Woolf se angustia: teme un día que estalle la guerra, al siguiente se tranquiliza, y vuelta a empezar. Celebra el pacto de Múnich, que cree consolida la paz, y se felicita por el papel de Chamberlain en la cita y en fernar a Hitler, espejismo que muchos comparten esos días en Inglaterra.

Inicia 1939 con una visita a Sigmund Freud, a quien publica su editorial, y se alarma por el avance del ejército fascista en España, con las tropas de Franco en las puertas de Barcelona, cuya caída el 26 de enero recoge Woolf, junto a la muerte de Yeats, mientras piensa en los refugiados que días después llegan a Londres desde la ciudad catalana: ve que uno de ellos lleva un bebé colgando del hatillo. El gobierno británico de Chamberlain no espera mucho y abandona por completo a la República española: apenas un mes después de la caída de Barcelona, sin que la guerra haya terminado, reconoce al consejo fascista creado por Franco en Burgos como gobierno de España. Las malas noticias no se detienen: dos semanas después, Woolf anota la entrada de Hitler en Praga, apenas había pasado cuatro meses desde su ingenuo entusiasmo por el pacto de Múnich. Ni siquiera anotará ya el final de la guerra civil española con la victoria del bando fascista: en efecto, abril es el mes más cruel. A finales de mayo, el matrimonio Woolf pasa unas semanas en Bretaña y Normandía, y a la vuelta la escritora padece la ansiedad por la situación de su suegra, que en sus últimos meses les les causa serios trastornos: esas viejas tienen «la inmortalidad del vampiro», escribe, deseando que llegue el final. Marie Woolf muere una semana después, con 89 años, y todos acuden a la sinagoga. Unos meses después Woolf cae en una profunda depresión.

La Segunda Guerra Mundial se acercaba. En 1935, Ernst Toller ya le había anunciado que el mundo estaba al borde de la guerra, y ahora comprueba que ha llegado el momento del horror. Hitler ocupa Danzig, y ella se agobia con el gentío de Tottenham Court Road, donde cree ver multitudes de gamberros, viciosos y deformes; dos días después de que Hilter inicie el ataque a Polonia, Chamberlain (que «habla como un guarda jurado», según Woolf) se dirige al país por radio: ha expirado el ultimátum a Alemania para que se retire de Polonia, y el primer ministro le declara la guerra. Sin embargo, esa firmeza británica se revelará apenas una drôle de guerre. Llegan las alarmas aéreas, aunque Woolf constata que es la «no-guerra» porque no pasa nada, y la muerte de Freud, pero en 1940 aparece el racionamiento, la escasez, el agotamiento de las reservas de carne, el frío invierno londinense, las calles oscuras, «tenebrosas como túneles»; permanece semanas en cama por la gripe, y asiste a la invasión de Noruega, a la rendición de Bélgica, con Churchill ya primer ministro, desde mayo de 1940, ofreciendo lágrimas al país mientras el matrimonio Woolf piensa en el suicidio si Hitler vence. Y la ocupación nazi de París, mientras ella trabaja en la biografía de Roger Fry, que publica en el verano, y sigue jugando a las bochas. Observa las excavaciones en la orilla del río para emplazar ametralladoras: teme la invasión alemana. En septiembre, los bombardeos alemanes destruyen edificios cercanos a su casa de Mecklenburgh Square, la calle es evacuada y trasladan las oficinas de su editorial The Hogarth Press a Letchworth. No les queda más remedio que vivir en el campo, mientras siguen los bombardeos sobre Londres, que alcanzan de nuevo a su domicilio, a Oxford street y al Museo Británico. Pese a todo, en octubre le confiesa a Leonard que no quiere morir todavía, y va a ver las ruinas de su vieja casa de Tavistock Square y después la destrucción de las ventanas del apartamento de Mecklenburgh Square: encuentra los libros por el suelo, cascotes, polvo, pero consigue recuperar veinticuatro cuadernos de sus diarios personales y llevar miles de libros mojados a un guardamuebles. Unos días después, muere Chamberlain, Woolf se lamenta porque tienen poca mantequilla y deben sellar las ventanas cada día para oscurecer la Monk’s House. Hace una última visita a la editorial, instalada en Letchworth.

A Virginia Woolf le gustaba charlar con Stephen Spender y con Christopher Isherwood, con frecuencia sobre la evolución de la guerra civil española, y anotaba sus impresiones sobre muchos escritores y personajes célebres. Vanidoso y teatral, Spender se pavoneaba ante ella, hasta el punto de que cuando ingresó en el Partido Comunista británico en febrero de 1937 le cuenta que «el partido quería que le matasen, para que hubiera otro Byron». Woolf dice que Spender se cree «el mayor poeta de todos los tiempos», y que D. H. Lawrence le produce frustración, «es irrespirable, huele a cerrado», a diferencia de Proust. A George Bernard Shaw, a quien conoció en la Fabian Society, lo ve dotado de gran energía, como si tuviera veinte años cuando tenía más de setenta, quien le narra su viaje a China. Y Bruno Walter no le parece «un gran director de orquesta», sino un hombre corpulento, desquiciado y poco elegante, obsesionado con los nazis. De Aldous Huxley, Woolf constata su valía pero lo encuentra frío, «pasado por agua». Y Somerset Maugham, que tiene «ojillos de hurón» y mirada de sospecha, le confiesa que Isherwood representa el futuro de la literatura inglesa.

Woolf rechazó el doctorado honoris causa que le ofreció la universidad de Manchester, porque creía que no había que aceptar honores ni quería que le «adornen la cabeza con una cresta». No le gustaban las ceremonias, aunque acudiese a reuniones de la Sociedad Cooperativa de Mujeres, y le incomodaban las obligaciones y compromisos sociales, el asedio imprevisto, como cuando un periodista del New York Times se cuela en el jardín de su casa; se aturde, acude en Londres a invitaciones que le agotan, aunque a veces encuentra pequeños paraísos como cuando celebra que han tenido tres noches solitarias, sin llamadas teléfonicas y donde solo oían el ulular de la lechuza. También a la Monk’s House llegan visitas («yo nunca jamás invito a nadie»), y Woolf organiza comidas, cenas, recibe amistades que van a tomar el té, o celebra reuniones del Partido Laborista, en una de las cuales escucha al alcalde de la localidad lanzar «la mayor sarta de estupideces que he oído nunca», donde el regidor llega a mantener que «con los españoles no se puede hablar, pero con los musulmanes, sí». Pero la escritora encuentra la felicidad cuando las visitas se van y el matrimonio puede cenar solo, con la tranquilidad de la vida doméstica, y ella puede escribir, mientras lucha con el tabaco.

El penúltimo día de 1935, Woolf había anotado: es una «noche de tormenta, inundaciones; cuando me acuesto está lloviendo; perros que ladran; el viento golpea. Ahora me escabulliré adentro, creo, y leeré algún libro remoto». En agosto de 1938, la escritora recoge el suicidio de una vieja que se ha lanzado al mar. Siempre atrapada en frecuentes depresiones, en enero de 1941 anota la muerte de Joyce, perdido en un hospital de Zúrich. En una de las fotografías que le hizo en 1939 Gisèle Freund (la joven fotógrafa alemana que había tenido que huir de Alemania, a causa de su militancia comunista, cuando Hitler llega al poder), aparece Woolf absorta, avejentada: parece que piense en el futuro que le espera. En 1937 tenía la esperanza de vivir todavía una década más: contaba entonces 55 años pero no podía saber que solo cuatro años después estaría cansada de la vida.

«-Mañana no se podrá ir al faro» -escucha la señora Ramsay, en su novela más célebre. Virginia Woolf ya no volvería a ver el regreso de los vencejos. El 28 de marzo de 1941, dejó unas notas para su hermana Vanessa y su marido: «No puedo seguir destrozando tu vida», le escribe a Leonard. Después, fue bajando por las huertas hasta llegar a los suaves meandros del Ouse, el río que muere en Newhaven.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.